
Miguel Ogalde Jiménez
Escribo esto porque sé lo que pasó y ahora él está muerto. Los infectados gritaban palabras incoherentes y la gente corría despavorida. Tanto era el revuelo que la micro casi choca tres veces. Llegué al hospital y lo estaban evacuando. Nadie intentó detenerme. Ignorando las ruinas del ascensor, subí las escaleras, crucé el pasillo, entré a la habitación y vi al Marcelo, tendido en la cama con los ojos muy abiertos. Llegaron, ¿cierto?, dijo casi en un susurro. Esto es mi culpa.
Al Marcelo lo conocí cuando llegó a mi trabajo. Los bodegueros de la tienda éramos tipos sencillos, sin aspiraciones de trascendencia. Él se había titulado de ingeniero informático y este era su primer trabajo lejos de un computador. Los chiquillos no entendían por qué no prestaba servicios en una empresa en vez de estar ahí con nosotros, pobres diablos, quienes éramos felices con fumar pitos en los baños, robarnos minucias y darle besitos a alguna de las cajeras en la esquina de la bodega donde no podía vernos la cámara.
Los demás siempre intentaban hacerlo enojar diciendo comentarios hirientes, pero su brutal indiferencia era su mayor arma. No tenía esas máscaras que se pone la gente para simular frialdad ante una observación punzante. Le daban lo mismo las palabras ácidas, las miradas burlonas. Tenía una vida simple. Trabajó durante años en una empresa informática sin salir de la casa de su abuela. Ganaba mucho y no sabía qué hacer con la plata. Según él, de puro aburrimiento terminó en la bodega con nosotros.
Pero no le creí. El Marcelo que fui conociendo no respondía ante una crisis existencialista, sino a un hambre mental angustiante y destructivo. Era un tipo nervioso y con eternas ojeras, siempre en estado de alerta. Hablaba de otros planos de realidad, dimensiones paralelas y formas de contactar esencias o entidades de esos lugares. No te metas con muertos, dije y él respondió que no eran muertos, sino seres o conceptos metidos entre las láminas de la realidad, el hueco secreto de las cosas.
Un día me harté y le dije que si no me contaba la verdadera razón de su salida de la empresa le iba a romper la cara. El Marcelo enrojeció y luego de un momento dijo que era por algo que soñó. ¿Un sueño?, dije. Sí, gracias a ese sueño se me ocurrió un proyecto y necesitaba paz. ¿Y en qué estái trabajando?, dije. En una novela. Me reí. ¿Renunciaste a una empresa millonaria para escribir un libro? Sí, dijo. Me gustaría que la leyeras. Lo miré. Sí claro, dije, he leído un par de los libros que me has prestado, pero nunca algo tuyo. Él sonrió y me dejó solo.
Esa misma tarde fui a la casa de su abuela. Pasé al sótano. La luz era amarillenta y en el lugar hacía un calor pegajoso. Apenas llegué, el Marcelo, muy agitado, me pasó un grueso fajo de hojas. El título era Desórdenes. Seiscientas páginas en letra pequeña. Ese objeto inanimado palpitó al tocar mis dedos. El trayecto a mi casa fue cuidadoso, como si en vez de una fotocopia llevase dinamita. Me dormí apenas llegué. En la mañana me dijeron que el Marcelo se había roto la pierna y estaba en el hospital. En vez de ir a visitarlo, leí su libro maldito en tres días.
La primera parte era una narración en primera persona de la vida cotidiana del Marcelo. La prosa era cuidada y exacta, pero cercana. Me recorrió un escalofrío cuando habla de mí como un sujeto reservado y frío. Cuenta un par de escenas de su rutina diaria, la cual es interrumpida por un sueño espantoso. Este le recuerda a otro sueño espantoso que tuvo, donde unas presencias ominosas lo abarcaban todo. Es el sueño por el cual fue meado en mitad de la noche a decirle a su abuela que iba a renunciar a la empresa informática.
