Es menesteroso y perentorio el regreso, salta rápidamente la imagen del joven Rimbaud: “Progresamos, ¿por qué no retroceder?”. Porque Lautaro ya no es el Lautaro de la infancia, porque Jorge Teillier, quien perfectamente podría encarnar al hablante lírico, sabe que el Golpe de Estado ha causado el exilio por partida doble: su familia ha huido del país y su lar se ha apagado. Frente a este tono elegíaco, emerge la figura de Montané, brioso y entusiasta, joven a pesar de los años, soñador e intenso, dispuesto a recuperar los días perdidos.
Juan Pablo Navia Correa

La literatura y el boxeo son campos que se han visto relacionados, de alguna u otra forma, a lo largo de la historia. Rápidamente y por nombrar casos mentados podemos pensar en Julio Cortázar y su práctica analogía entre estilos literarios, cuando afirmaba que: “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. Además, publicó textos como “La noche de Mantequilla”, relató veladas, escribió crónicas pugilísticas y hasta se calzó los guantes.
Cristina Peri Rossi nos deleitaba con un verso para el bronce, al enunciar que “En el amor y en el boxeo todo es cuestión de distancia”.
Jack London a muchos nos hizo llorar con su dramática narración: “Por un bistec”, donde el protagonista es un viejo púgil que no tiene ni para el almuerzo, viéndose obligado a subir al ensogado por la gloria postrimera, que no llegaría.
En nuestro país tenemos a Jorge Teillier, al poeta capaz de repetir de memoria alineaciones de equipos históricos y también un apasionado seguidor del deporte de los guantes.
Quiero pensar en Jorge Teillier como Roberto Durán. Sé, de antemano, que la comparación puede ser resistida, las comparaciones suelen ser odiosas. Sobre todo, si consideramos que el autor nacional destacó por una versatilidad asombrosa a lo largo de su carrera escritural, adoptando diferentes registros y temáticas, a pesar de tener siempre a mano sus cartas bajo la manga.
La raíz de este parangón obedece a motivos políticos y a la necesidad de establecer otra comparación. Sí, estoy abusando. Pero al leer el poema “La guerra ha terminado”, publicado en 1977 por Bruno Montané, no pude evitar iluminarme con esta poesía de largo aliento, plagada de imágenes hermosas, llena de inocencia, irreverencia y, sobre todo, utopía, pues la guerra está lejos de terminar. Pero Montané es capaz de visualizar cómo sería el día en que cese el fuego, en que los malos se arrodillen, en que salgamos a cumplir nuestros sueños añejos, en que podamos perder el tiempo sin cuidado, en que podamos ser niños nuevamente.
“La guerra ha terminado” me hace pensar en el gran rival de Roberto “Mano de Piedra” Durán, el carismático Sugar Ray Leonard, quien era todo lo opuesto al deportista panameño. Leonard dominó el cuadrilátero regalando fintas, garbo y un juego de pies indescifrable, que hacía parecer un simple palurdo al más avezado contrincante. Los boxeadores se enfrentaron en dos oportunidades, llevándose una victoria cada uno, aunque también una verdadera humillación para el centroamericano con la inolvidable pelea conocida como “No más”, batalla en la que Leonard mató a sus demonios internos y se tomó una revancha sabrosa, dejando en ridículo a Durán, quien desde la impotencia abandonaría la brega.
Lejos de confrontar a Teillier con Montané, quisiera poner en diálogo sus poéticas y cómo estas se vieron afectadas por la Dictadura, justamente, a partir de los textos “La guerra ha terminado”(Montané) y “Cuando todos se vayan” y “Antes del desorden”(Teillier).
Me animaría a decir que el poeta de Lautaro, cual viejo lobo marino, olfateaba la llegada del terror con su poema “Cuando todos se vayan”, pero la sensación de pánico y abatimiento se intensificaba derechamente en los versos de “Antes del desorden”. En ambos ejemplares podemos visualizar a un hablante lírico solitario:
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza
(“Cuando todos se vayan”, El árbol de la memoria, 1961)
Yo caminaba por la Avenida Macul. ¿Qué edad tenía?
¿Veintidós, veintitrés años?
(“Antes del desorden”, El molino y la higuera, 1993)
La soledad no debiese ser un factor negativo, menos aún si los mismos artistas la añoran para dar pábulo a sus creaciones, sin embargo, en esta ocasión no parece una buena compañía para nuestro hablante. Mientras que en “Cuando todos se vayan”el desarrollo del poema nos llevará a un ensimismamiento, anexado de imágenes pretéritas y una nostalgia doliente:
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
En “Antes del desorden”se desplegará la añoranza de un amor truncado, una herida que todavía resopla en la consciencia del hablante lírico:
Yo no buscaba ningún recuerdo
Pero vi brillar ante mí los soles de tu ausencia
Y más aún, recrudece con el desarrollo:
Un amor que yo aún desconocía se me reveló en una pequeña
nube rojiza
Aunque sólo me esperaba el silencio de la pensión donde
debía regresar
Acompañado por una lámpara que yo creía era el faro de todos
los encuentros
Y un espejo que reflejaba sólo moradas irreales
Y un futuro donde ella me esperaba junto a una muchacha
nacida junto a dos peces divergentes.
