Marcel Schwob

Marguerite Moreno tuvo un gran renombre en la escena teatral parisina de la Belle époque, llegando a ser una actriz imprescindible de la Comedie-Française y la compañía de Sarah Bernhardt. Sin nunca dejar el teatro, a partir de 1911 comenzó una asidua y deslumbrante colaboración para el cine. Estuvo casada con Marcel Schwob, teniendo una incidencia clave en las ediciones póstumas de las obras de este. El presente ensayo biográfico (publicado en 1926) permanecía inédito en nuestro idioma y es un adelanto del libro Vidas imaginarias (selección), que pronto será publicado por Schwob Ediciones de Valparaíso.

Marguerite Moreno

[Traducción de Eduardo Cobos]

Se han escrito muchas cosas sobre Marcel Schwob. Su vida, tan breve, tan trágica, ha pasado ya al dominio de la leyenda. Todos los días me citan hechos o afirmaciones que surgen de la imaginación de sus contemporáneos, ¡sobre todo de la imaginación de aquellos de sus contemporáneos que nunca fueron cercanos a él! Estas inexactitudes no me indignan, son a la vez la marca y el precio de la gloria. Marcel Schwob habría estado casi orgulloso, él que presintió tan claramente su prematuro fin, y que deseó la permanencia y el florecimiento de su esfuerzo más allá del esfuerzo y más allá de la vida.

En el prefacio de Vidas imaginarias, señala su apasionado gusto por las biografías “vivas”, por esos retratos de hombres célebres que humildes admiradores han pintado para la posteridad con los únicos colores de la verdad familiar.

“Reconstruir la carrera de un artista –decía Marcel Schwob–, seguir el hilo de su pensamiento, es el rol del crítico, del historiador. La tarea del biógrafo es otra: debe hacer revivir ante nuestros ojos al hombre tal como la naturaleza y las costumbres cotidianas lo han hecho y formado, con su entorno, sus métodos de trabajo, incluso sus manías; él nos lo debe presentar a todas las horas del día, y sobre todo en aquellas donde menos aparecen los signos de su genio. De esta manera, establece una suerte de intimidad entre su héroe y la posteridad”.

Marcel Schwob tenía razón, conocía la alegría que dan la curiosidad satisfecha y el placer que proporciona un detalle marcado por el sello de la verdad. Es esta curiosidad la que quiero satisfacer, este detalle el que quiero anotar.

En el momento en que lo conocí, Marcel Schwob era gordo y llevaba bigote. Su parecido con el príncipe Víctor Napoleón era asombroso. Sólo el origen semita, que revelaba su nariz aguileña, lo alejaba del tipo napoleónico. Tenía manos encantadoras, blancas y finas, una sonrisa melancólica que revelaba su dentadura perfecta. Vestía mal, y llevaba con asombro y orgullosa torpeza el peso de su joven gloria. No obstante, un sortilegio estaba oculto en su mirada. Si alguien se hubiera acercado a él sólo un instante, recordaría sus ojos, azules como el cielo en un lejano oriente, crueles y perspicaces, tiernos y patéticos. Cuando la enfermedad ya había asolado su rostro, y una máscara de dolor se había posado por siempre sobre sus facciones, todo lo que quedaba en él de amor, de ardor, de deseos de vivir, de necesidad de aprender, se había refugiado en aquellas pupilas claras y profundas, que ningún cuadro había podido reproducir fielmente porque sólo eran el medio que empleaban para revelar su alma misteriosa y múltiple.

Vivía en la calle de l’Université, en una especie de cueva sombría, apretujada entre dos pisos, allí caminabas sobre libros, te sentabas sobre libros, incluso la cama estaba cubierta de libros. Un rincón muy pequeño, con una mesa muy pequeña, representaba la “oficina”, e incluso ese pequeño rincón estaba a menudo cubierto y ¡oculto por libros¡ En medio de esta marejada de papel impreso, Marcel Schwob estaba en su elemento. Además, ¡nunca vivía sin que su habitación y su estudio estuvieran tapizados de libros, escritos en todos los idiomas conocidos, encuadernados o plisados, antiguos o modernos! En los viajes transportaba, ante la gran consternación de los cargadores de los terminales, una enorme maleta repleta de libros y manuscritos y pesada como si hubiera sido de plomo. También portaba un equipaje inesperado: su perrito rojo “Flip”, que era grande como un puño y no se separaba de su cobijo en todo el tiempo que trabajaba.

Pero antes de emprender sus recorridos a través del mundo, emprendió sus viajes a través de París.

