Matías Ávalos
Delante de las casas, en provisoria armonía, hay zanjas; dos por calle durante las siete que terminan en arroyo de mi barrio. Cuarenta kilómetros hacia el oeste de allá, de donde nací y me crié, de donde soy y ahora vuelvo a buscar quizás qué, el océano es frenado por el río de La Plata, que con el pecho protege la mayor parte de la provincia de las cosas que hace un océano,
(no pude ver las ruinas griegas
las italianas, pero pude las de Playa Carvallo
Valparaíso
arrasadas mil veces y vueltas
a arrasar)
después el río distribuye esa presión entre cientos de columnas horizontales que salen de sus espaldas y se internan, acostadas y enterradas, hacia el continente.
(Volviendo a mi barrio comprendí
nuestros mayores monumentos
son naturales
y también los arruinamos)
A las columnas les decimos arroyos. Cada sector, a lo largo de cinco mil kilómetros, es alimentado por al menos uno. Cinco mil kilómetros de estricta planicie sólo cuestionada por algunos kilómetros de depresiones que ahora veo, mientras el avión aterriza sobrevolando la gran mancha café que, por brillar, se hace la que es de plata y algunos le creen.
El arroyo que limita mi barrio se llama Las Piedras, porque antes de que la papelera tiñera el agua de bordó celulosa, en su fondo se veían piedras redondas entre las que se escondían peces de colores, muertos por los químicos antes que yo naciera. La escuela de mi barrio tenía en su frente un mural
(Écfrasis
Sobre un fondo blanquísimo
una escena con agua transparente
peces de colores entre piedras redondas
gente feliz con el agua hasta las rodillas
las figuras grandes pescan
las figuras pequeñas juegan
otras figuras nadan entre los peces
como iguales).
Escucho la voz de mamá decir así era antes, y se esfuma atravesada por la voz submarina del capitán diciendo tripulación, diez mil pies.
Mi barrio está compuesto por manzanas. Las manzanas en verdad son cuadrados muy regulares sobre la desaparecida por el asfalto y las fábricas Pampa. Las fábricas también desaparecieron, en alma. Quedan vacíos sus cuerpos colaborándole con polución al aire, siempre denso, que respiramos.
El mural de la escuela se descascaró. No estudié ahí, mis padres sí, mis amigos, mis primos, pero a mí me mandaron a una escuela del otro lado de la avenida. Señores pasajeros, bienvenidos al aeropuerto Jorge Newbery. Por favor, permanezcan sentados y con el cinturón de seguridad abrochado hasta que el avión haya parado completamente los motores y la señal luminosa de cinturones se apague.
Es la primera vez que aterrizo en la ciudad. Siempre salí y volví por el conurbano, por Ezeiza, representando mi propio retorno de Perón y su correspondiente masacre todos los años, hasta que distancié la frecuencia, a veces por falta de dinero, a veces por falta de valor, y pasaron todos estos años sin mi consentimiento.
Tomo el colectivo en la salida del aeropuerto. Es de las pocas zonas de la ciudad donde el río es una presencia. El resto le da la espalda a su viento como le da la espalda a casi todo lo marrón que la rodea. Nosotros incluidos. Casi todo lo marrón que la rodea es un dodecasílabo, pero ya casi no importa la poesía
(dejo salir mi brazo
de la camisa blanca y arremangada
hacia la ventanilla
para que se funda con el río ignorado
como las primeras zambullidas de niño
durante la inundación por sudestada)
Me bajo en Retiro porque el cansancio es mucho menor que el cariño. La torre de los ingleses, que nunca me produjo nada, ahora me duele. Me siento en la plaza San Martín. Viví algunos años por acá una vida paradójica. Por una parte, austeridad al interior de la casa. Apenas las comidas principales, no más de tres litros de cerveza y uno o dos libros a la semana. Paseos largos sin comprar nada en el camino con mi perra. Por la otra el lujo de los materiales que componen cada centímetro del barrio. Los adoquines en las veredas, las estatuas de la plaza, los centenarios árboles y rejas. Los mármoles que completan los edificios de esta auténtica piazza. Aquello no era gratuito ni barato, estar acá tenía un costo altísimo. Seis millones de personas que no viven en la ciudad entran en ella a trabajar al día. Después de las siete de la tarde se van y sólo quedan los tres millones que sí hacen noche. Ese silencio de las ocho hace valer la pena cada peso. Una magnífica escenografía para la soledad. Borges vivió por acá, el poeta Girri también. Fogwill elige este escenario para partir Help a él. Supongo que sabés a qué me refiero. Si no corré a enterarte.
