Diego Zamora Estay
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Es el año 1997, y una amiga de mi madre nos invita a pasar las vacaciones en Pichicuy, un balneario popular que se ubica frente a Papudo, la playa de los ricos. La única condición es ayudar en la botillería que abre cada verano para aprovechar la visita de los santiaguinos a la costa. La casa es oscura y la botillería tiene estantes de madera donde se ordenan las cajas de vino y las botellas de pisco Capel. A veces, mi mamá me deja ir a los flippers, donde juego al Mortal Kombat en un local de piso de tierra. Los taca-taca y los arcade son usados por adolescentes que me parecen adultos. Entre ellos, soy el niño más chico y solo de las máquinas.
Una tarde mi mamá me pasa unas monedas y voy a jugar soñando con sacar un nuevo truco con Sub-Zero. Mientras juego, siento un extraño malestar en el cuerpo. En esos años decían que los niños que jugaban mucho se volvían locos, drogadictos, que terminaban con los ojos cuadrados. Tal vez eso me estaba pasando, pero ya había puesto la ficha en la máquina, no podía desperdiciarla. Quizás fue un poco de fiebre aplacada con la resistencia de un jugador de siete años. De repente, me caí al suelo. Apagué tele. Fueron a buscar a mi hermana y ella me llevó hasta la casa/botillería. Mi mamá me tomó en brazos y salió a la carretera para llevarme a La Ligua. Tomamos un bus que nos dejó en Pullally y de ahí un colectivo.
Mi madre en la carretera con su hijo desvanecido, camino al hospital más cercano a kilómetros de distancia desde la costa. Tal vez el momento más hermoso que recuerdo con ella.
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Desde que me vine a Santiago viajo a La Ligua por las fiestas o los funerales. Esta vez hago una excepción: viajo por la enfermedad de mi primo. Lleva días en cama. En el hospital lo examinaron rápidamente y la decisión fue devolverlo a casa con paracetamol y reposo. Yo sé que es algo más grave. Hace meses hablamos de esto, le dije que fuera a un médico.
Entro a la casa de mi abuela, están tomando once mientras mi primo duerme en la pieza del fondo. Intentan fingir tranquilidad, pero yo sé que algo importante grave está pasando, como esa sensación interior que sentimos antes de un desastre. Como mi abuelo prediciendo una tormenta.
Al abrir la puerta, mi primo despierta y dice mi nombre en diminutivo, casi no le sale la voz. Parece un enfermo terminal y pienso en el médico que lo mandó de regreso ¿dónde estará? ¿será de La Ligua o pasa por este pueblo de mierda para cumplir su pega? Nos abrazamos y él llora como yo lloraré en su funeral: con unos gritos infantiles, como un bebé. Me siento a su lado y le tocó el pelo con cariño, conversamos no sé muy bien de qué. Se duerme y lo miro sabiendo que morirá pronto. En este pueblo todavía somos capaces de adivinar cuándo la muerte anda cerca, lo soñamos, nos susurra palabras al oído, nos visita con la forma de un pariente que ya ha muerto.
Al salir de la pieza mi abuela me sirve té, me acerca el pan y veo en sus ojos el miedo. Ella también sabe que pronto tendremos que mover esta misma mesa para poner un ataúd y se aferra a su fe y me dice que debo hacer lo mismo. Yo converso aguantando el llanto, con una seriedad que desconozco. Les digo que lo más probable es que mi primo tenga algo grave. No soy doctor, pero tengo un diagnóstico que me ha llevado a saber más sobre las enfermedades: vivo con VIH. Cada cuál aprende de la vida a su forma, yo aprendí con un diagnóstico y con mi homosexualidad. Mi primo ha aprendido de la vida lo mismo que yo.
