“Valparaíso está hecha para los paseantes”. Presentación de «Sueños de Valparaíso» de Jaume Benavente

Con Sueños de Valparaíso comprendemos que, si una ciudad se lee, esto no puede hacerse sin el deseo de abrazar el vaivén inquieto de sus caminos. Y entonces, ante esta misiva de amor, maravillados por el prodigio que nos extiende, podremos exclamar, como lo hizo a su vez Pedro Lemebel, recorriendo acaso otros parajes de esta ciudad palimpsesto: “Por dios que amo este puerto”.

Cristóbal Gaete, Jaume Benavente y Marcela Rivera Hutinel. Librería del Fondo Manuel Rojas, Valparaíso, 23 de marzo de 2023 © LAM.

Marcela Rivera Hutinel

Jaume Benavente. Sueños de Valparaíso. [Traducción de Guillem Gómez Sesé]. Barcelona, Libros de la Vorágine, 2023.

“La forma de una ciudad cambia más rápido, ay, que el corazón de un mortal”. Sin saberlo, pero presintiéndolo tal vez, Baudelaire nos ofrece en este verso el epígrafe más logrado de la relación de la ciudad con las vidas humanas que se emplazan, no sin temblor, dentro de sus bordes. La ciudad siempre está cambiando. Nunca deja de mutar, de metamorfosearse, de expandirse, hasta al punto acaso de perderse. Por eso la ciudad, o más precisamente, lo que en cada una de ellas hay de singular –digamos, por ejemplo, Bombay u Odessa, Shanghái o Valparaíso– tiene la espesura de un paisaje incognoscible. Sabemos que, en el acto de nombrarlas, tocamos un mundo, entramos en contacto con un color del mundo. Pero al intentar asir la experiencia, perfilando sus rasgos en una imagen o en un relato, la difracción es permanente. El ojo vacila, las rutas se desvían, parece imposible rastrillar la geografía accidentada de sus puntos discordantes: lo viejo y lo nuevo, lo bello y lo informe, lo que ha sido protegido y lo que yace abandonado, todo precipita en una imagen caleidoscópica, fragmentaria y cambiante. La ciudad viene a nuestro encuentro, se muestra tal y como ella es, pero dividida en mil puntos de vista singulares, puntos que no solo refieren a lugares, sino a las formas específicas de vida que en ellos se emplazan. Al intentar cartografiarla, el caminante salta de un punto a otro, y el resultado, más que un mapa topográfico de proporciones definidas, se asemeja más bien a los dibujos que hacen los niños que van, con dedos trémulos, uniendo las líneas punteadas de una silueta. Es bajo el signo de estos cambios urbanos, tan radicales como violentos, que los paseantes que Jaume Benavente retrata en Sueños de Valparaíso recorren los contornos de este puerto, despertando a cada paso a los fantasmas de una vida tramada a las encrucijadas de los cerros.

Si, como dice Jean-Christophe Bailly en La frase urbana, aprendemos a leer a una ciudad por sus caminos (“un pasaje es un aforismo, un callejón sin salida una pregunta”; “hay toda una puntuación de la ciudad que le da respiración tanto a sus frases amorfas como a sus esplendores luminosos”), Benavente, ejercitándonos en este arte de leer, nos invita a deslizarnos por esta sintaxis alborotada que se desprende del suelo de Valparaíso. Leer esta ciudad es inclinarse por las “fuertes pendientes de algunas de sus colinas”, perderse en sus “calles retorcidas que dibujan un enorme laberinto”. No hay línea recta, ni lenguaje estructurado con desarrollo simple que consiga narrar lo que se enhebra entre la agitación anónima del plan y las historias mínimas que se diseminan tras las puertas que se equilibran en las alturas. Sobran sí los restos, las frágiles canteras del pasado, en una ciudad que conoce de terremotos y de incendios, de tormentas y naufragios, de pérdidas, migraciones y exilios. La destrucción es un elemento de la historia natural, decía Sebald. Y la memoria, decía también, es una “acumulación de escombros que difícilmente puede poner en pie el edificio de la vida”. Pues la vida –esta novela nos lo enseña–, más que levantarse al modo de una construcción de materiales sólidos, como nos machacan los discursos edificantes, lo hace traqueteando entre lo destruido y malogrado y lo que, a pesar de todo, sigue respirando.

