Mallarmé y los libros

Mallarmé confirmó que la tradición del “libro del mundo” aún seguía viva: él mismo hablaba de la “página rural” que preservaba entre palabras árboles, montañas y fuentes. Si en este caso hablaba del libro como instrumento espiritual, en una de sus notas póstumas afirmaba que el lector era el “operador” de ese instrumento, un operador que dará orden a infinitas notas insertas en hojas sueltas, desplegándolas y replegándolas. El libro que imaginaba entonces Mallarmé había perdido el formato tradicional para recuperar la forma de los libros seculares, con hojas de piedra, en rollos o simplemente como el prisma arquitectónico de Senaquerib, cuyas palabras se reflejan entre sí, salidas del silencio del barro.

Alejandro Salas


De las ideas que obsesionaron a los escritores del siglo XIX, las relacionadas con el arte alcanzaron la jerarquía de una discusión religiosa. Los procesos de la creación artística y sobre todo de su contraparte, la falta de inspiración, que Mallarmé llamó “el viejo monstruo de la Impotencia”; merecieron detalladas observaciones. Así como los profetas dedicaron una inagotable atención a la formulación de las parábolas y sus repercusiones en el mundo, los escritores decidieron ahondar en su ausencia. Es posible que nunca en la historia de la literatura se hayan llenado tantas cuartillas sobre la incapacidad creativa como en el siglo pasado e incluso un poeta de obra tan breve como Mallarmé se detuvo a especular sobre los poderes inagotables de un libro que terminó con las páginas en blanco. Bien conocidas son las listas que Baudelaire redactó de los libros que escribiría y que jamás inició. En el caso de Mallarmé la imposibilidad de concluir un proyecto inabarcable benefició su teoría del libro. Entre sus papeles inéditos, que él condenó al fuego, se encontraron aquellas “ínfimas notas, palabras aisladas y cifras indescifrables, inscritas en hojas sueltas”, según la descripción de Blanchot. Su editor, Scherer vio en esas hojas sueltas la esencia misma del Gran Libro, que carecía de un orden determinado, condenado a leyes de permutación.

Verlaine en su prólogo a los Poetas malditos anunciaba que Mallarmé trabajaba en un libro cuya profundidad asombraría. Un libro que no se cansó de anunciar en cartas y apuntes que se remontan a 1866, cuando ya soñaba que tendría cinco volúmenes; en 1871, decidió que tendría un volumen de cuentos, uno de poesía y uno de crítica. No se trataba de las obras completas que todo escritor anhela concluir en vida. En su breve autobiografía a Verlaine en 1885, Mallarmé se comparaba con los alquimistas que quemaban sus muebles y las vigas de sus techos para seguir alimentando el horno de la Gran Obra, pero esta de Mallarmé no consistía en trasmutar gastadas palabras, palabras que habían sufrido los mismos combates, derrotas y victorias que los hombres, como él mismo decía en Las palabras inglesas, sino en la alquimia interior que tan cuidadosamente registró su intensa atención al acto creativo más que a la creación misma. El Libro no era pues el proyecto de una publicación real sino de una publicación posible. Las teorías del El Libro de Mallarmé son una versión de la Teoría de la composición de Edgar Allan Poe, sólo que sin un poema que los ilustrara. Podría decirse que Mallarmé en sus notas, lenta y prodigiosamente, buscó reinventar el concepto del libro para que el mundo habitara en sus páginas. De esa manera el poeta no se perdería en la Poesía sino en el paraíso mismo de la escritura. En la carta a Verlaine afirmaba que un libro debía ser simplemente un libro “arquitectónico y premeditado, y no un conjunto de inspiraciones azarosas, aunque fueran maravillosas”, persuadido de que era sólo uno y que contendría la explicación órfica de la Tierra, “ya que el ritmo mismo del libro, entonces impersonal y vivo, hasta en su paginación, se yuxtapone a las ecuaciones de este sureño, u Oda”. No es casual que en las bellas ediciones manuscritas o en las ediciones príncipes, los escribas y editores diseñaran pórticos, balaustradas o nichos para acoger las palabras subrayando que el libro era una imagen de los laberintos del alma pero también su mausoleo. Si el escritor era capaz de crear una poética del espíritu, debería también elevar el libro a un proceso alquímico puro, que “ocurre completamente solo: hecho, siendo”. Es curioso que esta labor última haya sido reservada a un escritor de vida oscura en quien las excentricidades de la generación romántica habían desaparecido: ni la langosta de Nerval ni el pelo teñido de Baudelaire ni las perversiones de Swinburne. Un modesto maestro de liceo a quién le han sido encomendadas las visiones más exaltadas, condenado por la poesía a la vida contemplativa. La poesía instalaba un teatro dentro del mundo cuyo único sentido era terminar en un libro. Si los escritores se han arriesgado desde siempre a establecer una Imagen total del universo, la de Mallarmé era un libro de páginas en blanco.