Un día dejó su apartamento de medio piso, para ir a habitar en la calle Vaneau. Allí también reinaba el papel a sus anchas, y objetos diminutos y raros abarrotaban todos los rincones que los libros y los manuscritos no habían invadido; y hubiese permanecido allí mucho tiempo más si el ruido –terrible en esta calle tranquila– no le hubiese ahuyentado. Este ruido infernal era causado por el paso incesante de camiones, carretas, carromatos, farderos, carretillas; en resumen, de todos los vehículos más pesados y los más torpemente cargados que saltaban sobre los adoquines, entre los juramentos de los conductores y los latigazos de los carreteros.

La enfermedad empezaba a torturar a Marcel Schwob y, ávido de silencio, se fue a la calle du Bac.

En un apartamento entre el patio y el jardín, él podía esperar la calma… Por desgracia, un genio maligno había acumulado en este lugar, de apariencia tranquilo, todo lo que puede impedir a una criatura humana dormir y trabajar. La campana de un convento vecino, un loro parlanchín y sobre todo chillón, instalado en el balcón de la casa contigua; en el piso superior, niños robustos y turbulentos a los que, unos padres ahorrativos y a menudo ausentes, les calzaban pesadas botas y proveían abundantemente de bolitas y carritos, y, ¡horror supremo!, un conserje que cantaba sin descanso bajo las ventanas: “¡La Valse bleue!”. ¡Era demasiado! Marcel Schwob había obligado a los niños y a sus indulgentes padres a marcharse haciendo sonar un enorme gong en mitad de la noche para sumirlos, según él, “en el terror y la tristeza”, pero el gong no tuvo ningún efecto sobre la campana y el conserje y, además, excitó singularmente la elocuencia del loro… Entonces necesitó mudarse de nuevo… Esta vez eligió el Palais-Royal. Lo había contado sin los juegos infantiles, con sus salvajes gritos, sin el cañonazo del mediodía, siempre esperado, siempre sorpresivo, sin el olor infame de las cocinas de los restaurantes, “para bodas” y sin la música de los bailes nupciales… De nuevo, emigró, estableciéndose en una vieja y vasta casa de l’Ile Saint-Louis. Fue allí que cerró los ojos y experimentó al fin el gran, ¡el eterno silencio!

Amaba las grandes habitaciones tristes de este apartamento, la calle donde nada ha cambiado desde hace siglos, los muelles, sombra y sol, donde los viejos hoteles se enmohecen o doran. Como hacía en todas las partes donde pasaba, se había instalado en la habitación más pequeña para trabajar, para anidar, ¡para agazaparse! Apenas salía para ir a la Biblioteca o a los Archivos. Se quedaba largas horas inclinado sobre el papel de hilo, que prefería a cualquier otro porque era raro y precioso, escribiendo sin tachaduras, con una caña tallada, un “cálamo”, en una bella y pequeña caligrafía, nítida, redonda y firme; ¡a menos que no leyera algún libro, indescifrable para cualquiera otro! Este retiro no lo defendía contra las visitas. Esperaba a algunos y temía a otros. El anuncio de ciertos nombres le iluminaba el rostro, el sonido de otros lo ensombrecía, y a estos les hizo falta mucho coraje para enfrentar de entrada su terrible mirada, seguida de su mutismo hostil, mutismo del cual no salía sino para decir un “adiós” semejante a un “que no te vuelva a ver nunca más”.

Aseguraba que “el hastío que desprendían las rasuradoras agravó su mal”. Este mal mortal, ¡cuántas veces Collete no le hizo olvidar! La quería tiernamente, la molestaba con pesadeces y la admiraba sin reservas. Ella sólo se sentaba en el suelo y él le permitía jugar en la alfombra con uno de los extraños animales que saltaban, se arrastraban o volaban alrededor de su forzada inmovilidad: un murciélago, un lirón, un lagarto, un gato, una ardilla, los perros, una paloma apuñalada, un cardenal, un halcón, los peces, ¡un mono! Incluso él consentía dejar en sus manos sus pájaros familiares, pequeñas máscaras de fierro, grandes como los herrerillos.

–No dejaría que los tocara –murmuró– uno de esos miserables que atraen a los gorriones en los jardines públicos. ¡Son todos unos sátiros o convictos de la justicia!

