Sara

© Miguel Ogalde Jiménez.

Miguel Ogalde Jiménez

Esa noche la Sara llegó a mi casa a las cinco y media de la mañana, tocando el timbre y gritando mi nombre.

¡CARLA!

Ring. Ring. Ring.

¡¡CARLAAA!!

Ring. Ring. Ring. Ring. Ring. Ring.

¡¡¡CAAARLAAAAAA!!!

Ring. Ring. Ring. Ring. Ring. Ring. Ring. Ring. Ring.

Respiré hondo y fui hasta la entrada, escuchando cómo se levantaba mi pareja. Abrí la puerta y encontré a la Sara en el umbral, despeinada y con las pupilas dilatadas. Estaba muy flaca. Olía a ron y a sobaco.

¿Qué pasó?, gritó mi pareja, llegando a la puerta.

Tranquila, Maca, dije. Es la Sara, mi amiga.

¿Tu amiga…?

Entonces se fijó bien y soltó un suspiro de sorpresa.

Perdonen, dijo la Sara. Perdonen que llegue a esta hora, es que…

Abrió mucho los ojos.

Carla, necesito hablar contigo. Ahora.

Mi pareja hizo pasar a la Sara al living y me llevó a la cocina.

Mi amor, ¿qué está pasando? ¿Por qué llega esta hueona toda drogada dando jugo a esta hora? ¿Quién mierda se cree que es?

Relájate, dije. Voy a hablar con ella y pedirle que me explique.

¿Hablar con ella? Carla, échala cagando. Tenís que terminar esas entregas. Mañana yo entro temprano a la pega. Que se vaya a su casa. Sé que es tu amiga, pero…

Maca, dije. ¿No veís cómo está? Tengo que saber qué le pasó. Porfa, anda a acostarte.

Abrió la boca pero no dijo nada. Hizo un gesto de molestia y fue a la pieza. Volví donde la Sara.

Levántate, dije.

Fuimos a la cocina y tomamos asiento en la mesa.

¿Sara, qué mierda está pasando?

Ella respiraba entrecortadamente.

Oye, Sara.

Carla, dijo ella, hablando muy rápido. No sé por dónde empezar. Todo el camino para acá pensé que era una buena idea. Tengo que contarte esto, pero ahora que te veo no sé si debería. No sé si me vai a creer o…

Primero, inspira hondo, dije.

Tomé sus manos y respiramos juntas. Busqué moretones o señales de lucha. Pero no vi nada. Se calmó un poco.

Eso, dije. Ahora, Sara, da lo mismo si te creo o no. Llegaste hasta acá armando tremendo escándalo. Mínimo que me expliquís qué chucha te pasó.

Ella asintió y vi su ojo saltando con un tic nervioso.

Bueno, Carla, entonces te cuento, pero no me podís interrumpir.

Okey, no te interrumpo.

¡Júrame que no me vai a interrumpir!

Te lo juro, Sara.

Hizo una pausa. Temblaba desde que entró a la casa.

¿Te acordái que yo escribo?

Sí, dije. Claro que me acuerdo, pero, Sara…

¡Escúchame!, dijo ella y me callé. Seguí leyendo y escribiendo mucho, pero ya no me llamaban las historias de terror y me adentré en cosas más densas. Textos peligrosos, con instrucciones para usar fluidos corporales, podredumbre o tierra de cementerio. Ocupar pelos, fotos y objetos cargados para hacer daño o beneficiar. No me había atrevido a practicar nada de eso, pero lo usé de inspiración para escribir. Redacté cuentos de terror sobre gente metida en situaciones extrañas. Nada original o que valiera la pena. Pero fue por esos días que una amiga me convenció de hacer el ritual.

¿Un ritual?, dije.

Sí, dijo ella. No te voy a decir qué hicimos, pero entramos en contacto con una entidad. Fuimos estúpidas. Como niñas chicas jugando con fósforos y quemando una casa.

Un malestar recorría mi espalda, hombros y  brazos hasta la punta de los dedos. 

¿Y qué pasó?, dije.

Nada, dijo la Sara. Al menos en ese momento. La pieza entera estaba cargada a más no poder. Yo sentía que había algo allí. Pero no apareció el diablo ni un monstruo con tentáculos. Sólo hubo silencio.

