¿El fin del acontecimiento? (Otra pregunta por el futuro de la historia)

Vivimos en la intemperie de la facticidad pura y desnuda, en la “literalidad” de las cosas que pasan sin historia. Sin lengua, en un intento patético de hallar pequeños trazos de sentidos que no pueden sino deshilvanarse uno tras otro, una y otra vez. La multiplicación hoy de las “nobles causas” no es sino la expresión de este estado en que vinimos a dar.

Pablo Aravena Núñez


A María Inés Mudrovcic

En la tradición judía antigua el profeta era, ante todo, quien articulaba el tiempo.[1] Era a él que se interrogaba ante el impacto de un acontecimiento devastador, de aquello “que supera la capacidad imaginativa de concebirlo o anticiparlo” en palabras de LaCapra.[2] Sus respuestas tenían que ver con un reordenamiento de los hechos del pasado para dar cabida a lo inédito que impactaba, y así restituir el sentido en una trama que de pronto se había vuelto ya inverosímil.

El profeta, entonces, trabaja preferentemente con el pasado y no con el futuro, como usualmente suponemos. Pero luego efectúa siempre un oscuro pronóstico (profecía) del futuro, para finalizar con la advertencia de un: “a menos que… hoy tomemos la decisión adecuada”. El profeta no está obligado a no fallar respecto de lo afirmado sobre el futuro, pues su obligación es ante todo respecto del presente, éste es su tiempo, su deber es propiciarlo como el instante de la decisión correcta, es quien promueve la acción colectiva, por ello su eficacia se confirma cuanto más falla su profecía, es decir, cuanto más logra alejar a su pueblo de aquel oscuro futuro previsto. Pero antes que esto el profeta salva a su pueblo por el solo hecho de interpretar el acontecimiento, restituyendo y asegurando un sentido.

Cuando Agustín de Hipona debió responder ante la perplejidad y las acusaciones paganas contra el cristianismo que se desprendían de ese acontecimiento devastador que fue la invasión bárbara al corazón del imperio romano el 411 -apenas convertida Roma al cristianismo el 380-, procedió según la tradición profética antigua: si el acontecimiento no se comprendía lo era únicamente por la falta de fe, condición esta que determinaba explicarlo solo en relación con los acontecimientos más próximos, con los del pasado reciente, tal como habían procedido -desde el origen de la historiografía- los historiadores griegos y sus émulos romanos. Pero conectada con un tiempo más profundo, la invasión bárbara no era la prueba de la debacle del imperio a causa del cristianismo, sino justamente lo contrario. Vista la historia desde sus profundidades se podía descubrir una constante: la lucha del bien contra el mal, de la civitas Dei contra la civitas terrena, que se remonta al ataque de Caín contra Abel. Simbólicamente invocará la oposición entre Jerusalén y Babilonia como modelo de esta constante lucha, de la que aquel actual ataque a Roma no sería más que un momento, y ni siquiera el más dramático. El diablo solo ataca a Dios, por lo tanto, esta agresión al imperio demostraba, contra lo inmediata y paganamente evidente, que éste se encontraba ahora santificado.

Entonces la exigencia de una renovada fe por parte de Agustín era también la exigencia de otro concepto de tiempo e historia, de la consideración de otros acontecimientos hasta allí ignorados, como de unas nuevas relaciones entre ellos: ahora, para comprender, había que retroceder a tiempos remotos, solo abarcables por una historia sagrada que hacía suya también la historia judía. Cuanto más profundo el tiempo en que se reordenaban los acontecimientos, más sólido el lugar que se conseguía para re-inscribir el acontecimiento que había detonado la crisis. Solo en esta tradición el pasado podía tener futuro.

En una dirección similar parece razonar Kant, a fines del siglo XVIII ante la Revolución Francesa, cuando señale la necesidad de “ver la historia en grande” (y antes que él Voltaire, cuando exigía “leer la historia como filósofa”), pues había que salir de la confusión y las verdades aparentes deducidas con impaciencia de los hechos más próximos. Kant debió enfrentar otro tipo de “paganismo”, el de los terroristas morales[3], sus dudas sobre el ideario revolucionario y convicción de que ahora “la historia iba hacia peor”. Combatió este pesimismo con un procedimiento ya conocido: resituando el acontecimiento en la historia como un todo y realizando una observación detenida de las derivaciones, o efectos, menos perceptibles de la Revolución, y no en lo que inmediatamente se podía concluir. La apariencia nunca debía coincidir con la esencia.

