Un viaje a la selva peruana

© Chano Libos, 2023.

De pronto una estrella fugaz muy luminosa brilló y se extinguió en el cielo a mi izquierda. A continuación comencé a percibir unos haces de luz que aparecían deslumbrantes, volaban como girando sobre sí mismos, destellando un momento antes de desaparecer en el aire, entre los árboles, a mi alrededor. No sentí miedo. Me daban la sensación de niños jugando, de animales disfrutando su movimiento, como delfines zambulléndose, o cachorros jugando, o pájaros persiguiéndose entre cantos y piruetas. Cuando le comenté más tarde a Lucho mi impresión de que eran espíritus, me confirmó que sí. Son espíritus de la selva que la ayahuasca me permitió ver, y que me acogieron.

Chano Libos

Soy un conmovido bloque de piedra andina regresando al horroroso Chile,

más surco, más agua, más remo para mis aguas, más cultivada mi tierra cotidiana.

Porque salí, un día, al Perú.

Llegué dos o tres minutos después de las nueve. Ya estaban estudiantes, docentes y funcionarios sentados en dos filas flanqueando el pasillo. Llevaban poleras como de equipo de fútbol con el logo de la Escuela de Bellas Artes Víctor Morey Peña de Iquitos. La directora pidió que bajaran el volumen de la música de las luces navideñas, y dio el discurso de fin de año: felicitaciones, felicidades, feliz navidad y próspero año nuevo. Un diploma para el artista venido desde Chile a compartir su trabajo con nosotros.

El día anterior yo había ofrecido una conferencia sobre mi trabajo artístico y editorial a estudiantes y docentes. El Fondart me financió un viaje para ofrecer conferencias en Arequipa, Lima e Iquitos. Se escuchaban villancicos versionados al estilo cumbia amazónica. Nos ofrecieron un gran vaso con chocolate caliente y panetón, el pan de pascua peruano, untado con algo como margarina. Conseguí internet con la secretaria para comunicarme con un ex-guerrillero, escritor e investigador.

–Tienes que decirle al motocarrista que te traiga a Nuevo Versalles, esquina de Av. Central y La Madrina, verás la única casa de dos pisos y de madera.

Así que me subí a uno de esos vehículos que se precipitan en enjambres ensordecedores desde cada esquina de Iquitos, afirmando bien mi carpeta con grabados y afiches. Atravesé calles llenas de sol y de gente hasta que llegué: la casa era inconfundible entre los ladrillos anaranjados usados para construir los suburbios en todo el Perú. Al entrar me recibieron dos niñas de rostro moreno, y cuadros, poemas, máscaras, arcos, remos y otros utensilios indígenas colgando de los muros.

–Suba.

El segundo piso era sombrío y fresco: más cuadros, retratos del Ché, de Neruda, libros, muchos libros.

–Yo estuve preso en los ochenta. La guerrilla no tuvo tanto arrastre aquí como en otras regiones del Perú. El tiempo de la lucha armada ya pasó. Ahora es muy difícil. Nos queda escribir, pintar, mostrar que la lucha de clases no ha terminado. Rescatar las tradiciones populares con conciencia de clase.

Me mostró un video del carnaval de Iquitos, en Belén. Bailes desenfrenados en medio del barro, en la ribera del río Itaya. Durante la pandemia el jolgorio salvaje no fue interrumpido. La policía nunca pudo entrar a los pantanos orgiásticos del barrio más bravo de la ciudad. Máscaras, disfraces, banderas rojas. En medio de la multitud festiva, los seres sobrenaturales de la selva que el catolicismo consideró demonios, como el chullachaqui, especie de duende protector del bosque, narigón y con un pie animalesco, que puede adoptar la apariencia de cualquier criatura; tiene una chacra increíblemente fértil. Y el yacuruna, hombre del agua, que se lleva a las personas a sus ciudades bajo el río y ya no quieren volver al mundo humano. Si vuelven, enloquecen al dejar ese mundo “de orgasmo permanente”.