Subo por Santa Fe hasta la 9 de Julio. Siento como manos en mis zapatos. No camino, acaricio cada cuadradito de la vereda, toco los árboles, miro sin leer los diarios en los kioscos porque la prosodia en los titulares genera contornos diferentes que en Chile. Me quedo viendo los autos descender, pegado no sólo en lo notoriamente más antiguos que son en promedio respecto de lo radicalmente nuevos que son allá, sino en sus patentes, también diferentes a las chilenas. Acá las patentes tienen la banderita del país y, por si quedaran dudas, su nombre, ARGENTINA. En Chile son sobrias, blanco sobre negro, la información alfanumérica, lo estrictamente necesario, el protocolo.
Al llegar a la avenida en la que, de ser necesario, podría aterrizar un avión comercial, el jacarandá del playón central me ve primero. Sonrío y me aguanto las lágrimas para cuando vea lo que esperaba. El cliché contra el que luchan los intelectuales pequeñoburgueses y que nosotros, los intelectuales pobres, usamos como objeto de estudio, de consumo, de ocio y de deseo. Doblo y ahí está, el centro del mundo según lo entiendo erigido en el medio de la avenida. Y emprendo el descenso. No hay nada que se parezca menos al lugar de donde soy que esto. Valparaíso, con el Pacífico en frente, los cerros y los colores, los vientos de Playa Ancha, las casas inexplicables colgando una encima de la otra como mamushkas averiadas, es mucho más parecido a mi barrio en Quilmes que el centro de la ciudad situada a cuarenta kilómetros exactos.
Leí que a nivel genético a los humanos nos pasa igual. Es más probable que los genes de mi hija sean más diferentes a los míos que los de un niño que nació en Zambia o en las desaparecidas orillas del mar de Aral. Una estrategia de supervivencia a nivel celular que desarrolló la especie. Una enfermedad tiene menos chance de prosperar y propagarse en dos organismos y condiciones radicalmente distintas.
Mi barrio nació enfermo de la seducción que producen estos pocos kilómetros cuadrados. Mi barrio cae, anhela y trabaja de lo que sea por alcanzar el objeto exhibido. La ciudad no. Es indiferente y se vuelve ella, primero, un objeto de deseo, y después ama y señora de sus deseos. Si la escasez alcanza mi barrio, sus habitantes ponen el otro plato en la mesa; achican sus raciones sin abandonar jamás cualquier posibilidad que tengan de incurrir, aunque sea un poco, en el exceso y el derroche.
Si a la ciudad le pasa: economía de guerra, ahorros; medianos y largos plazos. Quizá ahí esté el secreto de los porcentajes de profesionales en uno y otro lugar. No es sólo dinero, es poder o no poder con el largo plazo, con el proyecto.
Camino las cuadras que separan el obelisco de Constitución, puedo tomar un colectivo pero antes de ir al barrio necesito volver a mí mismo, aceptar el papel, volverlo positivo, ser abrazado por la sucesión de paredes y colores de las fachadas, los olores, los ruidos, las texturas de los zócalos, la diferencia de densidad de los pisos, la solidez de las baldosas, la blandura del asfalto que ahora me parece más hermoso que nunca: negro, brillante, granulado, flexible, tóxico y necesario.
Llego a plaza Constitución, el olor a choripán y hamburguesa a esta hora de la mañana me revuelve el estómago, pido un café en un puesto de diarios y hago la fila del 148. El café es un líquido negro que no tiene gusto ni olor a café, es apenas líquido negro y hermoso como el asfalto, pragmático,
que promete lucidez
y cumple.
El colectivo sale con su rodeo habitual a la plaza. La actividad a esta hora no tiene nada que ver con la muerte. Personas de distintos estilos cruzan con la misma velocidad. Los vendedores ambulantes con su caja de alfajores debajo del brazo como rugbiers flacos caminan rápido hacia los distintos linegols: cada colectivo que sale de la plaza. Los oficinistas, esos choques de estilos en los que conviven trajes más o menos nuevos con caras atemporales de trabajadores destruidos, corriendo sin mirar hacia delante, la vista pegada a los teléfonos como idiotas, es decir, como si lo más importante estuviese siempre en otro lugar
y teniendo razón.