Así, los descensos a la Nada, como escribía a Cazalis ya en 1866, no produjeron una literatura sino una teoría del libro como objeto, “la horrible visión de una obra pura” que casi le hizo perder la razón y el significado de las palabras más corrientes, como advertía a Coppée dos años después. ¿Es un poema la esencia de todos los poemas? ¿Es un libro una versión reducida de todos los libros? Estas preguntas deben de haber atormentado durante décadas a Mallarmé, que vio diariamente su fracaso para llenar las páginas en blanco del Gran Libro. Y sin embargo de esa experiencia del vacío nos legó un fragmento perfecto, Un coup de dés, que como autor esperaba, sí demostró la existencia de El Libro. Mallarmé publicó su célebre poema en la revista Cosmopolis en mayo de 1897. Antes de morir preparaba con Vollard una edición, que absorbió sus últimos días: llegó a escoger el papel y el tiro de la letra, de la familia Didot, pero la muerte lo alcanzó primero y la edición compuesta por Lahure no se concluyó. El libro en folio iba a ser ilustrado por Odilon Redon y para abril en 1898 ya se habían realizado algunos dibujos. Redon, ilustrador magistral de las pesadillas de Edgar Allan Poe, pensaba usar la piedra litográfica granulada y color amarillo pálido para no contrariar el efecto de la tipografía mallarmeana. Valéry registro que Mallarmé trataba de elevar una página al poder de un cielo estrellado. Tras su muerte, las pruebas se vendieron y fue recién en 1914 cuando BNRF publicó una edición del poema.

Mallarmé tuvo la fortuna de participar en la publicación de uno de los más bellos libros del siglo pasado: su célebre traducción de El cuervo de Edgar Allan Poe, ilustrada en 1875 con cuatro litografías de Manet en una edición de 240 ejemplares sobre papel de China, impresa por Lévy y editada por Lesclide. Los especialistas lo han llamado “libro de pintor”, y a pesar de que los grabados están fuera del texto la tipografía pierde toda importancia. Los “libros de artista” se volvieron objetos al punto que el pequeño ejemplar del Aprés-midi, que aparecen al año siguiente, con florones y viñetas de Manet, mereció una detenida descripción en A rebours de Huysmans. Para Des Esseintes la edición tenía el mismo efecto hipnótico de las palabras encantatorias y fragmentarias de Herodías.

Es posible que la edición de Vollard-Mallarmé de Un Coup de dés estuviera condenada al mismo destino de los bellos libros: ilegible, cerrada, atenta a su conciliación con el ilustrador. De allí que las anotaciones del poeta sobre la Gran Obra y El Libro adquieran tanta importancia: con él se adelanta la crisis del libro que llevará a la aparición del libro objeto. “El libro, expansión total de la letra, debe sacar de ella, directamente, una movilidad espaciosa, mediante correspondencias, instituir un juego, no se sabe, que confirme la ficción”, afirmaba en “El libro, instrumento espiritual” de 1895, donde concluía que “todo, en el mundo, existe para terminar en un libro”. Mallarmé estableció los preceptos de un libro que recuperara su lugar entre los accesorios del hombre y a la vez que dominara poéticamente la naturaleza, el Libro Absoluto con el que soñaron algunos románticos alemanes como Schlegel. Es interesante subrayar que uno de los ensayos de Mallarmé, “Crisis del verso” apareció en distintas versiones entre 1886 y 1896, constatando con ello que desde los años ochenta su autor trataba de conciliar una teoría del libro. Allí afirmaba que todos los libros “contienen la fusión de algunas contadas repeticiones”.

Atento a las simbologías mágicas, Mallarmé confirmó que la tradición del “libro del mundo” aún seguía viva: él mismo hablaba de la “página rural” que preservaba entre palabras árboles, montañas y fuentes. Si en este caso hablaba del libro como instrumento espiritual, en una de sus notas póstumas afirmaba que el lector era el “operador” de ese instrumento, un operador que dará orden a infinitas notas insertas en hojas sueltas, desplegándolas y replegándolas. El libro que imaginaba entonces Mallarmé había perdido el formato tradicional para recuperar la forma de los libros seculares, con hojas de piedra, en rollos o simplemente como el prisma arquitectónico de Senaquerib, cuyas palabras se reflejan entre sí, salidas del silencio del barro. En ellos los libros son “la obra pura” que implica “la desaparición elocutoria del poeta”, para ceder “la iniciativa a las palabras”. Un libro que sea todos los libros: ¿no es Igitur una versión invertida del Génesis, de donde toma su nombre, una obra que semeja en su enrevesada gramática las páginas iluminadas de un evangeliario? El autor mallarmeano era un simple scriptor, como lo llamaría Barthes, condenado a registrar los artificios del lenguaje así como los profetas registraban la palabra sagrada, de allí que afirmara en 1892 que cada letra del alfabeto corresponde una actitud del Misterio, y el Verso dispensador, ordenador del juego de páginas, es amo del libro (“Exposiciones”). En una de sus notas de 1895, describía la letra S como un jeroglífico, disolvente y diseminante, a la vez que se disculpaba por desnudar los viejos resortes sagrados.