El mercado de Belén es un lugar alucinante. Alrededor de una casona que alberga puestos de carnes, verduras y licores afrodisíacos se despliegan cuadras y cuadras del comercio más insólito que he visto jamás. Una calle ofrece un sinfín de verduras y frutas extrañas; en otra hay una análoga variedad de pescados, grandes, chicos, atigrados, de colores intensos, con bigotes largos… Pavos, pollos, chanchos. También caimanes, tortugas y huevos de tortuga, vendidos en poca cantidad. Las tribus de la selva han sido desde siempre cazadoras, y tienen un código ético en cuánto a la cantidad de animales que pueden cazar. En otra calle vendían el mapacho, a granel y en cigarros. Este tabaco es fuerte, y por allá lo fuman mucho: para entrar en la selva, pues protege de insectos y espíritus, durante las ceremonias como purificador y protector, o simplemente por el placer de fumar. Había una calle de la brujería donde vendían sahumerios, copal, palo santo, agua de Florida, ayahuasca, San Pedro, Rapé, Kambó y mil brebajes y hierbas y polvos para sanar, enamorar, recuperar el vigor sexual o enloquecer. Mesones en mitad de la calle ofrecían todo tipo de comidas por poco dinero, refrescos deliciosos, de frutas, jugo de caña o de coco.

Comprando mapachos me encontré a un músico brasilero que vivía en Escocia tocando cumbia y blues. Lo conocí en un concierto de “los Motilones de Moyobamba”, en Lima. Me contó que ese mismo día habían tocado “los Wemblers de Iquitos” en un parque por el que yo pasé un rato a mirar pájaros en una lagunita. Y que tocaban en Iquitos el día que yo me embarcaría por el Amazonas hacia la selva. Mi destino no era ver a los Wemblers en este viaje.

Durante todo el viaje pude conocer la generosidad afectuosa del pueblo peruano. Un pintor visionario que trabaja en la escuela de bellas artes me prestó su casa en Santo Tomás, en las afueras de Iquitos. Me subí a una linda micro toda de madera por dentro, con unas ventanitas que se guardan bajo unas tapas de madera. Están casi siempre guardadas y sólo las suben cuando llueve. La micro me dejó al final del recorrido. Ya era de noche, y la calle que me llevaba a mi destino era un pantano. Mis alpargatas se sumergían en los charcos lodosos, mientras escuchaba el zumbido de mil insectos que irradiaba desde las hierbas y arbustos al costado del camino, cantos de grillos y de aves, croar de ranas estereofónicos, graznidos, chillidos chirriantes y ululares misteriosos. Me abrió la puerta una mujer quichua. La casa es muy acogedora, había mosquiteros por todos lados. Me dormí rodeado por el aliento musicante de la selva.

Al día siguiente conocí a la suegra del pintor. Vivía al frente y su casa era un jardín de las delicias amazónico. Tenía una lagunita habitada por pececillos, tortugas y ranas, rodeada por un vivero surrealista. Mangos, caimitos, aguajes y un sinfín de frutas que alucinaban el gusto y el olfato. Yo tenía una guía en ese mundo de colores, sabores, olores y sonidos. Se llamaba Claudia, tenía ocho años y sangre Matsé en las venas. Me decía los nombres de tortugas, perros y gatos, me daba frutas y se maravillaba conmigo del color violeta casi fucsia de las libélulas que se perseguían como locas, se apareaban y se lanzaban rítmicamente sobre el agua.

Su padre, que trabajaba allí, me mostró las lanzas de madera de pijuayo con que sus antepasados cazaban o se defendían de los otorongos, los jaguares enormes de la selva profunda. Claro que las que me mostraba eran pequeñas, y las vendía a los turistas, aunque no por eso eran menos hermosas, al igual que los tubos con los que se soplaban unos a otros el rapé –Nënë, en Matsé–. También me mostró unas especies de paletas de madera donde juntaban el Acate –como ellos llamaban al Kambó– y las varillas con las que queman la piel para introducir la secreción de la rana-medicina. 

