Felipe Argote
Puse el último pack de Coca Cola de tres litros sobre el carro que llevaba, además, otros productos y lo empujé monótonamente a las tres de la tarde.
–La última vuelta antes de ir a colación –dije, dándome ánimo. Con suerte había dos o tres clientes en el supermercado, llevaban cosas básicas. No sé si era normal con el alza de los precios, con el sueldo mínimo o con que era martes a esa hora. Llevaba el carro liviano. Miré a mi prima que estaba detrás de la balanza de fiambrería, le levanté las cejas y ella me expresó su disgusto blanqueando los ojos, no por mi gesto; solo estaba cansada de estar toda la mañana de pie; quería irse, se veía impaciente y la comprendí. A la hora de salida, ya no quieres atender a clientes que desean cuatro láminas de jamón colonial, ni que el jefe te mande a reponer los quesos a los coolers, ni seguir cortando los “potos” de los jamones y quesos para hacer pichanga.
Avancé por el pasillo de fiambrería y panadería, que están hasta atrás para que los clientes recorran toda la sala en busca de lo básico diario, como es el pan; llegué al de líquidos. Analicé a los reponedores del turno de la mañana que alistaban los últimos precios y apantallaban (poner en primera fila los productos que quedan en la góndola) lo que no alcanzaron a sacar, porque les dio flojera hacer el último viaje. Que suerte la de ellos, que se van temprano. No como uno que es “tardero”, aunque quizá, deban irse a otro local y el tiempo se los come, debido a las marcaciones por GPS (el capataz del siglo XXI que nos controla). Ellos siempre están llenos de alarmas, cada vez los veo más neuróticos al oírlas, porque suenan una detrás de la otra, mientras rellenan los eternos formularios de medición, que solo sirven para calentarles la cabeza al obrero y hacerles la pega al supervisor y a la vendedora de la marca, los cuales se quedan cómodamente en sus oficinas o casas recibiendo las imágenes que son su obligación sacar y no del reponedor –de ahí que son neuróticos, de ahí que viven con el omeprazol en el banano, para el reflujo nervioso–. Sonó la primera, deben marcar la salida de la sala anterior; en dos minutos suena otra y deben marcar el ingreso de esta sala y así es como se les va volando la mañana.
–Ay, mi guachito, nos vemos mañana –dice la Tere, –quedé molida hoy con el cambio de planograma (espacio asignado a los productos de diferentes marcas)–.
–Oh, te tocó. ¿Apuesto que repusiste hasta los pañales de Tottus? Si eres muy… –y dejé flotando la frase. La Tere era buena persona y lo hacía sin molestia, o bueno, la molestia de su tendinitis crónica, que a nadie le importaba. A la Tere empecé a “tirarle la talla” cuando salía del trabajo, siempre con un pucho en la mano, yo iba de vuelta de mi colación.
–Retírame, por favor –le decía al pasar.
Ella respondía:
–¿Así como en el colegio? Ja, ja, ja. Nos vemos mañana.
Luego calzamos en el horario de ingreso porque mi supervisor me exigió que entrara unas horas antes; el cual se ajustaba a la hora del desayuno, ella venía de otro supermercado y le comenté que la colación no estaba para nada mal: eran dos panes con jamón o queso, un yogur, un trozo de torta; más el té, café y azúcar a libre consumo. El Tottus analizó el gasto del “apoteósico” desayuno de sus obreros y limitó este a: dos panes con paté, un yogur marca propia que no tiene mucho gusto; el té, café y azúcar siguen sin cambios. Aun así, las 09, personal migrante de aseo, aprovecharon la oportunidad y sacaban de a dos yogures, y si nadie las veía sacaban de a cuatro panes, dos para el desayuno y dos para la once en su casa o para la colación de sus hijos; un gran ahorro. Eso le hirvió la sangre al gerente, puesto que, con el personal anterior, que eran chilenos, no sucedía.
–Ya guachito, me voy corriendo porque en la mañana vi que en la feria estaban dando dos kilos de tomates por luca, y aquí, el kilo está a dos quinientos po, hay que aprovechar ¿o no? Si se pasan estos hueones pa cobrar de más –dijo la Tere.
Siempre le prestaba atención a sus comentarios caseros, como que: su marido se cambió de pega y la mitad del sueldo se le iba en bencina; que el hijo estaba full estudio por la PAES, ya que quería entrar en una buena universidad; que su hijo mayor le llevaba todos los fines de semana a su nieto, a él no le importaba que estuviera cansada.
