Piel y palabra (memoria de un proyecto junto a Makanaky Adn)

Natalie Israyy

Leche

Era 1995 cuando me regalaron esa muñeca. No era una que yo hubiese pedido y tampoco fue un regalo a propósito de algo bueno que yo haya hecho. Más bien lo contrario. Era un regalo y una enseñanza para que esa niña que fui dejara de arrugar la nariz al ver gente negra. Esa fue mi primera lección antirracista.

La muñeca era como un bebé de 18 meses, de piel color marrón, tersa, y el cabello crespo y negro de negra fibra sintética. Le pusimos Coca. Claramente el nombre no se condecía con el gesto de mi abuela al dármela. Podría haberle puesto Sofía o María o cualquier otro nombre de veras femenino, pero no, escogimos el que se relacionara con alguna otra cosa parecida a ella: la Coca-Cola. Le echaré la culpa a que era una niña de casi cinco años y que a esa edad se es bastante concreta.

Con esta estrategia fue fácil controlar mi racismo, aunque me pregunto si ese racismo era mío: de dónde había sacado yo ese rechazo, a quién impostaba arrugando la nariz si, a fin de cuentas, en casa me reprochaban esa actitud. Quizás eran las otras muñecas, las rubias, de ojos claros, de piel blanquísima, de un blanco imposible. O tal vez la falta de representatividad de personajes negros y negras en series y películas para niñas y niños de 4 años.

Mi mundo alrededor estaba rodeado de morenidad pero no de negritud. El tostado era el color de la piel de mi madre mientras que el blanco pecoso se lo debo a mi padre. En casa, recuerdo, apreciaban a cantantes negros y negras, mayormente de la esfera del pop y el funk: Whitney Houston, Corona, Donna Summer, CHIC, Kool & the Gang o Stevie Wonder (tengo grabada la niña que carga un hueso de animal en la carátula del Dangerous que mi papá lucía con orgullo entre los discos originales). Pero en esa infancia solo reconocía voces, no rostros.

En resumidas cuentas, la muñeca negra era un buen regalo que pasó a ser parte del staff de peluches y juguetes noventeros. La Coca integró el paisaje de mi habitación y no arrugué más la nariz. Mi nariz de piel blanca plagada de pecas. Los años pasarían y la televisión abierta nacional mostraría cada vez más de esa diversidad, motivada también por las reivindicaciones de la negritud mundial, reforzada con un Nelson Mandela libre gobernando en Sudáfrica.

El asunto de la piel era relevante en mi vida no porque me gustara particularmente mi piel, sino porque vivía en el norte chico de Chile, en el valle de Copayapu, más conocido como Copiapó, donde la población de piel blanca es escasa. Con ello me gané el apodo de Leche. Leche, a secas. Leche que, sin más, iba esquivando los chirlitos y siendo parte del murmullo que no podía ser escuchado por los últimos profesores normalistas que rodeaban las filas.

El que la Coca haya llegado a mi vida de forma abrupta y con un consejo de por medio, no quitó el hecho de que en la escuela nos tratáramos mal: cállate negro feo, cara de caca, cholo mugriento, piñiñento. Si en mi conciencia estaba mal, en mis pulsiones de niña la verborrea discriminatoria estaba justificada.

Makanaky

Desde el retorno a la democracia, en Chile el fenómeno migratorio ha agudizado los problemas de racismo y xenofobia. En un principio la que padeció fue la población peruana y boliviana; después, las comunidades de venezolanos y haitianos. Haitianos como Makanaky Adn. Makanaky viene desde la Isla de la Gonave, ubicada más o menos a 80 km de las costas de Puerto Príncipe. Su madre se fue de Haití cuando él tenía 12 años y su hermano 6. Ella partió con sus hermanas mayores a Guadalupe, siguiendo al padre de Makanaky en busca de mejores condiciones económicas. Él se quedó con su abuela en Ayiti. A los 15 años empezó a escribir poesía. En Haití descubrió el SLAM, en Chile encontró un nicho.