*          *

Estoy en plena selva, lejos de cualquier ruido que no provenga de la naturaleza. Escucho cantos fantásticos de hermosos pájaros, como ese negro que al volar despliega franjas amarillas y ahora picotea las ramitas de un árbol.

El campamento que me acoge está a 15 minutos de Tamshiyacu, ciudad a orillas del río Amazonas, a una hora en lancha desde Iquitos. Nos recibió un hombre joven que ahora está raspando la corteza de un árbol para preparar una medicina. Es Luis Panduro, el único hijo que eligió seguir los pasos de su padre, un chamán muy famoso y respetado. Es un hombre sencillo y muy amable, que tiene un gran conocimiento acerca de las plantas. Acá hay cientos, quizás miles de plantas y árboles medicinales, que sanan distintas enfermedades y dolencias, trabajando a nivel físico y espiritual.

«El campamento de Luis Panduro», ilustración © Chano Libos, 2023.

En la ribera del río Itaya se encuentra el puerto de Ganzo Azul, donde me reuní con Rubén, un amigo de Luis, encargado de llevar al campamento a un iraní. Al final de las escaleras de un pasaje llegas a un pasillo embarandado paralelamente sobre el puerto, desde el que se veían lanchitas, lanchas y barcos grandes en un mar de basura. Había negocios y un bar que escuchaba al cacique de Menkoremón y otras cumbias amazónicas. Salimos del puerto en una lancha que a poco andar desembocó en el Amazonas; sentí que me saludaba a través de un delfín que se zambullía cerca de la lancha. Rubén, un joven risueño y dicharachero, nos contaba que con el calentamiento global el número de delfines amazónicos ha disminuido mucho.

Es impresionante la visión del río-mar en toda su extensión, hechizante el espectáculo de sus riberas con sus caseríos en zancos, rodeados de una vegetación enloquecida. En la lancha viajaba un niño de Tamshiyacu. Me preguntaba mil cosas y me pidió que le sirviera de intérprete con el iraní. Me pidió dinero chileno, le di mil pesos y él me dio un sol, luego le pidió un dólar al iraní, después más. Quería saber si en Chile son todos millonarios. Le dije que no, que son muchos más los pobres.

–En todos los países hay millonarios –dijo el joven risueño–, pero los pobres somos más felices.

También muy alegre es Tercero, un pescador amigo de Luis que me llevó a remar en un bote por el Amazonas. Bogamos en dirección al Ucayali, el río que viene desde Pucallpa, y más allá, del Urubamba y el valle sagrado de los Incas. Íbamos remontando la corriente; para capearla, remando cerca de la orilla. Entre risas me iba contando sobre la vida de estos pueblos ribereños. Cuando es la temporada de lluvias y el río trae mucha agua y la corriente es muy fuerte los peces se esconden. Entonces ellos deben ir más lejos, en peque-peque –un bote a motor– para poder pescar. También ocurre cuando sube el río que las serpientes se quedan sin terreno y se meten a las casas y muerden a la gente. Le pregunté por los yacurunas. Me dijo que los ha visto bajo los efectos de la ayahuasca, y que salen cuando no hay ruido, en lugares tranquilos del río.

Mientras bogamos siento una sensación de felicidad plena, deslizándome silenciosamente sobre las aguas tranquilas, escuchando el sonido de los remos y el agua, contemplando el paisaje fértil hasta la maravilla y conversando amenamente con un hombre sencillo y sabio. Pasamos frente a una comunidad y le pregunté si podríamos comprar mangos. Nos bajamos y preguntamos. Nos indicaron un gran árbol que desplegaba su copa cerca de la orilla. Una mujer rodeada de muchos niños nos pasó una gran bolsa llena con el fruto delicioso. Apareció un hombre, le pregunté cuánto era y me dijo que nada. Los regalaba.