Los paseantes y los vestigios”: el título que Benavente dispone en el umbral de la primera parte de la novela nos advierte que esta trama urbana se enhebra con los hilos de una memoria más profunda. La ciudad que se camina, el caminante que pasa, lo hace con un ojo vuelto hacia el pasado, a lo que de él ha dejado su huella evanescente entre los muros y el asfalto. Sueños de Valparaíso, ya desde su nombre, nos habla de esto: estamos ante una ciudad que no puede fijarse en el tiempo presente, y que está poblada por más seres de los que calculamos asentados en su geografía. Valparaíso se bosqueja en el relato de Benavente como el nombre de una ensoñación, el murmullo incesante de una memoria sin reposo.  Así ocurre con Enrique Giralt. Su padre catalán, Joan, arriba al puerto a los veintiún años, trayendo en los bolsillos solo la orfandad y el deseo de ver el Pacífico. Treinta y cinco años después emprende el camino inverso, y aunque no vuelve jamás, deja a su espectro rondando. Cuando se fue, sin razones claras, Enrique tenía veinticuatro. Y todavía, a sus cincuenta y cuatro años, continúa encontrándose con su ausencia, sosteniendo con ella una conversación infinita. Caminar por la ciudad, como su padre lo hacía, es no poder dejar de recordarlo:

Se lo imagina trabajando en su taller de encuadernador, paseando por la ciudad, sentado en algún café del centro, quien sabe si en el Foto Café. Le construye juguetes, le compra un volantín y juntos lo hacen volar, lo hace subir por primera vez a una micro y lo sienta al lado de la ventanilla, y la ciudad pasa deprisa ante los ojos. Lo lleva al cine, le enseña a jugar al ajedrez, también intenta enseñarle a nadar, aunque sea torpemente. Y cuida de él una noche de fiebre, la misma noche que tuvo su primera crisis epiléptica, a los dieciséis años. Y ahora no está, y no va a volver (p. 61).

Cualquiera que haya vivido en una ciudad, que haya crecido en ella, puede atestiguar de este particular modo de andar rememorando: la casa de infancia que ya no está ahí, la calle donde un deseo, ahora desdibujado, vino a inundarnos con su torrente, la esquina donde la inocencia se hizo astillas. Acaso por esa obstinación de la memoria lo que el paseante ve en su marcha se aproxima tanto al modo en que se presentan las imágenes en los sueños. El epígrafe de Canetti que Benavente dispone al comienzo del libro nos entrega una clave para pensar la afinidad entre el paseante y el soñador: “Como una bandada de pájaros, el sueño se posa aquí y allá, despega y vuelve atrás, desaparece y, tan pronto como ha desaparecido, vuelve a oscurecer la luz del sol”. En la página 61, tras sumergirnos en el sueño de Enrique, tensando la cuerda de sus asociaciones oníricas, Benavente apunta: “Querría despertar, pero no puede. Las imágenes siguen fluyendo, amontonándose o pasando de unas a otras”. Anne Dufourmantelle, en su libro La inteligencia del sueño, nos invita a “dar hospitalidad” a ese modo otro de relación con el mundo que el sueño nos ofrece: “El sueño es un modo singular de presencia. Lo que deposita en nosotros –seres vivos o desaparecidos, animales, objetos, luces, espacios–, [tiene] la fuerza de una aparición. La pregunta es saber si podemos alojarlo, llegar a una proximidad con el enigma onírico del mundo”. ¿Cómo habitar, cómo portar los lugares y su historia, para que, haciéndole sitio a los fantasmas que no dejan de asediarnos, algo de esa memoria doliente se repare, y entonces una transformación, un recomienzo tenga lugar? Dice Xavier Serrahima, en su reseña de Sueños de Valparaíso, que este libro, “más que una novela, [es] una carta de amor”, amor a una ciudad, a sus habitantes, al espacio que de tanto caminarse ha ido conformando su ritmo, sus formas; amor también por “un mundo que desaparece”. La lectura de una ciudad, no podría dejar de suscribirlo habiendo leído a Benavente, se ofrenda ciertamente como una declaración de amor. ¿Cómo se lee una ciudad? ¿puede ella leerse? Con Sueños de Valparaíso comprendemos que, si una ciudad se lee, esto no puede hacerse sin el deseo de abrazar el vaivén inquieto de sus caminos. Y entonces, ante esta misiva de amor, maravillados por el prodigio que nos extiende, podremos exclamar, como lo hizo a su vez Pedro Lemebel, recorriendo acaso otros parajes de esta ciudad palimpsesto: “Por dios que amo este puerto”. Si hubiese vivido en Valparaíso, nos dice Lemebel, me encontrarían ahí tras mi muerte, con la palidez de un fantasma, “azul de frío en algún peldaño con vista al cielo sin soltar la copa”, declarando infinitamente este amor. “Valparaíso está hecha para los paseantes”, se escucha decir en la otra esquina.

Marcela Rivera Hutinel es Licenciada en Psicología y Filosofía por la Universidad Católica de Chile y Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile. Actualmente es Directora del Departamento de Filosofía de la UMCE. Su traducción de Entretiens sur toutes choses, colección de ensayos de Charles de Saint-Évremond, libertino francés del siglo XVII, fue publicada en 2013 por Ed. Prometeo. El 2016 editó, junto a Pablo Oyarzun, un libro colectivo: Escepticismo, literatura y visualidad (ed. Ventana Abierta/Universidad de Chile). Ha publicado Pensar por imágenes: Montaigne y la caída (Editorial Cuadro de Tiza, 2020) y Lo que la mano da (Mundana Ediciones, 2022). Su libro Figuras anómalas de la lectura se adjudicó el Fondo del libro 2023 y será publicado este año por Ediciones Macul.

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