En la espalda del puerto cuelgan ratas negras

Miyodzi Watanabe

Un total de 1.827 reos de todo el país han recibido hasta ahora la libertad condicional, en una decisión que ha generado preocupación en el Gobierno y los parlamentarios.

El Mercurio, 3 de mayo de 2016.

Hace días que en el puerto no amanecía soleado, pero aquel último sábado del último día de abril la mañana parecía sacada de un comercial de agua mineral, incluso los estragos de la noche de viernes pasaban desapercibidos ante ese brillo que le da a cada cosa el sol de las 10 am. Mi cabeza divagaba selectivamente de recuerdo en recuerdo: ahí estaba, en la esquina de Brasil con Bellavista, luchando por encontrar un colectivo entre el ajetreo de la locomoción porteña y la miopía que me hacía levantar el dedo con la esperanza de achuntarle al cartel indicado, pero esta vez no me detuve a comprar el diario, ni le compré maní confitado al caballero afuera del Líder, no tuve que romper la cajetilla de cigarros: esta vez iba a manos vacías.

Al subirme al coleto caí en cuenta que luego de años tomando el mismo colectivo en la misma esquina no tenía ni la más remota idea de cuál era el número, es que en verdad creo que podría haber sido cualquiera y seguramente nunca el mismo. No había un cartel oficial, más bien se trataba de un pedazo de cartón en la esquina inferior derecha del parabrisas con la palabra “CÁRCEL” en él. Pasaba lo mismo con el recorrido; no había una manera oficial de llegar, o si la había, nunca la respetaron, lo único claro es que llegado a un punto las casas comenzaban a desaparecer y a lo lejos se imponían unos bloques de unos 30 metros de alto con unas pequeñas manchas negras que, siendo muy generosos, podemos llegar al acuerdo de llamar ventanas.

Me senté en el asiento del copiloto, subimos por Carampangue. Del espejo colgaba un banderín del Everton, un collar de conchas y un árbol aromatizador –¿lavanda?–, aunque por mucho esfuerzo que hiciera el olor a cigarro corriente y Agua Brava liquidaba cualquier intento. Me encantaba la cara de los choferes cuando decía “voy a cárcel” –otro descubrimiento: nunca le dije “la cárcel”–, la curiosidad se les arrancaba de los ojos. Solíamos llegar los dos solos a destino, la gente acostumbraba más bien a subir con anticipación, desde que cumplí la mayoría de edad siempre preferí por ir tarde: al ir sola costaba más cubrir los silencios. Y cuando al fin me preguntaban, siempre tendían a pensar que iba a trabajar, incluso una vez me dijeron que era muy limpia para ese lugar. Pero este fue distinto, me preguntó si era mi primera vez. No, dije, la última. De ahí el recorrido tomó un tinte particular, cortó por todas las calles que llevaban al borde de la quebrada por lo que la mayoría del recorrido fuimos mirando el mar. Ni radio, ni conversación, ni más pasajeros. Sin previo aviso aparecieron los bloques color nada y sus manchas con vista al mar de rayas negras y su basura proveniente de los 50 cerros y sus perros abandonados con más fuerza que las bestias de verde y los gritos provenientes de las manchas y la ropa que colgaba de esos gritos y, dentro de ese caos rodeado de vacío, él.

El colectivo me dejó en la entrada, no lo miré al bajar, tomé una bocanada de aire tan grande que el olor a Agua Brava se me impregnó en las cuerdas vocales. La entrada estaba más sucia que lo normal: latas de cervezas, colillas, petacas, etc. Al parecer en la noche hubo una fiesta y llegué tarde. Pero entonces sentí cómo el sol hacía brillar mi piel, volvía mi pupila muy pequeña con relación al iris que lucía de esta forma más musgoso, ese calor brillante me hizo sentir bonita, bonita entre las manchas negras. Aquí arriba el sol era más fuerte aún, un microclima siempre más frío o más caliente que cualquier otra parte de Valparaíso. Lo bueno es que esta vez no tenía que preocuparme de la ropa que traía puesta, podía vestirme a voluntad.

No ropa verde, café, roja, negra. No sostenes. No calzas. No tacos. No poleras con botones. No poleras de pabilos. No bufandas. No cinturones. No gorros. No reloj. No pescados. No mariscos. No fideos. No si estoy ocupado. No bolsas negras. No libros con motivos violentos. No el mundo herido. No este fin de semana. No con este gendarme. No si no estai rica. No si te vei flaite. No si vas a este módulo. No si se me para la raja.

La mayoría de los gendarmes ahí me conocían, por algún altercado o favor extra que tuve que pedir en estas venidas, incluso uno de ellos me dio su número, el cual por relaciones de mutua conveniencia acepté. Siempre me parecieron profundamente tristes, la urticaria se asomaba por sus cuellos, por sus codos.

Me acerqué a preguntar y es que no sabía muy bien qué estaba buscando, en la caseta de ingreso me preguntaron cómo sabía que hoy le darían la libertad condicional; pensé en explicarles que ayer, mientras escuchaba a algún llegado a puerto tocar su música, recibí un mensaje de texto donde un colombiano que decía conocerme me prometía que habían sacado al viejo de la celda, que no entendía, pero que así era. Y luego de un par de mensajes de textos más y una llamada al más puro estilo The Shawshank Redemption, supe que no había salido pero que tampoco había vuelto al módulo. Agregar también que estuve toda la noche con los nervios de punta y los labios morados –esto último por el vino, para ser justos– pensando que podía ser todo parte de una trampa para que yo subiera en la madrugada y que quizás qué le habían hecho al pobre viejo y que por eso, Señor Gendarme, vengo hoy temprano a preguntar por él. Pero como sabía bien ya el actuar de los señores Leggos de estos bloques y para defender la honra de para ese entonces mi buen amigo colombiano, me la saqué con un simple pero certero “no lo sé, me mandaron”.

