Camión de carga

© Miguel Ogalde Jiménez, 2025.

Miguel Ogalde Jiménez


El desierto es una boca gigantesca que envuelve la carretera. Sus dientes formados por el horizonte montañoso se tragan las últimas luces del atardecer. No hay casas, ni bencineras, ni moteles, ni siquiera una choza en ruinas donde poder comprar algo de comida o rellenar las botellas de agua. La mochila me aplasta la espalda. En este páramo desolado sólo escucho nuestras pisadas y el aullido del viento.

No tengo señal, dice el Pedro, que va delante mío. ¿Tú tenís? ¿Podís ver a dónde estamos?

Miro mi celular.

Yo tampoco tengo señal, digo. ¿A cuánto nos dijeron esos chiquillos que estaba la próxima bencinera?

Dos horas, dice. Eso me acuerdo. Nos demoramos más de lo que pensaba.

Sí, digo. A lo mejor se referían a dos horas en auto. O a lo mejor somos muy lentos. Pero da lo mismo. Estoy chata, no puedo más.

Laura, dice él. No nos podemos echar a descansar, no hay nada acá. Hay que mantenernos activos. Está anocheciendo, después viene un frío de mierda y nos puede dar hipotermia.

Sí, sé, digo. Ojalá alguien nos recoja luego.

Ojalá, dice el Pedro. Los últimos cuatro camiones pasaron de largo. Hijos de puta.

No digo nada y sigo caminando. El día termina de apagarse y de inmediato el viento se vuelve helado y cortante. Le pido al Pedro aunque sea unos minutos para descansar. Dejamos nuestras mochilas en el suelo, estiramos las piernas y bebemos los  últimos tragos de agua, antes de volver a echarnos los bultos a la espalda y seguir nuestro camino. El Pedro sigue avanzando con su andar de elefante. Echo un vistazo al desierto y sólo veo una oscura inmensidad, apenas rozada por la sepulcral luz de la luna llena.

Escucha, dice el Pedro al rato, dándose vuelta.

El ruido de un motor. Me doy vuelta también y veo dos lucecitas acercándose en la insondable oscuridad. Nos detenemos, haciendo la señal de autostop con el dedo pulgar. El camión va haciéndose cada vez más grande a medida que se aproxima, hasta ser una gran silueta delante nuestro, un engendro motorizado derramando luz amarilla sobre la carretera. Se abre la puerta con un chasquido y en el asiento del conductor está sentado un tipo alto, de brazos tatuados, frente ceñuda y barba enredada.

¿A dónde van?, dice con voz áspera.

El Pedro, algo cohibido, inicia un torpe diálogo con él, pero yo no lo escucho, estoy hipnotizada por la presencia de aquel sujeto. Parece una fiera desinhibida, algo colosal y violento encarnado en un ser humano.

Suban entonces, dice el tipo y su atronadora voz me saca de mi letargo.

Pedro, ven.

Él me mira confundido y nos apartamos unos metros de la puerta del vehículo.

Laura?, dice él. ¿Qué onda? Nos va a llevar un buen trecho, al menos hasta que encontremos algún lugar para descansar.

No me gusta este tipo, digo. No sé por qué. No tengo ninguna prueba racional que pueda darte, pero no hay que subirnos a ese camión.

Él se ríe nervioso y pone su tono condescendiente.

Amor, dice. Estamos a mitad del desierto. ¿Quién sabe cuándo chucha vamos a encontrar otra persona que nos lleve? Además ya es de noche, es en serio eso de la hipotermia.

No nos subamos a ese camión, digo. Pedro, porfa, escúchame. Házme caso. Él va a hacernos algo. No nos subamos.

Él vuelve a echar una risita nerviosa.

Laura, dice. Creo que estái siendo súper prejuiciosa. Estos hueones se ven así, peligrosos. Pero en general son buena onda.

Pedro, porfa, digo. Porfa, deja que se vaya. Esperemos a alguien más.

Laura…

¿Van a subirse o no?, grita la voz áspera desde el interior del camión y doy un salto.

El Pedro gruñe.

Laura, escúchame, dice. Me voy a subir. Sólo quiero darme una ducha.

Por favor, escúchame…

Pero él ya está trepando hasta la cabina y echa hacia atrás una mirada inquisidora. Estoy unos segundos sin moverme, escuchando el ulular del viento. Las ráfagas me hielan la transpiración. Echo un suspiro y me subo al vehículo. Adentro huele fuerte a marihuana. En la radio suena Ozzy Osbourne. Voy hacia el fondo de la cabina y me instalo junto a nuestras mochilas.

Pónganse el cinturón, dice el tipo.

