Los monstruos del Nuevo Mundo. Una visión europea

Xilografía de Sebastian Münster de 1544, que representa, de izquierda a derecha, un esciápodo, un cíclope, unos siameses, un blemio (ewaipanoma) y un cinocéfalo.

Desde sus inicios el proceso de invasión a América implicó ver el Nuevo Mundo solamente a través de la mentalidad europea. En palabras de Ángel Rosenblat: “el conquistador es siempre, en mayor o menor medida, un alucinado que combina las experiencias y afanes cotidianos con los recuerdos y fantasías del pasado”. A partir de esta mirada se explicarían todo tipo de conductas en los diferentes ámbitos de la vida de los indígenas e incluso podría pensarse que esta sigue repercutiendo, siglos después, en la manera en cómo nos vemos a nosotros mismos.

Pedro Rakos

Con la llegada de los conquistadores a América, en el siglo XV, resurgieron imágenes fantásticas en la mente de los europeos, producto de la visión de las sociedades de la época donde los pueblos llamados por ellos “no civilizados”, estarían plagados de salvajes, bárbaros, poseídos por demonios, caníbales, portentos, ostentos, prodigios y monstruos. Todas estas visiones formaban parte del imaginario medieval, el cual estaba influenciado por las tradiciones orales y representaciones visuales, plasmadas mayormente en la literatura, la cartografía, los monumentos religiosos y la pintura de ese período.

Los monstruos se multiplicaron a partir de la conquista de América, pero éstos estaban basados en experiencias de comerciantes, embajadores y viajeros que habían descrito las maravillas de otros continentes y no las del Nuevo Mundo. Entre las descripciones que tendrían mayor alcance, para entonces, encontramos las de Marco Polo y Juan de Mandeville.

La manera en cómo se miró a los amerindios no sólo fue el resultado de una imaginación europea basada en mitos más antiguos aún, con raíces en Asia, África, Oriente, Oceanía y la misma Europa —principalmente en la Grecia antigua—, sino también de la mala interpretación que le dieron los conquistadores a los relatos de los indígenas americanos y que poco tenía que ver con la realidad de este continente: aquí vieron lo que, de antemano, querían ver.

En Europa la obsesión por lo monstruoso, en general, buscaría todo tipo de explicaciones para conciliar “el sueño con la razón”. Personalidades con importantes oficios ofrecerían argumentos descabellados desde el punto de vista moderno. Es el caso, en el siglo XVI, del célebre cirujano Ambroise Paré, quien escribiría en su libro Los monstruos y prodigios que las anomalías antropomórficas se gestarían en el vientre materno y se debían, en algunas ocasiones, a la gloria de Dios, al exceso, falta, mezcla o descomposición del semen, a la imaginación y en algunos casos, a la injerencia del diablo.

Feria de monstruos. Grabado de Theodor de Bry, en Benzoni, Girolamo y Theodore de Bry. Americae pars quarta: sive, insignis & admiranda historia de reperta primum occidentali India a Christophoro Columbo. Francofurti ad Moenum: Typis I. feyrabend, impensis T. de Bry, 1594.

Los nuevos monstruos

Mientras tanto, en el Nuevo Mundo, los europeos creían haber hallado el mítico paraíso terrenal, además de no cesar en su búsqueda de El Dorado. Sobre todo al principio, siglos XV y XVI, no se hará un verdadero intento por conocer lo que se veía. Los conquistadores no sabían cómo definir la nueva geografía y a sus habitantes. Por lo tanto, muchas veces construyeron mitos a partir de otros referentes imaginarios y no desde unos reales. El resultado no pudo haber sido otro que el de uno con rasgos dantescos, sí es que podemos afirmar que al indígena americano no se le conoció, se le inventó.

Por ejemplo, entre los llamados “monstruos morales” de Tierra Firme encontramos a los sodomitas, a los asesinos rituales y a los caníbales —que en realidad realizaban canibalismo ritual con fines sagrados y no, como se creyó, para satisfacer el hambre—. Estos últimos son descritos por Cristóbal Colón en una carta a los reyes católicos donde los considera esclavizables, a causa de sus inmorales hábitos alimenticios, por ir en contra de las costumbres cristianas como único patrón aceptable, obteniendo así el consentimiento de la Iglesia. Sin embargo, en 1495, Colón envió algunos indígenas a España para que fuesen vendidos como esclavos, la reina Isabel respondió mandándolos de vuelta a América por no saber si era correcto tratar a estos hombres de esa manera.

Estos monstruos, producto de la imaginación de los europeos, más que un problema estético, implicaron la estigmatización del indígena americano como ser inferior, originando una pérdida parcial de su humanidad; justificándose así el genocidio y el saqueo del Nuevo Mundo.

Otros ejemplos de la deshumanización o monstrificación de los amerindios de Tierra Firme podemos encontrarlos en representaciones artísticas europeas de la época. En Frankfurt estuvo ubicado el taller donde el grabador Teodoro de Bry trabajó con estética barroca un escrito de Sir Walter Raleigh sobre la Provincia de Cumaná. Dicho grabado con leyenda deja en claro que estas imágenes reflejaban, sin tapujo alguno, concepciones más hondas sobre los indígenas —a quienes se pretendía someter— cuando describe a una mujer “horrible y espantosa”, más parecida a un “monstruo” que a una “figura humana”.

