Después de las doce ya se puede tomar

Leslie Miranda Zepeda

“Yo lo llevo, no hagas fuerzas” me dijo. Y lo alzó en brazos, haciendo un sonido de cohete despegando. Mi hijo me buscó rápidamente con la mirada, y luego de sentirse a salvo, comenzó a reírse con los vaivenes de una supuesta nave espacial que volaba por el espacio. Caminando detrás de ellos, los observé con detención y sentí algo, no supe descifrar qué. Esa fue la última vez que lo vi.

Desde el año 2003 que Rodrigo Valenzuela Tobar supo que su vida no sería como la de los demás. Una miocardiopatía dilatada haría casi duplicar el tamaño de su corazón, que eventualmente dejaría de funcionar a sus veintidós años. Todo fue de un día para otro, un día era estudiante de informática y técnico de soporte en AT&T, y al día siguiente era un paciente conectado a un corazón artificial. Su caso salió en televisión abierta y en la prensa escrita. Se organizaron bingos, rifas y tocatas a beneficio para paliar los gastos médicos millonarios, el golpe de realidad de la salud pública en Chile. El 2 de agosto de 2003, a las 03:30 de la madrugada, Rodrigo fue sometido a un trasplante de corazón abierto, su única posibilidad de sobrevivir. “Como estaba muy mal, me dieron prioridad en la lista de espera. Me operaron el doctor Jaime Zamorano, el doctor Luis Sepúlveda y un equipo súper bueno” declaraba a la prensa días después del trasplante.

Ese mismo año se estrenaba la película 21 Gramos, de Alejandro González Inárritu, que hablaba sobre la posibilidad de vivir con el corazón de otra persona. Después de la épica que significa un trasplante de órganos, ¿cómo sobrevives sabiendo que llevas a otra persona contigo? ¿Sería posible sobrevivir más allá del plano fisiológico? Rodrigo trató de hacer una vida normal: “Ahora volví a trabajar en el área de computación y seguridad en la empresa AT&T; me dan permiso para ir a kinesiología. Al principio los controles eran semanales; ahora voy mensualmente” dijo un par de meses después del trasplante. Dos años después, Rodrigo se casó con mi hermana. Ambos trabajaban y estudiaban, bebían en grandes cantidades, mi hermana siempre lloraba. Una vez en un bar de universitarios, después de un montón de Escudos de litro, Rodrigo me preguntó: “Lali, tu sabes cuál es la esperanza de vida de un trasplantado de corazón?”. Prefiero no saber, le dije. Era duro. Mis papás estaban desesperados, Rodrigo no tenía soporte familiar: su padre era alcohólico, llevaba una relación ambivalente con su madre, y sus hermanos sobrevivían como podían. Su familia éramos nosotros. Un día mi hermana lo encontró desmayado en la cama, casi no tenía pulso. Luis Sepúlveda fue categórico: “si no dejas de beber, todo esto habrá sido en vano”. 

En marzo de 2010, dos días después del terremoto 8,8 MW que azotó Chile, nació mi sobrina Sofía Ángela, y en 2013 mi sobrino Ignacio Alejandro. Rodrigo se transformó en padre. La paternidad lo transformó por completo, cambió las preguntas difíciles por planes y estructuras para dejar a su familia. La muerte siempre se asomaba pisándole los talones: tenía recaídas graves todos los años y tomaba medicamentos de por vida. Realmente lo planificó todo. Certificaciones en Silicon Valley, Oracle, Cisco, trabajaba en dos grandes empresas del rubro y por las noches hacía clases en Duoc. Cada vez bebía menos. Todo era trabajar, para comprar la casa que le dejaría a su familia. Un departamento. Un seguro de vida. Una pensión para sus hijos. 