Volvió a agitarse y la calmé de nuevo.

¿Entonces qué pasó, Sara?

Llegué bien a la casa. Mi pololo a veces se queda conmigo, pero esa noche andaba con su mejor amigo, tenían que hablar algo importante. Me acurruqué con mi gatita y pude dormir.

Respiraba rápido.

Sara, tranquila.

Soñé que estaba en una casa de piedra, grande y antigua. Conmigo estaba la Paula. Con ella hice el ritual.

La Sara miraba al techo.

El lugar era un montón de pasillos interminables y piezas vacías. Nuestras pisadas resonaban en todo el lugar. No había salida aparente. Logramos llegar al techo, que estaba rodeado con un muro y sólo podías ver el cielo nublado. Había alguien esperándonos.

Abrió mucho los ojos.

Era mi abuelo, Carla. Mi abuelo muerto. O al menos era algo disfrazado de mi abuelo. Tenía un ojo en la frente. Amarillo, viscoso, de reptil. No paraba de mirarme. Llevaba de una correa a un perro de tres cabezas. Un cancerbero que salivaba muy quieto.

Echó un largo suspiro.

La Paula ya no estaba a mi lado. Estaba sola frente a esa cosa con la forma de mi abuelo. Preguntó, ¿Qué quieres?

La Sara pasó las manos por su cara.

¿Qué quieres?, dijo de nuevo. Y dije: Escribir. La cosa hizo un gesto con la cabeza y bajó las escaleras hacia el interior de la casa. Pero no la seguí. Escalé el muro del techo, llegué al borde y vi lo que había al otro lado. Un gigantesco mar de niebla cuyo resplandor encandilaba. Debajo de esa niebla estaba el Reino de la Muerte y supe que si me lanzaba soñando no iba a volver.

Afuera se asomaban las primeras luces del alba. Escuché el canto de pájaros.

Escuché a mi amiga gritar, dijo la Sara. Me solté del muro y entré a la casa. Seguí los gritos y pude llegar al pie de una escalera. La Paula estaba en medio de los peldaños, llorando. Desde arriba caía agua a chorros y parecía querer tragarla. Fui hacia ella y la levanté mientras esa agua feroz nos azotaba. Caminamos sin rumbo por las estancias deshabitadas y al dar vuelta en una esquina me encontré de frente a la cosa con forma de mi abuelo y su perro infernal. Dijo, ¿Escribir, entonces? Yo miré a mi amiga, que estaba catatónica y al ojo amarillo de esa frente. Quise vomitar. Pero en vez de eso dije: Sí, quiero escribir. Y todo se desvaneció.

Se quedó unos segundos viendo un rincón de la cocina.

¿Eso teníai que contarme?, dije.

No, Carla, dijo. Después vino el otro sueño. Estaba en mi pieza, en la misma posición en que me dormí. Algo no andaba bien. Había alguien ahí, detrás de la pared. Escuché una voz hablando despacio y subiendo el tono hasta ser un rugido inhumano. Mi gata maullaba en algún lado. Las tablas de mi pieza vibraban con fuerza, quebrándose. Por fin pude moverme y al mirar al lado vi a mi gata con la cara arrancada a mordiscos. El pelo mojado de sangre, una pata torcida. Y esta vez sí desperté de verdad con el corazón latiendo fuerte y meada entera.

Se detuvo.

En la tarde mi pololo encontró a la gata despedazada a una cuadra de la casa.

Me tapé la boca con la mano. Ella lloraba.

Carla, eran las mismas heridas que vi en mi sueño. Unos perros la hicieron mierda.

Suspiró hondo.

La enterramos en una plaza. Yo no dormí nada. Escribí páginas y páginas. Algo había calzado. Lo escrito anteriormente no eran relatos sueltos sino historias conectadas. Una novela macabra que ya no podía dejar a medias.

La Sara sobó sus hombros.

Seguí escribiendo en trance toda la semana. No podía parar. Dos, tres, cuatro, diez, veinte, cincuenta páginas. Y volví a soñar, Carla. Soñé con la Paula en las escaleras donde caía agua. ¿Y adivina qué?