Pero este segundo sueño es distinto. Aún confuso y críptico, puede dilucidar gigantescas formas ovaladas contra un explosivo cielo naranja y escucha el aullido del viento. Gente grita y sufre y muere. Ahora recuerda por qué se metió a trabajar con nosotros como bodeguero en primer lugar, no para probarse como persona, ni desarrollar habilidades sociales, ni cultivar humildad. Está allí porque ese primer sueño, la pesadilla inicial, se quedó dentro suyo como una bacteria corrosiva y debe sacarla de su cuerpo y alma lo antes posible.
Pronto le da insomnio. Se da cuenta de que no son imágenes al azar, tienen un significado tremendo. Cree poder escribir una novela lo suficientemente poderosa para encapsular la inmensidad vislumbrada. Tal vez así pueda encontrar alivio. Esto no es un delirio de fértil creatividad, sino realidad al hueso. Por desquiciado que parezca, el sueño horripilante es una posibilidad palpable y no una salvajada de su imaginación. Duda un par de días, pero ya es tarde, la necesidad se ha apoderado de él y comienza a escribir la novela.
El texto cambia de manera abrupta y en su segunda parte describe en tercera persona cómo se desata una plaga devastadora a nivel mundial. Sin razón aparente, una gran cantidad de gente se vuelve loca y empiezan a gritar palabras al azar, a la vez que se sacuden como si bailaran. Roca, fuego, ganso, nube, tubo, un vendaval de semántica inconexa. No hay relación entre las personas o algún patrón en el cantar delirante. Si alguien aún cuerdo escucha los gritos durante un tiempo determinado, su mente colapsa y se une a la horda.
La mitad de la población se infecta rápidamente y deambula predicando su mantra enloquecedor, sin atacar a los sanos, pero multiplicándose al ritmo de la implacable frecuencia. La tierra se vuelve una torre de babel macabra habitada por legiones danzantes. Hay incendios, miseria, niños muertos, sectas del fin del mundo y vejaciones a los derechos humanos. Arriba en el cielo, las sombras vigilan como tótems descomunales, salvaguardando la confusión de las ciudades arrasadas.
En la tercera parte volvemos al Marcelo en primera persona, escribiendo la novela con una angustia desaforada. Le cuenta a su abuela lo que está haciendo y ella le aconseja que no siga, esas pesadillas parecen advertencias de algo demoníaco. No, abuela, dice, necesito sacármelo de la cabeza, de las entrañas. Por favor, Marcelito, dice ella. Eres muy sensible, captas cosas que no te corresponden, cuando abres portales no sabes lo que hay al otro lado. Él, contrario a su mansa personalidad, le grita que se meta en sus asuntos.
Mueve cajas en la bodega de día y redacta en la noche. No puede parar, escribe seis, siete horas diarias. Sus pesadillas se intensifican. Entre más sueña más escribe. Le llegan cada vez más ideas y situaciones de gente sobreviviendo un infierno de palabras furiosas y movimientos espasmódicos. Apenas duerme, a veces se olvida de comer.
Con sus sueños atestados de gritos y enormes sombras flotantes, el Marcelo está al borde de un ataque de nervios, pero insiste en actuar normal, sin faltar al trabajo. Entregado a la escritura frenética, termina el primer borrador de la novela. En dos semanas la corrige e imprime. Echa una última leída y la deja en su escritorio, mirándola cada noche con miedo, porque el montón de hojas forma una boca dentada y amenazante, esperando el momento adecuado para rugir y desencadenar su poder.
Necesita compartir el texto, alguien más debe adentrarse en la vorágine. Entonces se acuerda de mí, su amigo sin aspiraciones que lo respeta suficiente para leer algo suyo. Temblé al leer la escena en que me pide leer el libro. Luego esa tarde voy a su sótano y me pasa la novela. Leí cómo leo el título Desórdenes, y respiré agitado al leer cómo el Marcelo cambia la perspectiva a mí en primera persona, contando con exactitud mi ansiedad al agarrar el denso tomo, esperando su mordisco.
Seguí leyendo cómo me entero que el Marcelo se rompe la pierna y va al hospital. Leí compulsivamente cómo leo la novela compulsivamente y sentí náuseas a la vez que leo cómo me dan náuseas. Leí cómo leo mis propios pensamientos en la página a la vez que se me ocurren. Enredado en esa tormenta de palabras, logré llegar a la última página. Aún desde mi perspectiva, la plaga finalmente se libera y voy apresurado al hospital donde está el Marcelo. Al llegar, demando explicaciones y el libro termina con un final ambiguo.