–Viste que es el primero nieto –, y estaba chocha, y que a pesar de que la tendinitis la mataba, tanto que no la dejaba dormir por las noches –el tramadol no me hace nada, estoy adicta a esas gotitas, me tomo de a chorros y nada me calma–; que las reuniones de los niños; que el aseo de la casa; que tiene una perrita que es como su bebé, –mi hija –dice ella; que la aplicación la tiene chata y podría seguir así, enumerando sus actividades y emociones. Con relación a mis comentarios de querer morir, ella contestaba –Ya po guachito, no digai eso, que la vida es tan bonita y hay que aprovecharla–. La décima vez que lo dije, se quedó mirándome. –Mi hermano se suicidó cuando tenía tu edad. Era igual a ti –dijo y me mostró una foto en su celular. Me suplicó que dejara de decir que deseaba morir. No le prometí nada, pero la confesión me caló en lo íntimo. En ese momento sentí que iba a ser mi amiga.
–Te voy a encaminar a los casilleros. Iré a buscar al Dalo para ir a almorzar –le propuse a la Tere. Estacioné el carro con productos que aún no había repuesto. Nos encaminamos por uno de los pasillos y al llegar al área de lácteos, ella siguió enumerando sus quehaceres, esta vez, frente al Dalo.
–Ay amiga, ¿qué le importa al Dalo la costura de un polerón que tienes que llevar a arreglar? ¿qué le importa a este hueón cómo queda más durita la polenta? ¿qué le importa… –no terminé de formular otra oración y ella me interrumpió.
–Ay, ya desagradable, si ya entendí. Además, como ustedes son jóvenes y se van a tomar al parque a la salida, como no tienen familia que atender ni casas que limpiar –nosotros nos miramos y reímos a la vez.
–¿Pa qué con esa, Tere? Es un dolor en el corazón saber que no tendremos casa propia; y saber que no tendremos hijos nos alegra un montón, pero con la casita no. Con eso sí que no –dijo el Dalo poniendo cara de tristeza; si bien él vivía solo en la casa de su abuelo fallecido, disfrutando de la más cómoda soledad y el más delicioso silencio, no era su casa, no tenía la propiedad para decir aquí me moriré, si así lo deseaba. El Dalo estudió geografía en una prestigiosa universidad estatal, aprobó todos sus ramos y, cuando llegó a la tesis decidió dar un paso al costado; a mí me chamulla con las razones, o quizá me dice la verdad, yo estoy dispuesto a aceptar las verdades paralelas que la gente decida crearse. No digo que el Dalo sea un mentiroso, sino que hay ocasiones en que preferimos guardar ciertas respuestas solo para nosotros.
Apareció mi prima y dijo –Menos mal ya terminé. Voy a subir a mi media hora de colación, siempre la tomo al final, siento que me pagan por hacer nada–. La Tere cerró la aplicación de mediciones, también su banano y se despidió del grupo. Como estábamos en el pasillo de los lácteos, ella atravesó fiambrería y desapareció entrando en la trastienda. Le dije al Dalo que fuéramos a comer, no podía decir “almorzar” porque un pan con café, pan del desayuno, no era un almuerzo. Subimos al casino de los reponedores externos, bien aislado al final del pasillo, porque más que externos somos intrusos con malas mañas, gente en la cual hay que desconfiar, gente a la que hay que revisar sus bolsos antes de dejarlos salir, gente que no solo da vueltas por los pasillos, gente que en realidad hace bien la pega, pero no lo valoran.
Me estaba sirviendo un café cuando escuché:
–Ay hueón, estoy chata de las viejas que vienen a comprar cuatro láminas de jamón ¿cómo tan miserables? –dijo mi prima.
–No seas así, en volá es para lo que les alcanza y hasta lo deben racionar solo para el desayuno, o para la once. Es más, imagínate que es solo para el marido. Pongámonos aún más realistas o crueles, que al final es lo mismo, y supongamos que al hombre no le gusta la grasita que trae el jamón colonial; entonces ella de manera humilde toma esas mantecas y las pone sobre el pan; las tiras blancas le dan algún sabor a su miserable desayuno. Y esa vieja puede ser la Tere, tu mamá, la mía o cualquier mujer que mires en la calle o en los pasillos; porque caras vemos, corazones oprimidos no sabemos, infancias quebradas no sabemos, matrimonios acabados no sabemos… –dije.
–Ya, si él siempre se va en la profunda; se puso cronista pa sus cosas –dijo el Dalo tratando de amenizar la conversación. Él quería que el café y el pan “entrarán en provecho” pero yo sí, me fui en la profunda.