Sensible al favor que le hacía su severo amigo, Colette lo recompensaba diciéndole cosas encantadoras y prestándole la alegría de su hermosa y violenta juventud. Con ella redescubrió la risa de sus veinte años, alegre y feroz. Le confesaba su terror a las cocineras “capaces, decía, de envenenar a su amo con café o espinacas”. Evocaba delante de ella sus años de colegio, las chanzas hechas a los profesores o a los inspectores, su paso por el regimiento, donde fue tan infeliz y tan incomprendido que guardó un horror profundo a la profesión militar y al grado de suboficial en particular. Sin embargo, era oficial de reserva, el patriotismo se sobrepuso a sus resentimientos, ¡pero creo que ninguno de los hombres que tuvo bajo su mando conoció la sala de policía durante sus períodos de ejercicio! Se acordaba… y su alma tierna conocía todos los matices de la piedad.

A medida que su enfermedad le obligó a permanecer cada vez más en casa, más y más amigos se reunían en torno a su sillón, la lista es larga y hecha de nombres famosos, ¡muchos de los cuales, por desgracia, están grabados sobre tumbas! Venían a pedirle consejo, a consultarle sobre algo de historia, sobre una dificultad filológica: ¡él lo sabía todo! y, lo que es mejor, ¡lo entendía todo! Recuerdo el día en que Jarry vino a leerle su Ubu-Rey, se rió hasta las lágrimas de esta gran broma de colegial, pero no de su autor cuyas hermosas frases le encantaron. También recuerdo la tarde en que me leyó Cabeza de oro de Claudel, donde predijo el éxito de las futuras obras de su amigo. Es raro que se equivocara sobre el futuro de un joven escritor, incluso por lejano que fuese su talento al suyo. Era justo y desinteresado.

Marcel Schwob hizo grandes viajes. El más extenso, el más lejano, lo condujo a Samoa, la isla donde L. R. Stevenson vivió mucho tiempo, y murió demasiado pronto. Partió con su criado chino Ting Tse-Ying, en un inicio encargado de velar por su amo y luego de abordar con su innumerable equipaje. Durante los meses de ausencia, él veló por ambos, “¡dio la cara!”. El amo, que cayó enfermo por el camino, encontraba en el criado amarillo una devoción desinteresada, y el equipaje encontró un guardián fiel que trajo a casa el número exacto de objetos que se le habían confiado. Sólo que, he aquí, estos objetos no eran los mismos.

–Me robaron, Missis, aunque completé la lista… ¡Está todo allí!

Esta aventura colmaba de júbilo a Marcel Schwob, y una vez, al desplegar un maletín marcado: “Club Alemán, Melbourne”, exclamó: “¡No es Alsacia-Lorena, pero ya es algo que les han quitado![1]1. ¡Ay! el nómada ha completado su último viaje, descansa, liberado del dolor, dejando la huella luminosa de su corto paso por el mundo de los humanos, gracias a sus obras tan puras y tan altas, y tenemos aún algunas para ver brillar en la oscuridad del pasado su maravillosa, insondable mirada.

Nota

[1] La anécdota, contada como chanza por Marguerite Moreno, hace alusión al histórico revanchismo francés, el cual comenzó a popularizarse luego de la guerra franco-prusiana (1871), producto de un tratado que anexionaba a favor de los vencedores alemanes los territorios de Alsacia-Lorena hasta entonces pertenecientes a Francia.

Marguerite Moreno (París, 1871-Touzac, 1948). Actriz, memorialista. Tuvo un gran renombre en la escena teatral parisina de la Belle époque, llegando a ser una actriz imprescindible de la Comedie-Française y la compañía de Sarah Bernhardt. Sin nunca dejar el teatro, a partir de 1911 comenzó una asidua y deslumbrante colaboración para el cine con importantes directores (Gasnier, Cavalcanti, Delannoy, Siormark, Guitry, Autant-Lara), lo cual le dio notoriedad mundial. Amiga y confidente de personalidades de la cultura francesa, mantuvo extensos intercambios epistolares que son un vivo testimonio de época. Escribió como memorialista: Una francesa en Argentina (1914) –que daba cuenta de su estadía por siete años en ese país, periodo en el cual fue profesora de Victoria Ocampo–, La estatua de sal y el muñeco de nieve. Recuerdos de mi vida y de algunos otros (1926) y Recuerdos de mi vida (1948). Estuvo casada con Marcel Schwob, teniendo una incidencia clave en las ediciones póstumas de las obras de este. El presente artículo ha sido tomado de Marguerite Moreno. La Statue de sel et le bonhomme de neige : souvenirs de ma vie et quelques autres. París, Flammarion, 1926, pp. 126-134; y permanecía inédito en nuestro idioma.

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