Luis le había dicho a Tercero que me llevara donde pueden verse delfines. Después de la comunidad de los mangos remamos una media hora más. Y empezó a llover. Habíamos soportado por un rato un sol inclemente, y la lluvia fue una bendición que recibimos con alegría. Mi compañero reía, regocijándose en la frescura de las gotas que nos acariciaban suavemente. Cuando amainó llegamos a una quebrada.

–Aquí verás a los delfines.

Les gustaba retozar en el encuentro del agua que venía de la tierra, limpia y transparente, y la que venía de los ríos Itaya y Nanay, más parda y terrosa. Primero vi unos delfines pequeños, sus aletas apareciendo y desapareciendo; a veces, por un segundo, sus caras. Luego uno grande, con una aleta pequeña y un color rosado intenso, pasando en algunas zonas al gris azulado. Su cabeza era como cuadrada. Sentí una extraña emoción al ver de cerca al bufeo, el delfín de los ríos amazónicos del cual se cuentan leyendas sobre su transformación en humano, y que hoy está en peligro de extinción.

Una pintora francesa que estaba en el campamento me dijo que ella estaba en su elemento en la selva peruana, pues esta le daba salud, energía e inspiración, y que no necesitaba nada más. El paraíso está realmente aquí, en esta naturaleza generosa y fantástica, entre este pueblo moreno y hospitalario. Y también está el infierno, puesto al día cotidianamente por el gobierno, el narcotráfico y el extractivismo del empresariado internacional, la deforestación y la prostitución infantil, la tala y la minería ilegal, contaminando la pureza de estas aguas madres. El infierno que trajo la Peruvian Amazon Company y todos los caucheros genocidas amparados por la civilización criminal. El infierno para tantas y tantas tribus selváticas que murieron asesinadas para arrebatarles sus tierras, o esclavizadas hasta el agotamiento y la muerte. Ese infierno con el que se construyeron las mansiones patrimoniales de Iquitos.

© Chano Libos, 2023.

*          *

El arte, que me permitió llegar hasta acá, me abrió también las puertas de la selva y sus misterios. Un pintor de Iquitos, profesor de la escuela de bellas artes, me contactó con Luis Panduro, quien me acogió junto con un grupo de iraníes que buscaban salud y visiones. El campamento de Lucho es un lugar de gran belleza, con sus hermosas construcciones de madera y techos de fibras vegetales, y alrededor el telón incomparable de la selva. Su madre y su familia son gente muy amable y acogedora. Su hermano Alberto, conocedor también de la selva desde niño, nos guió hacia sus profundidades. Caminar entre la más asombrosa proliferación de vida en mil formas insólitas y exuberantes, desde los pequeños hongos de bellas formas y colores, hasta la casa del chullachaqui: el yaco shapana, árbol gigante en simbiosis con lianas y musgos; o sumergirse dulcemente en un arroyo de aguas teñidas por raíces rojizas, flotar mirando el cielo enmarcado por las redes vibrantes del follaje de los árboles inmensos… La experiencia exalta, maravilla y nos hace humildes. Tanto que aprender para un citadino, tantas lecciones de sabiduría.

Antes de la ceremonia nos dimos un baño de purificación con hierbas. Luego nos reunimos en la maloca, una amplia construcción de madera y fibras vegetales. Una mujer iraní nos ofreció tabaco rapé mezclado con ayahuasca seca, para concentrarnos y enfocarnos en la ceremonia.

–Te da claridad– dijo y me sopló el rapé en las narices. Frío ardiente subiendo al cerebro y como haciendo un espacio claro y fresco adentro. Luego ella me masajeó la frente y las sienes.

Lucho nos dijo que formuláramos nuestra intención para la ceremonia, luego nos sopló con mapacho por todo el cuerpo. Sopló también la botella de ayahuasca silbando una dulce melodía. Nos ofreció una copa llena de un líquido oscuro y espeso. Su gusto no es desagradable ni amargo, incluso es dulce, pero algo lo hace ser un poco difícil de tragar. Cuando todos hubimos bebido, apagó la vela. Al rato empecé a ver en mi mente olas de formas geométricas, evolucionando, estallando, recomponiéndose y fluyendo de nuevo, en colores fosforescentes y traslúcidos.