Viendo la realidad de la comunidad haitiana aquí es posible evidenciar el nivel de racismo y xenofobia concentrados sobre todo en medios de comunicación y discursos de la misma población chilena en redes sociales y en la vía pública, que perpetúan estereotipos y fomentan prejuicios sobre personas haitianas.

Estas formas de rechazo se concentran en una sola palabra: aporofobia, fobia a la pobreza –así lo acuñó Adela Cortina cuando quiso nombrar la animadversión de quienes se sienten superiores a otras personas, específicamente aquellas consideradas improductivas a nivel económico (aporos)– y, en este caso a la pobreza decretada sobre toda persona haitiana que está delimitada por el imaginario audiovisual de la tv chilena, a propósito de la crisis humanitaria y las imágenes brutales de los escombros y la miseria tras los vehículos con cientos de militares armados hasta los dientes para “proteger” a la población.

De alguna manera, la migración como fenómeno de movimiento destapa los males de las sociedades. Aquí no solo hay un problema instalado de racismo, sino también de clase, de desplazamientos en una pirámide que nos obliga a sostener a las élites en esa punta con la que se rascan el culo.

Leche

Con el paso de los años y estableciendo lazos de amistad, todas esas formas de violencia se fueron desvaneciendo, pero no olvidando. Tampoco la fijación con las palabras. Con su poder. Las cosas han cambiado. Atrás dejé el norte y hoy estoy más cerca de mi familia de origen, más cerca de Valpo, Killpueblo y Juan Fernández. Pero sigo habitando cuenca y no costa. Vivo en el Valle de Akunkawa, escribo desde una montaña drástica, entre cerros que también acogieron a Maka.

Estudio literatura porque desde que aprendí a leer, fue mi primer refugio de la castración materna. Estudié pedagogía porque le quedé debiendo a mi abuelo enseñarle a interpretar esos signos con los que hoy escribo. En primer año de castellano (sí, así de colonial y tradicional), leí Los cachorros de Vargas Llosa, y todas esas imágenes de la educación básica volvieron a mi mente. En el acto.

Con Los cachorros me di cuenta de que la sociedad peruana no era muy distinta de la chilena o que la chilena era su calco o que eran lo mismo. Quizás el problema era latinoamericano, cosa que no había visibilizado al leer a Borges o a Rulfo en las lecturas obligatorias de la educación media. Reflexionaba, sí, pero no en torno a eso. Así se me fue abriendo el mundo. Yo pensaba que solo la sociedad chilena era la que miraba en menos la figura del descendiente del pueblo originario y que en los otros países de la región el problema estaba resuelto. Pensaba que esta extensa y angosta franja de tierra con sus aires a desarrollo económico, su mírenme soy el jaguar de Latinoamérica, muñequito de los gringos y cuna de la siutiquería y el arribismo, era la única que se tomaba esas atribuciones discursivas para reducir y discriminar la imagen de la otredad a la usanza de Europa y Estados Unidos. Fue un alivio reconocer que no es el único país racista en la zona. También una preocupación.

Makanaky

Durante el año 2016 ocurrió una llegada masiva de ciudadanos y ciudadanas haitianas que se asentaron mayormente en regiones chilenas reconocidas por una economía basada en la producción agrícola. No era la primera vez que en nuestro país sabíamos de “acarreos” de mano de obra para la agricultura pues habíamos visto noticias e informes sobre irregularidades con personas de otras nacionalidades (trabajo forzado masivo de inmigrantes). Sin embargo, el caso de la comunidad haitiana era diferente: esta llegada venía como resultado de una crisis humanitaria ¿Cuál era el rol de Chile en este escenario? En efecto, cumplir con el rol paternal que nuestro país había adoptado desde 2004 al colaborar con Estados Unidos en una especie de “pacificación” de Haití. Pero por historia propia sabemos cómo terminan las “pacificaciones” donde participa la milicia chilena y también sabemos cómo resultan las cosas para los países intervenidos por las grandes potencias occidentales.