En 1793 la Revolución se había convertido en un espectáculo desatado de sangre y muerte -lo que convencionalmente se conoce como el período del terror- que hacía poco verosímil la historia como progreso moral de la humanidad, la guillotina contrastaba fuertemente con los altos valores que habían invocado desde un inicio los revolucionarios, lo evidente en aquel instante era que todo caminaba al despeñadero de la historia. Kant prefirió desviar la atención desde los sujetos implicados directamente en ese espectáculo triste (un pequeño grupo) a los lejanos espectadores de la revolución (todo el resto de la humanidad), constatando en esta rotunda mayoría la experimentación de “un sentimiento rayano en el entusiasmo” por aquellos elevados valores revolucionarios. Tal entusiasmo –dado que era universal– no podía ser sino el signum que demostraba la contundente verdad de la tendencia “a la perfecta unificación civil de la especie humana”[4] (la universalidad era un rasgo de la naturaleza, de aquí la seguridad en dicho proceso). Como agudamente lo ha formulado Hayden White: “Las razones de Kant para optar por esta concepción cómica [eudemonista: que la historia va hacia mejor] del significado del proceso entero fueron por último éticas. Había que concebir el espectáculo de la historia como un drama cómico, o los hombres jamás emprenderían los proyectos trágicos que son los únicos capaces de transformar el caos en un campo significativo de actividades humanas”.[5]

Si White tiene razón, entonces ya en la cúspide de la modernidad se asomaría el cinismo tan característico del fin de época. En efecto, la operación kantiana así se adelantaría a asumir que los hombres y mujeres están condenados a darse sus propios mitos como condición de una humana existencia. Kant “dona” una Filosofía de la Historia, pero no está nada claro que él habite en ella. Será cosa de tiempo que esos hombres y mujeres comiencen a relacionarse con la historia como un mito más, este es precisamente el final de la idea de historia: “por muy habitual y necesaria que sea esta ficción, nada demuestra esto contra su carácter fantástico: puede haber una creencia que sea condición de vida y, a pesar de ello, falsa”.[6]

Según lo expuesto, la pregunta por el fin del acontecimiento no dice relación con la posibilidad de que dejen de pasar cosas -hoy las cosas no dejan de pasar con una velocidad apabullante- sino con el hecho de que, desprovistos de un fondo de sentido donde inscribir esas cosas que pasan, podamos distinguir un acontecimiento de entre un mar de facticidad pura: sin sentido, aquello que acaece no tiene ya nada que romper, tampoco hay trama que remendar interpretativamente, lo que acaece no es ya un acontecimiento.

¿Experimentar esto como liberación de la tiranía aplastante de todo metarrelato? Difícil de aceptar cuando esas cosas que nos pasan han ido adquiriendo la forma de un padecimiento. Si es que desde debajo del metarrelato debía surgir algo así como “el hombre de carne y hueso”, tampoco contamos con ello desde que el humanismo también devino un mito (no tanto por la crítica como por la fuerza de los hechos: la técnica, otra vez). Ni lo de Agustín ni lo de Kant es ya posible: la modernidad mató a Dios y al Hombre, la postmodernidad al hombre (con minúsculas). Ni una entidad externa trabaja en la historia para descubrir en ella un sentido, ni los proyectos humanos son ya soberanos para «construir un mundo a su imagen», como señaló Marx respecto de la burguesía en El Manifiesto.

Vivimos en la intemperie de la facticidad pura y desnuda, en la “literalidad” de las cosas que pasan sin historia. Sin lengua, en un intento patético de hallar pequeños trazos de sentidos que no pueden sino deshilvanarse uno tras otro, una y otra vez. La multiplicación hoy de las “nobles causas” no es sino la expresión de este estado en que vinimos a dar.

Notas

[1] Sobre este punto en adelante me baso en los trabajos de François Hartog: “La temporalización del tiempo”, en Los relatos del tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2011, y Cronos. Cómo Occidente ha pensado el tiempo, desde el primer cristianismo hasta hoy, México, Siglo veintiuno editores, 2022,

[2] LaCapra, Dominick, Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 181.

[3] Así los denomina en Kant en “Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor”, en Filosofía de la historia, México,El colegio de México, 1949, p. 101 (prólogo y traducción de Eugenio Imaz).

[4] Kant, “Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita”, (Noveno principio), en Filosofía de la historia, Op. Cit., p. 54.

[5] White. Hayden, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica,1992, p. 65.

[6] Nietzsche, Federico, “La voluntad de dominio”, en Obras Completas, Tomo IV, Buenos Aires, Editorial Aguilar, 1967, p. 192.

© LAM, 2024.
Pablo Aravena Núñez (Valparaíso, 1977). Escritor, docente, investigador. Licenciado en Historia y Mg. en Filosofía por la Universidad de Valparaíso (UV), Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la UV. Ha publicado como editor o autor: Valparaíso: patrimonio, mercado y gobierno (con Mario Sobarzo, 2009), Me­morialismo, historiografía y política. El consumo del pasado en una época sin historia (2009), Los recursos del relato (entrevistas, 2011), Representación histórica y nueva experiencia del tiempo (editor, 2019), Pasado sin futuro. Teoría de la historia y crítica de la cultura (2019), Un afán conservador. Intervenciones, reseñas y columnas (2019), La inactualidad de Bolívar. Anacronismo, mito y conciencia histórica (2022) y Vivir sin lengua. Cuando el tiempo ya no hace historia (2023) [Revisa en nuestra revista la entrevista a Pablo Aravena y los artículos ¿Podemos aprender algo de la historia? y El tiempo del trabajo].

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