Ángel Cappelletti y el “Caracazo” como estallido social

En la actualidad, poco se sabe de la obra que realizó el filósofo y teórico del anarquismo Ángel Cappelletti (Rosario, Argentina, 1927-1995) en Venezuela, país en el cual residió durante más de un cuarto de siglo (1968-1994), llevando a cabo una consistente carrera académica y una prolífica producción intelectual. En esa estadía, tuvo la oportunidad de vivenciar el “Caracazo”, que vendría a ser un hito de los levantamientos sociales del siglo XX en América Latina.

Tom Grillo, Rescatando víctimas. Urbanización 23 de Enero, Caracas, 2 de marzo de 1989.

Carlos Miguel Olmos Acuña

El llamado Caracazo del 27 de febrero de 1989, en Venezuela, fue un estallido social en contra del gobierno de Carlos Andrés Pérez[1]. Puede ser considerado como la respuesta popular contra un modelo económico y social. La protesta tuvo un saldo de, al menos, 400 muertos en 2 días junto con 2.000 desaparecidos que, hasta el día de hoy, no se pueden contabilizar con exactitud.

La presencia de Cappelletti en esta ciudad como testigo del estallido social es de suma importancia, para poder ver cómo analiza él mismo el fenómeno. El escrito “La epifanía de los cerros o la sinceración democrática” (1989) [2] se convierte en un texto testimonial, escrito en el fragor del levantamiento popular, un sentido “yo acuso” que da cuenta, con antelación, de los derroteros que seguiría la sociedad venezolana. Es un texto de alto valor crítico que devela las contradicciones propias de Venezuela, desde la fractura colonial y posterior desarrollo del país bajo el alero de una aristocracia terrateniente, las dictaduras y la modernización del Estado por medio del desarrollo de la industria petrolera. Para Cappelletti, se trata de sacar a la luz el modelo de construcción social que continuó al concluir el ciclo de las dictaduras militares. Es precisamente allí que la aristocracia de la hacienda del valle, erigida desde la colonia, pone la atención en una incipiente juventud pequeñoburguesa. Los cambios revolucionarios que comenzaban a propiciarse a lo largo de América Latina son cooptados en un pacto de gobernanza que ofrecía poder. Así, la vieja oligarquía sigue controlando el poder económico en miras de la cada vez más copiosa riqueza que se empezaba a manifestar a partir de la explotación del petróleo.

Su análisis social se caracteriza por el tono anárquico de la misma. Con aguda percepción se percata de que los protagonistas fueron la multitud de marginados, los obreros y una buena parte de la clase media proletarizada, que convergen en una explosión incontenible:

¿Cuál fue el significado de este acontecimiento insólito, subitáneo, imprevisible para los políticos y los bien pensantes? Es evidente –y así lo dijeron después muchos– que el 27 de febrero cortó en dos la historia de la democracia venezolana. Y, sin embargo, las interpretaciones que de él se dieron fueron muchas y contradictorias. No faltaron quienes, decepcionados de todos los ideales revolucionarios y alérgicos a cualquier cambio radical, se negaron a conceder trascendencia a los hechos y trataron de trivializar el asunto, reduciéndolo casi a un episodio de la crónica policial. Tras los escépticos, vinieron los oportunistas. Éstos vieron allí una protesta contra el gobierno y el partido gobernante, intentando llevar las aguas a sus propios decrépitos molinos, como si Copei o cualquier otro partido de oposición, hubiera podido evitar el estallido. Pero los más equivocados de todos fueron los políticos ilustres y los agudos ensayistas que entendieron los hechos como una conspiración contra la democracia, promovida tal vez desde el exterior[3].

Tom Grillo, Pánico. Av. Lecuna, Caracas. 27 de febrero de 1989.

Para Cappelletti, los acontecimientos del 27 de febrero no vienen más que a confirmar la vieja tesis anarquista, de que la forma espontánea de lucha social habla en clave de verdadera democracia, y no cualquiera: la democracia directa. Aquel crisol socialdemócrata que había sido Venezuela, ilusión construida bajo el amparo del desarrollo petrolero, no había logrado ocultar la profunda fractura de la sociedad venezolana, idiosincrasia basada, por su parte, en la indomabilidad del pueblo venezolano. Frente a las reformas neoliberales y políticas de ajustes, el clamor popular no se hizo esperar:

El pueblo (…) salió a la calle demostrando su fe en los principios democráticos, movido por la convicción de que, siendo todos los hombres iguales, todos tienen derecho a todos los bienes que la sociedad ofrece. Es claro que esta convicción lo llevó al mismo tiempo a negar la “democracia” establecida, la democracia indirecta, representativa, parlamentaria, en la medida en que ésta era vivida como una pseudo-democracia, como una trampa bien urdida y hábilmente mantenida durante décadas, para asegurar el poder de una minoría política y económica a costa de las mayorías populares. La democracia directa se enfrentó así a la democracia de los partidos y de los cogollos, a la democracia de las componendas y las transacciones, de los eufemismos y las ficciones jurídicas, en un incontenible afán de sinceridad y autenticidad. Hubo, sin duda, mucha destrucción, pero, como decía Bakunin, la destrucción es muchas veces un acto creativo. Lo que se destruyó no fue solo el abasto y el supermercado, la mueblería y la fábrica de pastas, sino también, por unas horas, el viejo orden capitalista y burgués, la retórica institucional de la democracia, erigida por los políticos de la clase media en beneficio de la clase alta de los banqueros, de los comerciantes importadores, de los terratenientes[4].