En ese movimiento migratorio de 2016 llegó Makanaky. Estuvo algunos meses en Santiago (Estación Central) y luego vino a dar a esta tierra de frío y calor extremos. Su venida es parte de la historia migratoria de Haití. Chile es visto sí, como el país de las oportunidades, pero qué oportunidades. La respuesta de Makanaky es clara: reagrupamiento familiar. Su llegada hasta acá está mediada por su madre, quien le pidió que viajara a este lugar más tranquilo, con más posibilidades de libertad de movimiento. Vino con su hermano, Lolo. Aquí habita en una zona rural a las afueras de Putaendo con su compañera y su hijo. En el futuro espera poder traer a su otra hija desde Haití, haciendo uso del derecho de reunificación familiar que ofrece Chile.

Cuando me dice esto me quedo en silencio. Había olvidado mis lecturas sobre la formación de Haití, su revolución propia: la Primera República Negra; la tradición diaspórica que la conforma; la costumbre del desapego, pero sin el rompimiento de lazos. No hay punto de comparación entre su infancia y la mía ¿qué vida he vivido hasta ahora? ¿Qué vida vive el resto del mundo mientras leo y escribo? ¿Qué realidades omitimos y qué historias decidimos contar?

Leche

En 2017 y junto a una amiga nos propusimos elaborar un proyecto de integración de personas de la comunidad haitiana a la realidad local de la ciudad de San Felipe. Estábamos trabajando para un programa de inclusión de estudiantes a la vida universitaria. Viajábamos juntas de Valpo a Sanfe, hablábamos de nuestras relaciones con la gente de la pega, de quiénes éramos en la ciudad semicordillerana, de dónde veníamos, qué veíamos en el territorio y ahí surgieron ideas. Pensábamos hacer encuentros culturales donde hacer muestras de trabajos de artesanía y arte y, a la vez, enseñar el idioma español. La idea era buena, pero lo que nos faltó fue constancia.

Desaparecí de San Felipe y del valle por dos años para volver justamente cuando la pandemia hacía su entrada triunfal. Desde la ventana de nuestro departamento veíamos todas las noches gélidas del invierno sanfelipeño a un muchacho haitiano que andaba descalzo, deambulaba perdido y se quedaba buen rato sentado en las sombras de la ciudad. No importaba que le pasáramos calcetines o zapatos, a la noche siguiente aparecía de nuevo y a pata pelada. Lo seguimos viendo siendo subido a cucas y ambulancias, varias noches, siempre yendo y viniendo.

Cuando se abrieron las actividades comunitarias en 2021 fuimos a una feria autogestionada donde tocarían algunos amigos y estarían vendiendo gráficas unos colectivos locales. Allí escuché por primera vez a Makanaky Adn.

Makanaky

El proyecto que llevamos a cabo con Makanaky consiste en dos partes: una que me correspondió a mí y otra que le correspondió a él, con mi acompañamiento como accesorio. Se me ocurrió la idea de revisar la prensa local a propósito de lo mucho que odiamos al periodista que trabaja para el periódico más viejo de San Felipe. Voy al punto rápidamente: las noticias están mal redactadas, abusan del recurso de la cita del entrevistado, abusan de figuras retóricas y del registro coloquial; a esto se debe sumar el hecho de que hacen un doble tratamiento a la comunidad migrante haitiana de la comuna, ya que generan el binomio víctima/victimario. Para el primero usan una postura paternal y patriarcal basada en la idea de caridad mientras que para el segundo término tienden a la criminalización y la producción de estereotipos delictivos. En ambos casos, presenta prejuicios y la tendencia a mirar de forma jerarquizada a la comunidad haitiana.

Frente a esto, le propuse a Makanaky una serie de conceptos extraídos desde la lectura tortuosa de estas noticias para que elaborara una serie de poemas o un poema y, luego, hacer una performance donde dejáramos registro de un recorrido por parte del plano damero de la ciudad. La performance consistiría en actos de slam frente a lugares de poder simbólicos: frente al diario, frente a los pacos, frente a la municipalidad, en la plaza.