“Gracias por reír todos los días hija… muchas gracias”, escribió una vez en su cuenta de Facebook. Pasaron los años, y el estrés de su enfermedad se deslizó hacia otros lados, la vida fue sucediendo. Cumpleaños, años nuevos, navidades, vacaciones. Rodrigo era muy bueno para tirar la talla, era su forma de acercarse a la gente. Varias visitas al Monumental, análisis de partidos y lápidas para los jugadores malos. “Voy a llamar al Choche pa hueviarlo” decía cada vez que el Colo ganaba el clásico con la U. Al otro lado del teléfono, el Choche lanzaba los dardos de vuelta. Tallas infinitas de tardes de domingo que parecían no tener fin.

Recuerdo un almuerzo en casa de mis padres, Rodrigo había comprado unos kilos de almejas. Con un cuchillo las abría con decisión, les quitaba la arena. Parecía un pescador limpiando mariscos al borde de una caleta, me generó una emoción intensa verlo. Le tiré una talla como siempre, alabando su destreza con las almejas. “Mi papá me enseñó a limpiarlas” me dijo con la voz quebrada.

Un domingo por la mañana, flojeando después del desayuno, sonó el celular de Álvaro. “Es la Pauli”, me dijo. Sabía que andaban paseando cerca, quizás querían pasar a saludar, pensé. Vivíamos en Viña, usualmente recibíamos a familia y amigos de Santiago. Pero el corazón me empezó a latir violentamente cuando Álvaro elevó el tono de la voz al decir: “¿En el Puente Casino? ¡Espérame! ¡Espérame! Estoy en cinco minutos allá”. Y ahí fue que lo supe. Lo supe inmediatamente. No podía respirar. Me quedé sola con mi hijo de un año. ¿Por qué no me llamó a mí? ¡¿Por qué?! Era lo único que pensaba, descontrolada. Porque estaba embarazada. Por eso. Mi hijo me miraba, abracé su cuerpo pequeño y vi la imagen de Rodrigo levantándolo como un cohete. Y así, una y otra imagen, sin parar. Empecé a temblar violentamente, sentí que me iba a desmayar. Pero sonó mi celular. No, no, no puede ser. Reuní todas mis fuerzas y contesté. Era Álvaro. Primero un suspiro, ahogado. “Se nos fue el Rorrito”.

Siempre pienso en el colega que tomó la foto, Marcelo Benítez. Mantuvo algo de distancia de la escena, pero sacó la foto para cumplir con la pega. Dos personas sostienen un plástico grande, uno es funcionario de la PDI, el otro es Álvaro, mi pareja. Sentada en el suelo está mi hermana, sin mirar lo que trata de ocultar el plástico. “El cuerpo de la infortunada víctima en Avenida La Marina” dice el pie de foto del diario La Estrella de Valparaíso. Siempre pienso en qué es lo que habrá visto, por qué eligió ese encuadre. Se imaginará el colega que lloro cada vez que veo su foto.

Cuando paso por el Puente Casino siempre estoy buscando algo. Alguna señal. Me quedo pegada mirando el agua, las gaviotas. Una desembocadura que finalmente no desemboca, sino se atasca. Cuando mi hermana fue a tirar las cenizas al estero, después me contó: “Se atascaron. ¿Puedes creerlo? Tuve que buscar un palo porque estaban duras como piedra, no podía parar de llorar y reír al mismo tiempo”.

Leslie Miranda Zepeda (Santiago, 1986). Es fotógrafa, editora y docente. Creadora del proyecto editorial Cuadernos Fotográficos, que difunde fotografía de autor a través de publicaciones impresas como fotolibros, fanzines y cuadernos. Socia fundadora, junto a la fotógrafa Carolina Cortés, del laboratorio analógico Lupita Lab. Ha publicado desde 2013 fotolibros y fanzines tales como Retablos, El asombro, El pez que habla, entre otros. Su obra explora las posibilidades del paisaje y el territorio desde una perspectiva autobiográfica, desarrollando gran parte de su trabajo desde la fotografía análoga. Es Licenciada en fotografía, con mención en archivo y curatoría, de la Universidad Arcis.

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