–Mira, hay un reponedor por pasillo en este supermercado y puedo asegurarte que todos, sin salvarse ni uno, están aburridos, cada uno en su sección; los de verdulería están chatos de poner los tomates, sacar los tomates, botar los tomates. La señora de merma está cansada de pedir las firmas para las donaciones, si siempre me dice –mira todo lo que tengo botar, mira todos esos sacos de comida de perro, y están picados en las esquinas no más… mira todo lo que encontramos vencido en la sala, menos mal el tecnólogo médico no los vio–. Tú, que estás chata de laminar jamón a diario, ni siquiera saludas y preguntas –¿qué va a llevar?– porque no sabes hacerlo de otra manera, y la monotonía te hastió, podrías subir la entonación, cambiar el ritmo, qué sé yo. ¿Por qué no decir, por ejemplo, qué desea? ¿Te imaginas decirle a una mujer reprimida: “qué deseas”? ¿Cuál sería su respuesta? Quizá te diga que quiere cuatro láminas de jamón o tal vez que desea libertad, vivir en plenitud, a lo mejor, esta vez te diga: –Hoy soy yo la que comerá el jamón y otros la grasa– dije. Ellos me miraron extrañados, se preguntaban con la mirada ¿qué le pasa a este? y en ese momento nada me pasaba, estaba ejercitando el poder narrativo que –Diosito Santo me dio–, como diría la Tere.
Después de un rato mi prima se fijó en la hora, tomó sus cosas que estaban en la mesa y se despidió rápidamente. La hora había llegado, la ansiada salida se convirtió por fin en una liberación. Al cruzar los detectores de sensores los guardias la revisaron igualmente, mostró el interior de su mochila y levantó cada lado de la chaqueta de trabajo, para asegurarle a los siempre desconfiados que ella estaba limpia. Vio el cielo y respiró la brisa y no un aire acondicionado, que poco acondicionaba. Sintió la libertad en ese acto: dejar en el perchero la carga, que es el trabajo para salir al sol. Para mi prima era fácil colgar la obligación junto a su casillero; joven, sin hijos, sin grandes responsabilidades. Libre después de cruzar los detectores y dejar de sentir la presión de un jefe, sobre ella. Pero si la Tere se separa del jefe, le queda el marido, los hijos, la casa y los ejemplos que dije en párrafos anteriores. En una ecuación matemática sencilla sería: marido igual jefe o jefe igual marido, sin que el orden de los factores altere el producto. Me recuerda lo que dijo Gabriela Mistral, o lo que yo percibí a través de mi intelecto: las mujeres han salido de la opresión de sus hogares para ser sometidas ahora en sus trabajos, sin dejar de ser sojuzgadas en sus casas.
–A veces pienso que los supervisores tienen la orden de hacer a sus obreros infelices –le dije al Dalo, él se echó a reír.
–Las cosas que pensai y ¿por qué imaginas eso? –me preguntó.
–Me da la impresión. La próxima vez que venga mi supervisor de la Coca Cola le diré que estoy tan contento en este supermercado, es más, le diré que vivo a tres cuadras, –que no es mentira–. Ya veremos a qué otra comuna me mandará a reponer el veneno líquido que nos empacha la sangre de azúcar. Qué le vamos a hacer, si heladita es tan rica, pero aún más rica en botellas de vidrio “transpiradas” por haberlas sacado del fondo de los coolers –respondí.
El Dalo me pidió que no lo hiciera, que tal vez mi imaginación estaba en lo correcto, o que por ahí andaba la cosa. Tomamos nuestras cosas, limpiamos con alcohol gel la mesa y nos fuimos a reponer, él las mantequillas y yo lo que en el carro había quedado. Nos tomamos una hora de colación, cuando debían ser treinta minutos, pero daba igual, si en la sala no andaba nadie a esa hora un martes por la tarde.

Felipe Argote (La Calera, 1996). Escritor. Obtiene el primer lugar en el Concurso Escolar de Cuento y Poesía, patrocinado por la Ilustre Municipalidad de La Calera, organizado por la actual directora de GS Libros, en 2013. Fue parte de El Vagón, círculo literario de La Calera. Su obra aparece en las antologías Poesía y prosa (2017) y Colección Concreto (2020). En 2018, publica La Pantoja, una plaquette de crónicas (GS Libros). Su primer libro, La Faraona, se publica en 2021 por GS Libros, donde describe la crudeza marginal sin dramatismo. Su última publicación es el fanzine El Semáforo, publicado por Editorial Corazón de Hueso en 2023.