Los monstruos, como muestra de la negación cultural en América encarnaron, sobre todo en los siglos XV, XVI y XVII, un sinfín de formas: caníbales, amazonas, monóculos, esciápodos, acéfalos, cinocéfalos, astomis, antípodas, orejones, gentes con cola, hombres con patas de avestruz, gigantes, pigmeos, mantícoras y sirenas.

Mujer monstruosa. Grabado de Theodor de Bry, en Benzoni, Girolamo y Theodore de Bry. Americae pars quarta: sive, insignis & admiranda historia de reperta primum occidentali India a Christophoro Columbo. Francofurti ad Moenum: Typis I. feyrabend, impensis T. de Bry, 1594.

Los gigantes

Tanto en Oriente como en Europa (mundo helénico) desde tiempos inmemoriales se escuchó hablar acerca de los pueblos de los gigantes (inclusive en la Biblia se describe el lugar donde éstos habitarían). A finales del siglo XV se tienen noticias, a través de Américo Vespucio, de los primeros gigantes en América, probablemente a tan sólo unos 50 kilómetros de la costa occidental de lo que sería actualmente Venezuela, exactamente en la isla de Curazao.

Las mujeres son descritas como seres que excedían claramente el tamaño del hombre promedio; mientras que los hombres, aun arrodillados, eran más altos que el propio Vespucio en pie. Sus armas no dejaban de ser igual de grandes, y debido al miedo que los gigantes infringían a los conquistadores, éstos no dudaron en embarcar sus navíos y alejarse lo antes posible de aquel lugar.

Ilustración de gigantes de Mundus Subterraneus, Athanasius Kircher, 1664.

Los cinocéfalos o cabezas de perro

En América, en las costas del noreste de la actual Cuba, Cristóbal Colón escuchó relatos de los indígenas que hablaban sobre hombres de un solo ojo (cíclopes o monóculos) con hocicos de perro, que además asumían todas las características de los caníbales. El conquistador también describe que cuando la expedición se dirigía en dirección a Haití los indígenas que iban a bordo entraron en pánico por el miedo que sentían hacia los hombres con un solo ojo y cara de perro que allí se encontrarían.

En otros escritos de Tierra Firme, fray Pedro Simón describe un monstruo de más de cuatro metros de altura con hocico y dientes muy largos.

Cinocéfalo en Las crónicas de Núremberg, 1493.

Los ewaipanomas o acéfalos

Para finales del siglo XVI el viajero y cronista Sir Walter Raleigh escribe en su expedición por la Guayana acerca de los acéfalos o descabezados, que habitarían en las cercanías del río Orinoco. Éste relata que son un pueblo monstruoso, causante de daños a sus vecinos, a los que se les denominó ewaipanomas. Además, los ojos de estas criaturas estarían ubicados a la altura de los hombros de donde cae una gran melena de pelo y la boca estaría incrustada en el centro del pecho.

Si bien, Raleigh intenta convencer con sus descripciones de la existencia de los acéfalos, nunca menciona el encuentro directo con alguno de ellos y refiere que en su regreso a Cumaná un español de buena fe le aseguró haberlos visto varias veces.

Ewaipanomas o acéfalos. Grabado de Jodocus Hondius, en Raleigh, Walter (1599). Brevis & admiranda descriptio regni Guianae, avri abundantissimi, in America. Nuremberg: Levinus Hulsius.

Los orejones o panotti

El mito de los pueblos donde habitan hombres con grandes orejas se remonta a la antigüedad. Tanto en Asia, como en Europa y África, siempre se escuchó acerca de los orejones o Panotti, como eran llamados en la India.

En América es el padre Antonio Daza quien dice haber visto, en su estadía en la Provincia de California, hombres con las orejas tan enormes que arrastran al caminar y donde podrían albergarse de cinco a seis hombres. También fueron vistos en las islas de la península de Yucatán donde nobles incas serían asimilados como orejones debido al alargamiento de sus orejas alargadas con con discos ornamentales.

Pero el relato más fantástico acerca de estos seres, es realizado por Antonio Pigaffeta durante su travesía con Magallanes por el Pacífico y algunas comarcas asiáticas, quien los describe como criaturas tímidas, de muy baja estatura que van desnudos y rapados. Estas orejas le permitían acostarse sobre una de ellas y cubrirse con la otra para poder dormir tranquilamente. En otras descripciones se lee que, además de ser muy rápidos, si se sentían amenazados sus enormes orejas les permitían volar.

Orejones o panotti. Homo Fanesius Auritus dibujado por Jean-Baptiste Coriolan en la Monstrorum historia de Ulyssis Aldovandi, 1642.

Referencias

Acosta, Vladimir. El continente prodigioso. Mitos e imaginario en la conquista americana. Caracas, UCV, 1998.

Becco, Horacio Jorge. Historia real y fantástica del Nuevo Mundo. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1992.

Buarque de Holanda, Sergio. Visión del Paraíso. Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1987.

Raleigh, Sir Walter, Las doradas colinas de Manoa. Caracas, Ediciones Centauro, 1980.

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