Makanaky me dice que está muy agradecido con la invitación a participar de este trabajo. No conocía en profundidad las noticias del diario El Trabajo y está shockeado no solo con la forma en que presentan la información, sino con los comentarios de Facebook abiertos al final de cada noticia. Son extremadamente racistas y xenófobos.

Le cuento que ya había leído esos comentarios, pero por razones de extensión y salud mental decidí no integrar el análisis de esos discursos tan violentos. Comentamos eso. Añade que el periodista del diario, también extranjero, intentó estafarlo cobrándole dinero a cambio de “lanzar su carrera literaria a otros periódicos de Latinoamérica”, a lo que Makanaky no accedió. Suena a intento de estafa ¿no? Conozco al tipo. Es extremadamente desagradable, poco profesional y humillante.

Hacemos el recorrido con nervio, con frío, con entusiasmo. Makanaky me dice que esto no acaba aquí, que con esto se abre un nuevo proyecto de escritura para él y para el grupo musical donde participa (Mestizos en Resistencia). Decimos que es hora de demoler ese diario. Vamos a demoler con nuestras armas retóricas el diario El Trabajo.

Leche

Ser la leche implicaba, a la vez y de forma inherente, ser cuica. Entonces el tema de la piel tenía acuñado en sí un elemento económico. Yo no reconocía en mi día a día esa diferencia: sí buen número de mis compañeros y compañeras eran pobres, pero otra gran mayoría eran como yo, bien clase media; y por lo mismo me molestaba que me pusieran en ese grupo económico al que nunca pertenecí. De alguna manera, nadie me conocía muy bien en esa escuela y, por otro lado, eso me otorgaba un poder que yo no quería tener y al que nunca accedí.

Pienso en el origen pobre de mi familia más allá de mi núcleo más cercano y cómo eran tratados en esos años de cambio de siglo. Pienso en mi abuelo analfabeto criado en una isla, que venía a vernos una vez cada uno o dos años; en mi abuela en Playa Ancha, yendo al consultorio desde Porvenir hacia Marina Mercante para recibir sus medicamentos; en mi otra abuela viviendo en un espacio de 20 metros cuadrados, escuchando los ruidos de las casas de alrededor, todo pasado a humedad y orina de gatos que no son suyos. Pienso en las motivaciones de los intereses que quiero indagar y por qué leo sobre esto y por qué contacto a Makanaky y hacemos un proyecto poético audiovisual juntos. Por qué vengo a dar con este asunto rumiando en mi cabeza. Por qué se decide escribir lo que se escribe o investigar lo que se investiga. Una parte de mí sabe que quiero mirar bien adentro y encontrar el racismo que me queda, desterrarlo por completo. La otra quiere ser justiciera y enfrentar a la oficialidad de una ciudad pequeña con tradicionalismos anquilosados.

Mientras hago esto me miro las manos redactando con una cadencia histérica. Están violáceas por el frío de este julio con ola polar incluida. Un tiempo odié el color de mi piel porque me decían leche, porque tenía que tolerar comentarios de gente patuda que se reía de mi blancura. Hoy intento broncearme con mucha crema encima. Aun así, no lo logro.

San Felipe, julio de 2022.

Natalie Israyy (Viña del Mar, 1991). Es docente, estudiante de literatura y escritora. Ha publicado el poemario Toma de muestras (Bathory, 2020), el cuento “Nela” en Carnívoras. Relatos zombies escritos por mujeres (Astartea, 2021) y el conjunto de cuentos Apócrifa (Queltehue, 2022). Su obra explora las dimensiones del cuerpo femenino y su relación con el contexto nacional desde los noventa hasta la actualidad, insertando guiños de elementos autobiográficos que se entremezclan con la ficción. También ha estado trabajando en el proyecto “Hice todo este camino”. Mapeo urbano de un recorrido contestatario junto a Makanaky Adn, entremezclando poesía, performance y análisis del discurso periodístico en la ciudad de San Felipe. Además, desarrolla el proyecto de poesía y arte gráfico en el instagram Rota y Torcida junto a Paulina Carreño.

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