3
Si hubiese llegado una hora más tarde, se muere. Eso dijeron. Los doctores siempre hablan del momento de salvación. Justo ese momento en que uno logró llegar al hospital, al CESFAM o al consultorio más cercano. Ese momento milagroso que para algunos es una carretera de distancia. Para mi primo fue el viaje de La Ligua a Reñaca, por el paso de Catapilco. Sus padres lo internaron en una clínica, firmando los gastos que pagaríamos con completadas y bingos. Desde entonces comenzamos a viajar, yo desde Santiago hacia la quinta región, el resto de mi familia desde La Ligua, por Quillota. No queríamos dejarlo solo, se había salvado: había llegado en el momento exacto para sortear la muerte y las complicaciones de la meningitis.
Desde la capital tomo un bus en Estación Central que pasa por cerros llenos de viñedos, por bosques quemados y poblaciones que crecen como el fuego. Es un paisaje que recuerdo con una hermosura idealizada, los paisajes que me llevaban a los últimos días de mi primo. El regreso era peor. Me sentaba a llorar en Avenida Valparaíso mientras las gaviotas pasaban de un lado a otro empujadas por el viento sur.
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Si hubiese llegado una hora más tarde, se muere. Eso dijeron. Pero desde La Ligua, desde Catapilco o La Viña, desde Pichicuy o Pullaly, desde Quillota o Valle Hermoso siempre se llega tarde, siempre se está lejos de todo. Nunca se está a tiempo, siempre se mueven a los enfermos de un lugar a otro como en una ruta que no lleva a ninguna parte. Una ruta para hacer tiempo. Cómo no lo vamos a saber nosotros si aún somos capaces de adelantarnos a las catástrofes, aunque no podamos salvarnos de ellas.
5
Luego de pasar por la Clínica, lo cambiaron al Gustavo Fricke. Luego del Gustavo Fricke lo cambiaron al Van Buren. Luego decidieron que no había mucho qué hacer y tramitaron su regreso a La Ligua.
Siempre volvemos al lugar de nuestra infancia, aunque sea un pueblo abandonado y cargado por la sequía. Pero al menos por allá seguimos juntándonos a tomar once y llevando a los muertos en procesiones que congregan a todo el pueblo. Así retornó mi primo, hasta la casa de mi abuela, donde movimos la mesa y los sillones para poner su ataúd en el centro de la casa y, aunque mi abuela y yo sabíamos hace tiempo que se venía la catástrofe sobre nosotros, no nos sentimos preparados para su llegada y lloramos abrazados al lado de mi primo mientras las viejas rezan el rosario sin parar y los vecinos de La Ligua comienzan a llegar con flores y comida y donaciones para la familia. Lloramos mientras mi primo yace donde alguna vez tomamos té y nos reímos de los chistes de siempre. Lloramos mientras nos dan el pésame y arreglan las mesas en el patio para recibir a las visitas. Lloramos y la tierra de La Ligua vuelve a sentir la humedad del agua.
Dos días después de la ceremonia llevamos el féretro cerro arriba, en el pueblo de Valle Hermoso. Su cementerio está en una altura desde donde se ven las casas de nuestros parientes. Pienso que desde ahí mi primo nos seguirá mirando como un pájaro. Cantamos, rezamos y agradecemos a todas las personas que llegaron. Parece que están todos los vecinos, que en ese momento las casas están vacías. Entonces mi tía intenta hablar antes de que empujen el ataúd al nicho, pero no puede, solo alcanza a abrazar el cajón como si abrazara el cuerpo de su hijo, como si se lo quisiera llevar lejos de ahí, como si quisiera irse con él a cuestas y tomar un bus a cualquier parte. Mi tía sin saber cómo despedirse de su hijo, tal vez el momento más triste que recuerdo con ella.

Diego Zamora Estay (La Ligua, 1989). Es poeta y profesor de lenguaje. Actualmente estudia el Magister en Letras en la Universidad Católica. Ha participado en antologías demo Maraña (2019) o Letras que sanan, escritura autobiográfica de jóvenes viviendo con VIH (2028). Su trabajo va desde la educación, la escritura poética y los estudios críticos sobre literatura, con énfasis en la micro editoriales, producción de fanzine y otros medios alternativas.