En 1900 Vollard editó Parallélement de Verlaine con 108 litografías de Bonnard: las imágenes entre el texto y los márgenes retaban la bella itálica Garamond signando así el futuro inmediato de los bellos libros. El sueño de Mallarmé por un libro que permitiera que las palabras se alumbraran de reflejos recíprocos como un virtual regreso de fuegos sobre pedrerías, como si tal edición se hubiera concebido en la gruta de Pope, quedará relegada. El libro ilustrado era ámbito en el que la poesía sólo tomaba una posesión nominal pero en el libro de artista la literatura como tal quedaba apartada para dejar que el ilustrador asumiera finalmente su preponderancia. El Pense-Béte que Marcel Broodthaers publicó en 1964 con sus propios poemas, llegó al punto de clausurar sus páginas para volverse la imagen de un libro aprisionado en una bola de tierra. Los libros objeto, como los bautizó Georges Huguet en los años treinta, han sido desde entonces versiones del “libro puro”, instrumento de invocación del símbolo y en algunos casos del “demonio de la analogía”. No es casual que la Caja verde; según Duchamp, sustituiría en adelante los libros: dibujos rasgados sobre cualquier papel, notas arrancadas de libretas, comentarios a medio terminar, elementos que ayudarían a componer un libro que nunca escribiría.