Pasada la plaza el colectivo muestra cómo la eficiente ciudad ignora lo que acabo de sentir. Siento bronca y alivio, la bronca obvia que genera la falta de humanidad urbana, lo imposible que le es, desde hace doscientos años, conmoverse con desconocidos, y el alivio porque, después de tantos años de tener que explicar mi acento, vuelvo a no tener que explicarle nada a nadie. Ni a mí mismo. El traductor que hay en mí se acomoda en la reposera, estira el diario y se dispone a hacer una siesta que dure lo que dure mi estadía en este, el lugar donde nací y donde vendré a morir.
Cuando crucé el puente Pueyrredón las capas de cal e inscripciones políticas acumuladas por años en los paredones, los frentes de las casas bajas, las ligustrinas, las flores, las montañitas de bolsas de basura acumuladas debajo de carteles municipales que dicen prohibido tirar basura, entienden mi situación. Lloro los veinticinco minutos que separan Avellaneda del oeste de Quilmes.
Cuando el olor del matadero-frigorífico me anunció la proximidad de la parada, me sequé las lágrimas y respiré profundo. El olor es a carne haciendo lo único que sabe hacer, pudrirse.
La desanimalización del ganado hizo que los mataderos y frigoríficos se alejaran de la ciudad. La ciudad alejó otros sujetos, su mano de obra, a quien también deshumanizó para encerrarla acá, en el Conurbano, donde vive la mitad de un país con cuarenta y cinco millones de personas, y llenarla de químicos vía aire, comida y agua.
Veo por la ventana a los chicos con guardapolvo caminar despeinados y con la cara sin lavar a la escuela. Ningún gesto excepcional, el olor no es problema sino paisaje, como lo fue a mi edad. Me siento viejo y me siento lejos.
Toco el timbre por inercia, me bajo en la parada del barrio en el que nací y me crié, donde obtuve, y casi pierdo dos veces, la vida. Pero todo me parece extraño. Mucho más chico de lo que lo recordaba. Como si el tiempo lo hubiese achicado. Camino por la cuadra en la que caminé durante veinte años todos los días y cada casa es idéntica, pero más chica.
Paso por la escuela. El así era antes de mi mamá, refiriéndose a la escena pintada en la escuela, me rebota en la cabeza. Y me lo apropio. Así era antes, digo en voz baja y contrasto mi memoria, la de una escuela modesta pero recién pintada con un mural que contribuía estéticamente con la posibilidad de gente feliz, con lo que veo ahora. Le pusieron rejas en las puertas y las ventanas, todas pintadas de un marrón realista que se limita a describir la transformación del barrio: de ese verde con agua cristalina y gente feliz, a esto, donde lo verde se volvió escarlata, lo violeta azul, lo amarillo marrón, lo marrón bordó, la gente con más cansancio que miedo por la violencia que está por todas partes, como si en vez del tiempo hubiera pasado un eclipse.
No. Como si hubiera pasado no.
Como si se hubiese quedado.
Mi infancia también era decadente, me digo como para atenuar el horror, pero esto no tiene nombre.
Recuerdo los motores sobreacelerados de autos manejados por los hermanos mayores de mis amigos pasar al campo y gritarnos que nos escondiéramos en los árboles de la policía, que venía a unas cuadras disparando. Recuerdo a los patrulleros caer de a cuatro o cinco después para no encontrar nada más que un no vi nada, de los vecinos.
Motos sobre aceleradas me sacan del recuerdo. Pibes grandes me saludan por mi nombre y no los reconozco. De seguro eran chicos de diez años cuando dejé de venir. Ahora son hombres de veintitantos que se visten como me vestía a su edad, y cuya vestimenta cumple el objetivo que yo mismo perseguía a su edad: da miedo.
Al parecer todo cambió menos yo. Como les pasa a los astronautas en órbita. Y me zambullo en esta búsqueda detrás del vacío que dejó esta última muerte. Dije que ya no importa la poesía, pero a vender la casa en ruinas en la que me crié le digo zambullirse en el vacío. Qué viejo estoy.

Matías Ávalos (Quilmes, 1989). Escribió y montó el drama Niñitos furiosos (Buenos Aires, 2015). Obtuvo la beca de creación por el libro de cuentos Todo lo que queda (2016). Publicó los libros de poemas Todos juntos estamos solos (Hojas Rudas, Santiago, 2018), El fin del maltrato teórico (Lumpérica, Lima, 2019) y La estrategia de las medusas (Trizadura, Santiago, 2020) los tres seleccionados mediante convocatoria abierta. Vive y trabaja en Valparaíso, donde escribe reseñas y artículos para el suplemento de literatura La Palabra Quebrada.