No dije nada.

Tuvo un accidente en la ducha, dijo la Sara. Se fracturó el cuello y quedó en coma. Yo estaba aterrada. Traté de explicarle todo a mi pareja y dijo que era una coincidencia, un sueño, nada más. ¿Cómo creís que me hizo sentir? Como una loca, obviamente. Como una loca de mierda. Lo único que pude hacer era seguir escribiendo para no pensar en la culpa.

Seguí sin decir nada y continuó.

Estuve semanas escribiendo. Durmiendo dos horas por noche. Jalando para seguir en pie. Y soñé con mi mamá. Ella sufría y lloraba enfrente a unas pantallas iluminadas. Yo la observaba pero no podía hacer nada al respecto. A los pocos días llamó para decir que andaba mal de salud. La hospitalizaron de urgencia y le diagnosticaron un cáncer fulminante. No tenía sentido, un cáncer así no sale de la nada. Se iba a morir. Tuvo que sacar un préstamo para la operación. Está recuperándose, pero cualquier impresión fuerte o descuido de salud y se muere.

La Sara se rió histérica.

Seguí escribiendo. La novela tomaba forma. Los personajes compartían escenas, mezclaban sus vidas. Una sombra, el personaje clave, iba resaltando sobre todos ellos. Consumiéndome, exigiendo traer a la vida lo que comencé. Terminaron por despedirme del trabajo. Sólo vivía para el texto.

Apretó los dientes.

Hace una semana soñé con mi pololo. Lo vi envuelto en metal y sangre y formas difusas. ¿Y qué creís que pasó, Carla?

De nuevo no dije nada.

Lo apuñalaron, dijo la Sara. Ganaba ingresos vendiendo drogas. Pitos, jale, eme, tripas. Lo hacía desde hace años y nunca había pasado nada. Pero esta vez tuvo una mala terciada en un callejón y unos bastardos culiaos se ensañaron con él. Le sacaron la chucha. Lo tajearon entero. No llegó ni al hospital, Carla. Muerto en la puta ambulancia.

Sentí un nudo en mi garganta.

Y terminé la novela, Carla. Todas las historias llevan a un solo hombre que ha orquestado una sinfonía de dolor para la gente que conoce. Lo mejor que he escrito, lo mejor que escribiré. Cuando salió la última palabra estaba sudada. Me dolía la cabeza. El cuerpo. El útero. Recién ahí lloré. Por mi gata, por mi amiga, por mi mamá, por mi pareja. Creí estar libre al fin. No más sueños ni esa presencia en la nuca o la necesidad enfermiza de escribir. Sólo quería recuperarme. Volver a dormir bien. Vivir el duelo por mis seres queridos.

Agarró mis manos con fuerza, haciéndome daño.

Pero anoche soñé contigo, Carla. Cuando creí que iba a poder descansar, me dormí y te vi en un auto. Sonriendo feliz. Yendo quién sabe dónde. El auto chocaba. Lo veía de lejos como un fantasma flotando por ahí. Tú te morías, quedábai completamente aplastada. Cuando desperté tuve que venir. Contarte todo y advertirte. No quiero que te pase nada. Todavía erís mi amiga. Créeme. ¡Por favor!

Me miraba directo a los ojos, aun sosteniendo mis manos y supe que había terminado. Me soltó. Fue a la ventana y estuvo un rato mirando la calle. El sol entibiaba la cocina pero yo tenía frío. Escuché a mi pareja levantarse.

Por favor ándate, dije.

Hubo una pausa. Respiró temblando y sonrió. Se fue sin decir nada más y no se ha vuelto a contactar.


Miguel Ogalde Jiménez (Valparaíso, 1996). Escritor y traductor. Licenciado de Periodismo por la Universidad de Playa Ancha. Realizó su tesis sobre Truman Capote. Ha sido influenciado por Roberto Bolaño, Raymond Carver y Elfriede Jelinek (y unos cuantos más). Trabaja publicando cuentos y poemas de sus amigos en editoriales autogestionadas porteñas. En la actualidad viaja y trabaja por América Latina. Puedes revisar cuentos y traducciones de Ogalde Jiménez en los números 12, 15, 1921 y 25 de nuestra revista. 

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