El camión reanuda su marcha. El Pedro, sentado en el asiento del copiloto, le habla al conductor y este lo escucha sin cambiar su expresión seria, apenas respondiendo sí o no. En un momento el tipo enciende un pito y lo fuma casi solo. Después, sin dejar de conducir, saca una bolsita de falopa y le dice al Pedro que arme unas líneas. Yo los miro, pero no digo nada. El Pedro jala con el conductor, sin ofrecerme, luego pasa el filtro de un cigarro por los restos de polvo blanco y lo prende. Sus voces me adormecen poco a poco hasta que el camión frena de golpe y salgo disparada hacia adelante.

¿Qué pasa?, digo, frotando mis ojos e incorporándome.

El Pedro se encoge de hombros y hace un gesto tranquilizador.

Tengo un problema con el motor, dice el tipo.

¿Qué problema?, digo.

No sé qué pasa, por eso tengo que ir a revisarlo.

Yo no escuché nada, dice el Pedro.

Tengo que ir a revisar el motor, dice el tipo. Da lo mismo qué sea, tengo que ir a revisar. No puedo seguir conduciendo así.

¿Pero todo bien?, digo. ¿Es demasiada carga o algo?

El tipo clava su mirada en mí.

Nunca dije que este fuera un camión de carga, dice.

Mira al Pedro, luego a mí y luego de nuevo al Pedro.

Dame un cigarro, dice.

¿Ah?, dice el Pedro.

Dame un cigarro, dice el tipo. Y pásame el fuego.

El Pedro está un rato callado y le hace caso. Veo cómo le tiembla la mano.

Toma. Ehhh… ¿Cómo te llamábai?

No te dije cómo me llamaba, dice el tipo.

Hay una pausa y puedo sentir el latido de mi propio corazón. El tipo prende el pucho, se guarda el encendedor en el bolsillo y sale del camión, murmurando.

Laura, dice el Pedro. ¿Todo bien? ¿No te pegaste cuando frenó?

Vámonos de acá, digo, tragando saliva.

No empecís.

Hueón. Vámonos ahora. Esto está mal. Nos va a pasar algo. Vámonos ahora.

Escucho al tipo abrir el remolque del camión y el sonido de las puertas metálicas abriéndose hace que me chirríen los dientes.

No va a pasar nada, dice él. Es verdad, el hueón es bien raro, pero no creo que vaya a hacernos algo.

Dijo que había un problema con el motor. El motor está ahí adelante. ¿Por qué abrió allá atrás?

Oigo al tipo revolver objetos en la parte de carga.

Debe estar buscando una herramienta, dice el Pedro.

¿Y cómo sabe qué herramienta sacar sin haber mirado? Acaba de decir que no sabe lo que le pasa al motor.

Laura, dice el Pedro. Estái paranoica. Tranquila, no nos va a pasar nada.

Está respirando rápido y sé que no es por la cocaína.

Pedro, no seái ahuenao, digo. Tú también sentís que acá va a pasar algo malo y te querís ir. Por favor házle caso a eso, a lo que sea que te está diciendo que nos vayamos a la mierda.

Le agarro la mano. Por la ventana observo varias rocas de gran tamaño amontonadas a cada lado de la carretera.

Por favor, digo. Vamos, ahora.

El Pedro me mira y pestañea muy rápido. Sólo se oyen nuestras respiraciones, al tipo buscando en sus cachivaches y el tic que hace el tablero de mando del vehículo.

Anda a buscar los bolsos, dice. Yo abro la puerta.

Sonrío, voy al fondo de la cabina y agarro nuestras mochilas con dificultad. El Pedro abre la puerta con torpeza y suena el chasquido, pero el tipo sigue moviendo cosas y no se entera. Bajamos del camión y nos dirigimos hacia las formaciones rocosas. Los filos de las piedras parecen cabezas deformes.

Acá, digo. Acá.

Nos acurrucamos en una grieta. El viento se cuela por mis oídos y suena como el aliento de una persona. Se cierra la puerta del remolque y los pasos del tipo resuenan en la grava. Llega de nuevo al camión, abre el lado del piloto y se pone a gritar.

¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!

Siento el cuerpo ligero y la cabeza pesada.

¡¿DÓNDE ESTÁN?!, grita el tipo, sin que pueda verlo. ¿¡DÓNDE CHUCHA ESTÁN!? ¡¡¡AAAAAAHHHHHH!!! !!! ¿¿¿DÓNDE CHUCHA ESTÁN???!!!!

Se da la vuelta por enfrente del camión, proyectando su alargada sombra en el haz de luz que emiten las farolas y veo que lleva agarrado un machete afilado con restos de sangre seca. Llega hasta la puerta del copiloto y se sube dentro del vehículo. La adrenalina activa mis sentidos. Respiro hasta calmarme un poco.

Pedro, digo, con la voz apenas audible. Tenemos que escondernos mejor.

Él está paralizado, con el cuerpo rígido, la mandíbula apretada. Busco a toda velocidad entre mis cosas, pero no tengo ni un triste cuchillito.

Pedro, vámonos, por la conchetumare, este hueón nos va a matar.

Llega otro grito de rabia desde el interior del camión.

¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHH!!!

Va a salir, digo. Dejemos las mochilas, vámonos ahora.

Pero él sólo mira el interior del camión como si dentro estuviese la respuesta a un anhelo muy preciado o la entrada a una redención salvaje.

Pedro, por favor. Ya salimos, ahora tenemos que irnos.

Dentro de la cabina se rompen cosas.

¡¡¡LOS VOY A MATAR, CONCHETUMARE, LOS VOY A MATAR!!! ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHH!!!

El Pedro no reacciona. Tomo aire y le doy un manotazo en la boca tan fuerte que le parto el labio. Sus ojos se posan en mí.

Vamos, digo.

Le tomo la mano y lo conduzco lejos de las mochilas. Cruzamos la carretera agachados y pasamos por atrás del camión justo cuando el tipo se baja y grita de nuevo.

¡¡¡¿¿¿DÓNDE ESTÁN???!!! ¡¡¡¡¿¿¿DÓNDE CHUCHA ESTÁN???!!!

Veo un hueco entre dos rocas y nos escabullimos allí. Es más profundo de lo que parece y quedamos bien ocultos. Alzo un poco la cabeza y apenas puedo ver la cola del camión y el lugar donde dejamos las mochilas. El tipo grita incoherencias y sus pisadas resuenan como descargas de cañón. Cuando ve nuestro equipaje se lanza sobre este y lo agarra a machetazos. Apenas puedo ver su espalda robusta subir y bajar, mientras la hoja del machete, teñida de un color plateado oscuro bajo la luz de la luna, se entierra en el género y el plástico. El Pedro susurra algo y acerco mi oreja a su boca.

No, dice. No, no, no, no, no. No me quiero morir, conchetumare. No me quiero morir. No, no, no, no, no.

Tranquilo, digo, con dificultad. No nos vamos a morir. Tú lo dijiste, no nos va a pasar nada.

Estoy sudando helado. Por su voz y las pisadas, noto cómo el tipo va dándose vueltas por el sector, puteando, escupiendo y sorbiendo sus mocos.

No, no, no, no, no, no, no, no, no.

Cállate, por la chucha.

El tipo se aproxima y no se calla.

No, no, no, no, no, no, no, no, no.

Cállate, hueón.

Le coloco la mano en la boca y él muerde con fuerza. Grito sin hacer sonido. Me agacho un poco más, hasta que veo sólo una penumbra difusa. Con la mano libre le tapo la nariz al Pedro. Cuando estoy segura que el tipo está afuera del hueco, hago un esfuerzo terrible y logro controlar mi propia respiración. Sus bototos patean las piedras y la tierra rojiza. Agarra a machetazos las rocas y nos cae alguno que otro escombro. Ya no está enajenado, pero tampoco tiene la suficiente paciencia o interés para seguir buscándonos y se aleja. Escucho cómo se sube al camión gritando más puteadas, cierra las puertas, prende el motor y el vehículo se aleja en la quietud de la noche.

Se fue, digo. Se fue, se fue.

La destapo la nariz al Pedro. Nos quedamos un rato así, acurrucados, yo con una mano pulsando de dolor por la mordida y él intentando recuperar el aliento. Sin parar de temblar, salimos del hueco y vamos donde están los restos de nuestro equipaje, iluminados por el filtro submarino de la luz nocturna. No queda nada útil, sólo un par de bultos despedazados de lo que eran nuestras mochilas. El Pedro está llorando. Yo también quiero, pero cada vez que lo intento sólo puedo toser. Nos quedamos en el suelo helado, envueltos en un abrazo, haciéndonos cariño. No sé cuánto tiempo pasa hasta que escuchamos nuevamente el motor de un camión.

El Pedro espabila y se atraganta.

¿Laura? ¿Es él, es él…?

No, digo, llorando al fin. Él se fue. Tiene que haberse ido. Tiene que haberse ido.

Hace el gesto de ir a esconderse de nuevo, pero le ganan el frío y el cansancio y se derrumba a mi lado.


Miguel Ogalde Jiménez (Valparaíso, 1996). Escritor y traductor. Licenciado de Periodismo por la Universidad de Playa Ancha. Realizó su tesis sobre Truman Capote. Ha sido influenciado por Roberto Bolaño, Raymond Carver y Elfriede Jelinek (y unos cuantos más). Trabaja publicando cuentos y poemas de sus amigos en editoriales autogestionadas porteñas. En la actualidad viaja y trabaja por América Latina. Puedes revisar cuentos y traducciones de Ogalde Jiménez en los números 12, 15, 1921 de nuestra revista.

Respuesta

  1. Avatar de Sara – La Antorcha Magacín

    […] Latina. Puedes revisar cuentos y traducciones de Ogalde Jiménez en los números 12, 15, 19, 21 y 25 de nuestra […]

    Me gusta

Replica a Sara – La Antorcha Magacín Cancelar la respuesta