Los desmanes y la destrucción alcanzaron al comercio medio. La violencia acumulada de lo que, peyorativamente, se llama la turba, echó mano a lo que simbolizaba aquel poder. En medio de esa imposibilidad de llegar a él por la acción represiva, la espontaneidad popular atacó los símbolos cercanos; en este caso, el mediano y pequeño comercio. Para Cappelletti, el 27 de febrero se torna un ejercicio de democracia directa efímero y espasmódico, pero que tiene como base la no delegación de la propia libertad y soberanía. Es en este sentido que el pueblo, que bajó de los cerros precarizados de Caracas y tomó las calles, fue porque: “(…) aspiraba, inconscientemente, a sincerar la democracia, siempre exaltada, jamás realizada. Sabía que democracia quiere decir gobierno del pueblo, o sea, autogobierno”[5].

La forma y la espectacularidad de la rebelión popular poco le importan a Cappelletti; sí analiza con profundidad los factores que llevaron a la rebelión, que se ocultaban bajo el aumento de la tarifa del transporte público: la punta del iceberg de un proceso mucho más complejo, que años después desplegará sus profundos efectos en la sociedad venezolana:

En el fondo de la conciencia de los saqueadores y de los incendiarios latía este deseo: Democracia ya; democracia auténtica, directa, sin representaciones ni ficciones, sin parlamentos ni partidos; autogobierno; igualdad social y económica y no puramente constitucional y jurídica; libertad para vivir y no sólo para morir de hambre. ¡Viva la democracia! pensaba el muchacho marginal mientras cargaba sobre sus espaldas un televisor. Varias veces lo habían detenido en sus redadas la policía y más de un retén había visitado. Si ahora me apresaran –razonaba– me encerrarían por meses o por años, pero el comerciante que robó millones al país con los dólares de Recadi, nunca irá a la cárcel. Es preciso que haya democracia, concluía. ¡Viva la democracia![6].

La representatividad democrática de los partidos políticos, puesta en duda por el 70% de abstencionismo en las elecciones pocos meses antes del estallido, es el preludio de una crisis, en donde el simulacro de democracia ya no puede seguir ocultando las profundas contradicciones de la sociedad venezolana. Pese a ello, la esperanza de Cappelletti en la experiencia y aprendizaje del pueblo movilizado se ampara en el autoaprendizaje de su propia experiencia revolucionaria, que debe evitar el monopolio de la vanguardia y el elitismo que intente cooptar la fuerza lograda, fuerza que se encuentra informe, dramática, destructiva, pero llena de espíritu creador. Este sigue siendo el problema de los levantamientos populares, que cuajan luego de la efervescencia social, en una nueva estructura que quiere mantener el poder:

Es preciso que lo aprendan, no de las “vanguardias” revolucionarias o de las “élites” intelectuales, sino de su propia experiencia, de su propia praxis, de su propia reflexión. Así lo hizo el pueblo de París cuando instituyó la Comuna, el pueblo español cuando en 1936 creó las colectividades agrarias e industriales, el pueblo ruso cuando constituyó los Consejos (soviets) de obreros y campesinos. Y es preciso además que aprendan a vigilar para que no salgan después de sus ataúdes los muertos vivientes, tal como lo hicieron en la Rusia de Stalin, para construir una nueva y opresiva clase política de técnicos y burócratas[7].

Como podemos ver, muchas de las reflexiones de Cappelletti se anticipan a cuestiones que serán abordadas por los enfoques contemporáneos de lo que hoy se llama “movimientos sociales”. Los estallidos que seguimos viviendo en América Latina; Argentina (2001), Ecuador, Chile y Colombia (2019), poco difieren de lo que describe Cappelletti sobre Venezuela hace treinta años.

Notas

[1] Carlos Andrés Pérez Rodríguez (Táchira; 27 de octubre de 1922-Miami, Florida; 25 de diciembre de 2010), perteneció al partido Acción Democrática (AD), fue de presidente en dos períodos (1974-1979 y 1989-1993). Su primer mandato es conocido como la etapa de la “Venezuela Saudita” por la exportación del petróleo venezolano como consecuencia del embargo árabe de crudo. En 1977, el PIB per cápita de Venezuela tuvo su máximo histórico. Su segundo mandato se inició con una deuda de más de 6.500 millones de dólares en cartas de crédito a vencerse en julio de 1989. Las medidas económicas estrictas a los pocos días de su ascenso provocaron la protesta conocida como el Caracazo, su gobierno estuvo marcado por privatizaciones de empresas públicas y escándalos de corrupción. Su destitución como presidente, se produjo a partir de acusaciones de malversación de fondos públicos y fraude a la nación.

[2] Utilizamos la edición de este artículo recogida en: Ángel Cappelletti. Ensayos libertarios, Madrid, Madre Tierra Ediciones, 1994, pp. 163-169.

[3] Ob. Cit., pp. 163-164.

[4] Ob. Cit., p. 167.

[5] Ob. Cit., p. 165.

[6] Ob. Cit., p. 167.

[7] Ob. Cit., pp. 168-168.

© La Antorcha Magacín
Carlos Miguel Olmos Acuña (Viña del Mar, 1984). Profesor de Filosofía, Magister en Estudios Latinoamericanos, UNCuyo, Argentina. Ex-becario Roberto Carri para estudios de posgrado en ciencias sociales por el Consejo de Decanos en ciencias sociales de Argentina y el Ministerio de Educación y deportes de la República Argentina. Actualmente es becario Anid (doctorado nacional) en el DEI-Universidad de Valparaíso. Es miembro del Centro de Estudios del Pensamiento Iberoamericano (CEPIB) de la Universidad de Valparaíso. Sus temas de investigación son la Historia de las ideas latinoamericanas, Filosofía latinoamericana, anarquismo latinoamericano, Historia intelectual. El artículo que incluimos en nuestra revista, hace parte del estudio Anarquismo y filosofía en la obra de Ángel Cappelletti (1927-1995), el cual será publicado prontamente como libro.

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