En un tratado de mineralogía de 1648, Ulises Aldrovandi propuso clasificar los mármoles según sus virtudes figurativas: mármoles de asuntos religiosos, de corrientes de agua, de ondas espumosas, de bosques, de caras, de perros, de dragones. Las clasificaciones sobre los libros no son hoy menos arbitrarias: bellos libros, libros raros, libros de arte, libros objeto. ¿Cómo clasificar el coup de dés? Un año antes de publicarlo ya hablaba en “El misterio en las letras” que el blanco regresaba para autenticar el silencio. Se trataba del blanco de la página que en Mallarmé adquirió la jerarquía de un giro literario. Por primera vez en la literatura occidental el blanco producía la experiencia del vacío. Sólo la literatura secular oriental había tenido el privilegio de ese encuentro con el blanco papel. En Japón la superficie del papel no cumplía una condición meramente utilitaria sino que tenía cualidades evocadores en el lector: un papel hosho, el mismo que se usaba apra las paredes corredizas, en vez de reflejar la luz la absorbía dotando su superficie de la misma riqueza de las vetas de la madera. Por otra parte, el lector oriental consideraba al papel como parte integral de la poesía y en China éste era la representación del vacío. En la poesía la noción del vacío se introducía mediante la supresión de ciertas palabras particulares, llamadas precisamente palabras-vacíos, y mediante la introducción, dentro de un poema, de una forma original: el paralelismo. La noción misma de vacío introducía, pues, la discontinuidad en el despliegue temporal, reinventando la cualidad del espacio en el tiempo. En su prefacio del poema, Mallarmé afirmó que el papel intervendría cada vez que una imagen cesaba o volvía a aparecer en la confirmación de lo que él llamó las subdivisiones prismáticas de la Idea. Al detenerse uno en cualquiera de las magistrales páginas que conforman el vasto poema final de Mallarmé puede constatarse que las palabras, como se ha dicho tantas veces, flotan en un “horizonte unánime” y que casi emergen de él. Las palabras erigían en la página como templos misteriosos. El otro elemento que consideró detenidamente fue la tipografía. Revisando la relación entre poesía y tipografía es asombroso constatar la fuerza tradicional de la palabra impresa. Las primeras imprentas se jactaron con sus clientelas selectas de la variedad de tipos que poseían, usando en una sola página distintas familias y tamaños que daban fe de tal variedad. Aún se pueden descifrar los refinamientos tipográficos de aquellos editores como la costumbre de usar romanas mayúsculas al inicio de los versos que corrían en itálicas. Pero los poetas, a excepción de las variedades tipográficas usuales, dieron poca importancia a la tipografía. En América, tras las guerras de independencia, Simón Rodríguez realizó experimentos tipográficos en sus libros logrando que cada página tuviera la jerarquía de un afiche. Él se propuso que las ideas tuvieran la misma cualidad de las repúblicas nacientes y para ello se valió de la expresividad tipográfica en ediciones que él mismo imprimió desde 1828 para definir a las nuevas sociedades americanas. En el caso de Rimbaud la crítica se ha detenido a estudiar el uso que le dio a los signos de admiración y rayas que logran tener una presencia activa en su poesía, pero en el caso de Mallarmé las variedades tipográficas tienen una profundidad similar a la de algunas partituras musicales en las que se ha marcado la entrada de los instrumentos o el bajo continuo: sus elementos esenciales se reducen a los cambios de tamaño, su paso de redondas itálicas y de mayúsculas a minúsculas como si estos pasos fueran trazos de un pincel o compases musicales. Mallarmé, que revisó las pruebas de su poema colgándolas de la ventana, debe de haber considerado las implicaciones de estas variantes desde varios puntos de vista, el musical y visual o pictórico e incluso caligráfico. Una edición caligrafiada del poema podría demostrar que Mallarmé tenía en mente retomar la simultaneidad de los poemas orientales. Mallarmé eliminó el anverso y reverso de las páginas para permitir que los versos se leyeran a la vez de arriba abajo y de izquierda derecha. De esta manera el poema quedó establecido como un cuadro manierista con distintas escalas y puntos de referencia. En su prefacio señalaba que el blanco de la página había sufrido una dispersión y que esa puesta en escena espiritual permitiría que las imágenes se pudieran colocar en lugares variables. Esa “visión simultánea de la página” era en realidad un campo de aceleración. El poema es un método de lectura: la realidad que se disuelve excepto en la altitud; la oblicuidad que sigue tal declive; el Septentrión que es también Norte, son frases que aparecen como señales de tránsito en la blancura rígida del papel. ¿No se asemeja el Gran Libro a aquel pergamino infinito que Joseph Losey ideó para Don Giovanni leyera su interminable lista de amantes, un libro que se desplegaba por toda la arquitectura palladiana? Northrop Frye comentó con agudeza que si hubiera podido desplegar las cien láminas canónicas de la Jerusalén de Blake en su pequeña oficina, se evidenciaría el carácter permutatorio de esas hojas. Si pudiéramos desplegar Un coup de dés ante nuestros ojos, colonizaría de manera distinta la imaginación, lo que no es casual si se recuerda que actualmente los astrónomos han desechado las nominaciones clásicas de los asteroides o los cometas para privilegiar las ascesis de la nominación matemática. Valéry estudió el fenómeno y en “Las dos virtudes del libro” (Piéces sur l´art) así como habla de la visión neta que permite la lectura en un movimiento regular que prosigue de palabra en palabra, habla de la impresión total, de un bloque o sistema de bloques y estratos que orienta una segunda manera de ver no sucesiva sino simultánea, próxima a la arquitectura tipográfica (ya que comparaba al artista impresor con un arquitecto). Valéry deseaba un libro que permitiera el paso de la lectura a la contemplación y su contrario, de la contemplación a la lectura. Este es el libro mallarmeano.

En un paraje del Vathek de Beckford, que Mallarmé prologó, los caracteres trazados en una espada se trasmutaban incesantemente sobre el metal. Es posible que Borges recordara ese fragmento para imaginar un libro de arena cuyas páginas cambian apenas se hojean. El poema mallarmeano habría merecido un destino similar. Broodthaers diseñó para él una edición publicada en 1969 en Amberes que sólo mantenía la disposición formal del poema, reemplazando cada línea con un trazo de su misma extensión. Las palabras se volvían finalmente un sistema de las líneas rectas de distintos grosores y largos, similar a las codificaciones digitales del comercio. Y sin embargo, aquellas líneas se reflejan entre sí, se cosifican, cristalizadas en su silencio, y hacen desaparecer al autor, sueño final de Mallarmé. La lectura de su poema sigue siendo incómoda y es posible que el poema merezca una edición a manera de códice o en forma de rollo que a medida que se despliega incite la inclusión del tiempo. Así, “el insensato juego de escribir” se volverá obra de escribas que, como en el espejo dantesco, antes de pensar verá aparecer el pensamiento.

Transcripción de Charo Apezechea

Alejandro Salas (Caracas, 1960-2003). Poeta, ensayista, editor, dibujante, traductor. Estudió artes plásticas en la Escuela Cristóbal Rojas de Caracas. Publicó los libros: Coloquio bajo la sombra de un piano (1978), Señales del solsticio (1979), Tres (1981) y Erotia (1986), entre otros. El presente artículo pertenece al libro póstumo La gruta de Pope y otros ensayos. Caracas, Fundación Metrópolis, 2004 [Revisa en nuestra revista otros artículos de este autor en los números 1 y 3].

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