Hay una evidente caída en la intensidad emocional de Jorge Teillier. Nos enfrentamos ante un sujeto abatido, preso de sus memorias, del dolor de marchar de su pueblo natal y la (im)posibilidad de regresar a este, encontrándose con el deterioro e implacable paso del tiempo, como acusa en “Cuando todos se vayan”:
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
Es menesteroso y perentorio el regreso, salta rápidamente la imagen del joven Rimbaud: “Progresamos, ¿por qué no retroceder?”. Porque Lautaro ya no es el Lautaro de la infancia, porque Jorge Teillier, quien perfectamente podría encarnar al hablante lírico, sabe que el Golpe de Estado ha causado el exilio por partida doble: su familia ha huido del país y su lar se ha apagado.
Frente a este tono elegíaco, emerge la figura de Montané, brioso y entusiasta, joven a pesar de los años, soñador e intenso, dispuesto a recuperar los días perdidos:
“Las enfermedades se curarán con licores
que nos volverán loca la columna vertedero de nuestros caminos
que nos volverán locas las pupilas piedras rodantes”
“Tus últimos problemas serán las muecas ante el espejo -problemas de identificación contigo mismo
después de avizorar los sueños de las colectividades”
“Nuestras visiones serán comprendidas o no
pero serán otras las vivencias las que nos dejen perplejos
y nos obliguen a otras luchas”
“Quizás seremos demasiado oscuros
pero no nos importará y nadie nos va a pedir explicaciones
por nuestros gestos grandiosos
por nuestros movimientos de células”
“Leeremos poemas en voz alta”
“De todas formas se nos habrá olvidado cómo se decía que
No pero tendremos vivas infinitas maneras
de contradecirnos frente a nuestras certezas”
Desde la presencia de un sujeto colectivo, la resistencia o, en estricto y quimérico lugar, la victoria se hace mucho más dulce y agradable, todo parece ser un motivo para celebrar la vida, para recobrar la esperanza y desprendernos de pesos atávicos e innecesarios.
Montané vislumbra el paso de la Dictadura como si fuera el Caleuche, ese mítico barco fantasma. Es capaz de soñar con un futuro idealista, donde el miedo se transforma en osadía y desfachatez. Montané es ese Sugar Ray Leonard haciendo sus bailes, estilista y audaz, un showman espectacular y poseedor de una técnica exquisita.
Teillier no disfruta de esta salud, el Golpe lo ha conectado como un gancho al hígado y su pluma lo expone. Se tambalea por el ring, va trastabillando por las cuerdas, pero, aunque todo parezca irremediablemente perdido, vuelve a encenderse su mirada:
“¿Se sintió acosado? ¿Poco o mucho? ¿Sintió deseos de abandonar?”, le preguntó Hernán Ortega Parada en una entrevista al poeta lárico, quien respondió con solvencia y seguridad:
“–No. Soy boxeador lento y llego al último round siempre.”
Y es que, como Roberto Durán, como buen fajador, Teillier pudo haber recibido y evidenciado los embates de una vida compleja, pudo querer quedarse más de un minuto en la esquina, buscando ese segundo aliento que, a la postre sería el título alternativo de su obra Para un pueblo fantasma; tal vez, el alcohol lo derrotó deliberadamente, no obstante, siempre salió a dar pelea, “poner la cara al viento», y vaya de qué forma, despidiéndose con versos póstumos que hasta el día de hoy siguen siendo un derechazo al mentón:
Si alguna vez
mi voz deja de escucharse
piensen que el bosque habla por mí
con su lenguaje de raíces.
Juan Pablo Navia Correa (La Serena, 1984). Licenciado en Literatura y Educación con mención en Lengua Castellana. Magíster en Literatura Comparada, Universidad Adolfo Ibáñez. Dedicado al estudio de la obra teillieriana y su diálogo con diferentes poéticas. Ha impartido distintos talleres literarios en su comunidad, buscando realizar rescates de autores nacionales y dar a conocer su repertorio. Participó como invitado en el lanzamiento del libro Jorge Teillier, los paisajes del poeta (2021) de Luis Andrés Figueroa. Publicó los poemarios Híbrido (2015), Retazos de nostalgia (2019) y Nuevas vías de extravío (2023). Los poemas incluidos en esta muestra son inéditos y pertenecen a un libro en proceso de creación. Lee otros artículos de Navia Correa en nuestra revista n° 6, 12 y 20.

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