Hace ya casi dos mil años un poeta describía en Roma a sus conciudadanos desnudos, dedicados a saciar su lujuria; y lo hacía en breves y mordaces composiciones que muestran en forma explícita lo que muy probablemente fuese el ambiente que rodeaba a la corte de Nerón, o de Calígula, o de algún otro de los emperadores que gobernaron desde la capital del orbe. Durante más de treinta años Marco Valerio Marcial (Bílbilis, actual Calatayud, 40-104 dC.) recorrió los barrios de la populosa Roma, llenos de lupanares donde las legiones que imperaban en el mundo se embriagaban y las emperatrices, disfrazadas, se ofrecían en las noches; en aquellas mismas noches escribió Marcial sus epigramas.

Marcial
[Traducción de Claudio Carvacho]
Sobre Carino
Carino se cuida mucho, mas está pálido.
Carino bebe sobriamente, mas está pálido.
Carino digiere bien, mas está pálido.
Carino se pasea al sol, mas está pálido.
Carino se pinta, mas está pálido.
Carino lame los encantos secretos de las muchachas,
y de ahí que está pálido.
Contra Hylo
Aunque no tengas más que un denario, Hylo, y éste haya prestado más servicios que tus complacientes posaderas, no lo destinarás ni al panadero ni al tabernero, sino que será para aquel que pueda mostrarte una gran méntula. Tu vientre contempla los festines de tu trasero, y el desgraciado no deja de ayunar, mientras que tu orificio se harta.
A Sextilo
Ríete, Sextilo, en las barbas del que te llame pederasta, y muéstrale el dedo del medio. A ti no te gusta ni el trasero de los muchachos ni el santuario femenino, y la boca ardiente de Vetustina tampoco te agrada. Nada de esto, en verdad, es el móvil de tus afanes. ¿De qué género, pues, son tus placeres amorosos, Sextilo? No lo sé. Pero bien notorio es, y tú no lo ignoras, que la lujuria dispone aún de otros dos medios.

Contra Labieno
Si depilas tu pecho, tus brazos, tus piernas; si tu afeitado pubis sólo ofrece cortos pelos ásperos, dices que lo haces para complacer a tu muchacha. Pero di, ¿para quién depilas tus nalgas?
A Gauro
Te gusta pasar la noche vaciando botellas; te lo perdono, Gauro, era el defecto de Catón. Escribes versos a pesar de Apolo y de las nueve Musas; tienes eso de común con Cicerón. Vomitas: Antonio hacía otro tanto. Eres glotón, también lo era Apicio. Pero, además, ¡chupas! Dime, ¿de quién copias tal práctica?
Contra Luperco
Hace tiempo, Luperco, que tu cosa cuelga impotente. Para que renazca tu vigor pones en juego todos los recursos del arte. ¡Mísero de ti! Ni los jaramagos ni los bulbos afrodisíacos ni la hierba ajedrea te surten el menor efecto. A fuerza de dinero te has puesto a corromper bocas puras, sin que este medio logre tampoco el prodigio. ¿No es pasmoso, increíble, oh Luperco, que te gastes tanto en quedar impotente?

A un Maldiciente
Cuando un ligero vello aterciopelaba tus mejillas, tu lengua impura se mostraba amable a la lubricidad de los varones; pero desde que tu repulsiva cabeza mereció hasta el desprecio de los sepultureros y los desdenes del abyecto verdugo, utilizas de otro modo tu boca. Roído por devoradora envidia ladras a cualquier nombre que oyes pronunciar. Vuelve tu culpable lengua a su antiguo oficio: lamiendo no era tan infame.
Contra Ligela
¿Por qué, Ligela, depilas tu viejo sexo? ¿Por qué atormentas las cenizas de esa extinguida hoguera? Tales primores son propios de las muchachas; mas tú, ¿qué vas ya a lucir? Lo que haces, Ligela, se le podría permitir a la esposa de Héctor, nunca a su madre. Además, te engañas si crees que tus marchitos encantos puedan atraer méntula alguna. Cesa, pues, Ligela, si te queda un resto de pudor, de arrancarle los pelos a ese león moribundo.

Contra Lesbia
Abiertas, con impudicia, de par en par las puertas de tu cámara, te entregas, Lesbia, a los placeres del amor. El testigo de tus deleites te excita más que tu adúltero cómplice, y las lujurias ocultas no encierran para ti el menor encanto. Incluso la meretriz, con cerraduras y cortinas, procura evitar miradas indiscretas, y hasta en los lupanares existe algún recato. ¿Juzgas mi censura demasiado amarga? Ah, Lesbia, entiende bien mis palabras: fornica mucho, fornica cuanto quieras, pero cierra, a veces, un poco tu puerta, y no obstruyas tan a menudo el paso al caminante.
A Hedyla
Hedyla, cuando en las horas del amor me dices: “Tengo prisa, venga ya”, mi llama, debilitada, languidece pronto y se extingue. ¡No me muestres la menor impaciencia, mujer! Intenta, por el contrario, retenerme, y rápido seré. Si quieres, pues, acabar pronto, no me lo digas nunca, Hedyla.
Claudio Carvacho (Santiago de Chile, 1964). Ensayista, memorialista, editor. Estudió filosofía y castellano en la U. de La Serena y literatura en ARCIS. Ha publicado: El reino imaginario de Araucanía y Patagonia. Historia del sueño de Orelie Antoine (2009), Koquito, el duende de El Bolsón (2019), Patrimonio arqueológico de los Andes centrales (2020), así como una versión de Aullido de Allen Ginsberg (2017), entre otros. Junto a Alejandra Cabezas mantiene hace más de una década un régimen constante de publicaciones con Ediciones Tralcamahuida. Reside en El Quisco, balneario del litoral central chileno. También lee el artículo de Claudio Carvacho "Marcial o una poética de lo erótico" en el n° 2 de La Antorcha Magacín.

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