Estas percepciones acompañaron un sumergirme en mi interior, profundizando en mis emociones, en mis afectos, en mis relaciones personales y familiares, en mis conflictos. La planta me transmitió una sabiduría para encarar la vida, una conciencia de su maravilla y su valor. Sentí una fuerza venida de la aceptación total de la existencia, con todo que puede parecer difícil, duro o injusto; una profunda reconciliación con la historia personal, un reconocimiento de mis virtudes y talentos, una aprobación cariñosa de mí mismo, junto con la conciencia de mis errores, y la certeza que debo esforzarme cada día para ser mejor, para ser más justo y generoso, y cultivar el amor hacia los seres que me rodean.

Los icaros del chamán –cantos inspirados por las plantas maestras– hablaban con conocimiento y afecto de la selva y sus plantas, sus animales y sus seres espirituales, del chullachaqui y el yacuruna. Me iban introduciendo a los múltiples planos del mundo de la selva. La experiencia auditiva era un trance, los icaros, acompañados bellamente en el violín por Irsa –mi compañero de habitación iraní– los sonidos de la jungla alrededor…

© Chano Libos, 2023.

Cuando salí al baño en medio de la sesión, la luna brillaba hermosísima por detrás del encaje de las hojas estremecidas por un viento sutil que acariciaba cuerpo y alma. De pronto una estrella fugaz muy luminosa brilló y se extinguió en el cielo a mi izquierda. A continuación comencé a percibir unos haces de luz que aparecían deslumbrantes, volaban como girando sobre sí mismos, destellando un momento antes de desaparecer en el aire, entre los árboles, a mi alrededor. No sentí miedo. Me daban la sensación de niños jugando, de animales disfrutando su movimiento, como delfines zambulléndose, o cachorros jugando, o pájaros persiguiéndose entre cantos y piruetas. Cuando le comenté más tarde a Lucho mi impresión de que eran espíritus, me confirmó que sí. Son espíritus de la selva que la ayahuasca me permitió ver, y que me acogieron. Al terminar la sesión, Rubén se puso a tocar un tambor e incitó a todo el mundo a ponerse de pie y seguir el ritmo. Festejamos el presente invaluable de la selva bailando y cantando.

Yo sentí que el camino de las plantas –el amor a la naturaleza y sus enseñanzas– es el camino para la sanación del planeta. Las plantas maestras nos enseñan que hay multitud de planos y seres habitando este mundo al igual que la humanidad, y que son seres conscientes, con quienes podemos comunicarnos y de quienes podemos aprender. La sensación de respeto, de reverencia que sentí cuando entramos al Amazonas, más tarde en presencia de los bufeos, o cuando caminamos por el bosque que nos llevaba hacia el campamento: la conciencia de la sacralidad de la vida natural, y de que debemos actuar con la responsabilidad que nos corresponde por ser una parte de ella.

«En Arequipa», Chano Libos © 2023.
Chano Libos (seudónimo de Cristian Olivos Bravo), es músico, grabador e ilustrador de Valparaíso. Dirige las Ediciones del Caxicóndor. El primer libro publicado por esta editorial fue El pequeño tarado y lustrado escrito y litografiado bajo el seudónimo Tristán Olibos. Luego siguieron ediciones de Alfred Jarry, R.W. Fassbinder, Otto Gross, César Vallejo, Zsigmond Remenyik, Julio Walton y Teófilo Cid, y en 2023 la novela gráfica La rosa aktivista de Valparaíso, escrita y dibujada por Libos a partir de su investigación sobre el movimiento literario y artístico de vanguardia que tuvo lugar en el puerto en la década de 1920. Como músico ha participado en las bandas Lujo&Miseria y Rabel Ríctus, y el año pasado lanzó como solista el EP Madre árbol.

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