No pude dormir. Las imágenes bombardeaban mi cabeza. Escuchaba cada ruido nocturno con un sobresalto. Amanecía y yo aún estaba despierto. Se oyeron las primeras sirenas y supe que había empezado. Prendí la tele. La plaga estaba siendo transmitida en cadena nacional. Hijo de puta, pensé. Hijo de puta. Lo hiciste. No, no, no, no, no. Lo sabía, lo sabía. Me dieron arcadas. Salí corriendo de mi barrio lo más rápido que pude y respiré agitado al escuchar gritos por doquier. ¡Casa! ¡Tomate! ¡Polo! ¡Gota! ¡Oro! ¡Pasta! ¡Bigote! ¡Chispa! ¡Cara! ¡Hormiga!
En las calles aún no entendían bien lo que sucedía, pero había cada vez más gente atrapada en aquel conjuro desquiciado. La micro casi choca tres veces. Vi a lo lejos formas ovaladas apareciendo poco a poco encima de los edificios del centro. Llegué al hospital y lo estaban evacuando. Me sentí como el mísero títere de un juego enfermo. Tal y como había leído en la novela, ignoré las ruinas del ascensor, subí las escaleras, crucé el pasillo y entré a la pieza, quedando frente a su cama. Se veía tan inofensivo, en ese lecho esterilizado, con un yeso en la pierna.
Llegaron, ¿cierto?, dijo casi en un susurro. Esto es mi culpa. Marcelo, dije exaltado. ¿Qué mierda está pasando? Él se tapó la cara con las manos. Fui a su lado y comencé a zarandearlo. Marcelo. Dime qué está pasando. ¿Cómo podías saber? ¿Cómo mierda podías saber? ¡Marcelo, contéstame! Lo siento, dijo con voz temblorosa. Lo siento, no sé qué más decir. ¿Cómo no vas a saber qué decir?, chillé. ¡Es tu puta novela, tú sabes todo! ¡Lo quiero escuchar de tu boca! Sólo puedo decir que lo siento, dijo.
Me invadió una rabia asesina. Le di un golpe a la pared, me crujió un nudillo y grité. Pasó un momento. Te tengo que sacar de acá, dije. Te hiciste daño… No importa, ven, agárrate de mi cuello. Se subió a mi espalda y no se quejó de la pierna, su dolor ya no era terrenal. Miré por la ventana. Las siluetas flotando arriba de los edificios ya se habían definido. Supe que estaban vivas porque esas cápsulas uniformes que se deslizaban a cuarenta metros del suelo tenían placas y apéndices orgánicos que se movían agitados y aún a esa distancia pude distinguir ojos.
Oye, dijo, sacándome de mi letargo. ¿Qué pasa? Acaba de hacerme sentido, dijo. Ya entendí… Los gritos inundaban todo. ¿Qué?, dije. ¿Qué entendiste? Esto no es una infección, dijo él. Tampoco nos están invadiendo. Atacan la mente, por eso las palabras. Pronto toda esa gente va a cambiar. ¿Cómo así?, dije alarmado. Somos incubadoras, dijo él. Se están reproduciendo. Me hundí en una oleada de horror. Observé unos segundos más a las criaturas que se movían sin prisa encima de la ciudad como inmensos globos aerostáticos y salí corriendo del hospital con el peso del Marcelo rebotando en mi espalda. Afuera, el sol ya estaba alto en el cielo.
Miguel Ogalde Jiménez (Valparaíso, 1996). Escritor y traductor. Licenciado de Periodismo por la Universidad de Playa Ancha. Realizó su tesis sobre Truman Capote. Ha sido influenciado por Roberto Bolaño, Raymond Carver y Elfriede Jelinek (y unos cuantos más). Trabaja publicando cuentos y poemas de sus amigos en editoriales autogestionadas porteñas. En la actualidad viaja y trabaja por América Latina. Puedes revisar cuentos y traducciones de Ogalde Jiménez en los números 12, 15, 19 y 21 de nuestra revista.

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