Dijeron que harían unas llamadas, que según el sistema ya no estaba acá. Oiga, señor en verde, según mi sistema tampoco está conmigo, así que o el viejo aprendió a volar o dentro de su burocracia que se cae a pedazos alguien debe saber dónde está. Un par de llamadas más y me mandaron a esperar. Y esperé, le compré un cigarro a la tía que guardaba los bolsos, que prestaba ropa y que además cumplía la función de ser el primer control con su voz chirriante como la guerra entre la puerta y el piso de madera: “no dejan pasar con esa polera”, “te van a quitar el pañuelo”.

Era mi última piteada y no sólo eso, era la última vez que estaría ahí. Era la última vez de la tía de la ropa, del caballero con disfraz de hiphopero, de las señoras cahuineando y sus bolsas marcadas con los últimos números del Rut, del gendarme de los ojos bonitos, de los timbres en la muñeca derecha, de subirme el sostén y bajarme el calzón, de discutir en la caseta de los guardias, de rogar porque me dejaran verte. Y me dio pena más que todo que era la última vez que haría el recorrido a la garita de las micros, pasando por el cementerio que queda al lado de la cárcel –el tour porteño solo llega hasta la Echaurren–, donde no me acompañaba nadie más que los autos y camiones que pasaban raja en la carretera, donde con esa saturación sonora en los días buenos me iba cantando a pulmón hinchado, pero que en un par de días muy malos aguantó mis gemidos de orfandad como ni un lugar lo supo antes. Era la última vez de mi secreto, de mis paseos infantiles y mi tierra de nadie.

Sacándome del ensoñamiento veo un par de pies en frente mío, una voz desafinada con demasiado entusiasmo reclamando mi atención, una voz que no escuchaba hace ya unos años y que no tenía ninguna intención de escuchar ese día. El colombiano al parecer no solo me soltó la primicia a mí, el primer buitre había llegado a puerto con sus alas negras y los ojos hambrientos de interés por lo que quedaba del muerto, el viejo. Después de todas las preguntas y cinismos de rigor no me aguanté más la mierda en la garganta y la solté, le pregunté que por qué no había venido más y como si estuviera hablando del clima se excusa con que no tenía plata pa’ traer cositas, que nada que ver venir con las manos vacías. O sea, en otras palabras, ¿dejaste a un viejo de 70 años solo en la cárcel, sin siquiera preguntar por si seguía intacto, porque te daba julepe venir a verlo sin traerle un kilo de pan? Y, aun así, insistiendo, en que en este momento estai pasá a copete, jugueteando con una cajetilla de Lucky light, con una chaqueta que estoy segura compensa muchos kilos de panes, ¿me sigues sonriendo como si aún tuviera 15 y te fuera a comprar la pelotudez que me acabas de vender? Pero no le dije nada, me entretuve en sus ojeras mientras ella me hablaba como las casi hermanas que en teoría aún somos. Solo guardé silencio en la mayor medida de lo posible, con la ayuda de sus propios cigarrillos de los que abusé creyendo en que esa era mi pequeña venganza. Y mientras ella se pavoneaba triunfante con su gran gesto del día, yo miraba la entrada compitiendo en una quema de ojos a la espera de que el viejo diera alguna señal.

Ella se paró a comprar algo de comer dejando una estela de olor a cerveza trasnochada, ojalá se compre un Alka pensé. Una brisa trae consigo olor a café y es que atrás mío una familia se disponía a tomar desayuno. El sol agarraba más fuerza y mis ojos brillaban con más ganas y la intrusa ya había desaparecido de la panorámica cuando al fin lo vi.

 O creí verlo, la verdad vi a tres personas bajar por la cuesta que separa los módulos de la entrada, luchando con la miopía logré distinguir que dos de ellas venían con bolsos y el tercero era un gendarme, asumí. Debía ser él, ¿lo era? Pese a mi pulso reventado estaba concentrada por completo en ver si el que bajaba era o no él. En eso veo que uno relenta, él es, él es mi viejo. Salí eyectada de la banca que me apañó la espera, pasé sin detenerme por la entrada al recinto mientras el gendarme me intentaba pedir el timbre, y yo aún sin detenerme le explicaba que el viejo era viejo y que no se podía la cuesta solo ni con tanto bolso encima.

Me vio, yo le sonreí como si no pasara nada, ni él ni yo apuramos el paso. Esos últimos 20 pasos fueron eternos. Estos últimos años habían sido eternos. Mis recuerdos de él antes de estar ahí son borrosos, ahora lo veía más pequeño, más vulnerable, creo que una parte de mí lo prefería preso. Al fin nos topamos. Agarré un bolso. Nos miramos y él me abrazó. No me dijo nada pero me abrazó y parecía un niño que con un gran suspiro de ojos a cristales pedía perdón por haber roto un florero o, en este caso, habernos roto a todos.

Miyodzi Watanabe (Valparaíso, 1995). Licenciada en Literatura. Lee libros y baila bachata, entre otras cosas. Para nuestra revista # 9 seleccionó y presentó la recopilación EN PRIMAVERA [Muestra de la novísima poesía de la región de Valparaíso].

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