En su estadía en Oslo como estudiante, el músico y poeta Juan Manuel Mancilla visitó el impresionante Museo Munch. Son múltiples las contradicciones advertidas por sus maravillados ojos y al salir de esta suerte de mall-pinacoteca observa “los rostros de Munch en las calles de Oslo. Algunos pocos habitantes de la ciudad tienen ese color alienado: un verdoso pálido, un amarillo satinado, opaco, rostros salidos desde la misma paleta de Munch. Son los rostros de aquellas minorías que no entran al sistema de imágenes generadas en el norte global”.

Juan Manuel Mancilla
El museo: infraestructura?
El tamaño del museo es lo primero que llama mi atención: 23.313 metros cuadrados para 26.700 pinturas, grabados, esbozos, documentos y objetos personales del más renombrado de los artistas noruegos. Salta a la vista la superestructura arquitectónica erigida a la orilla del mar, enclavada en el paseo marítimo, un marco de desarrollo de edificaciones postmodernas de Oslo Sentrum en Bjørvika y que levanta un polo de atracción turística entre hoteles, centro financiero, la ópera y la biblioteca, todo un conjunto de carácter monumental (Barcode es su sintomático nombre) que reúne (o revuelve) el arte, la cultura y el capital, reputando a Oslo dentro de las ciudades punteras a la vanguardia del mundo global, sobresaliente en la utilización de energías verdes amigables y utilizando materiales de bajo impacto en contaminación. Pese a todo ello, igualmente me pregunto enfrente de este monumentalismo admirable: ¿dónde está la “austeridad” que suele asociarse a estos pueblos? En mi visión, su inmensidad es desproporcionada, diseño arquitectónico romboide y trapezoidal que funciona como una proyección del estilo más reconocido y aclamado del propio Munch (expresionismo). Sin embargo, me inclino a pensar que su forma también manifiesta el contenido desproporcionado del capitalismo, un sistema que deforma cuerpos y amplifica volúmenes “aprovechando” espacios grotescamente. El edificio tiene algo de estructura de sandwich: la planta 1 es tienda de ventas y suvenires, en el medio, plantas 4-6 se encuentra la obra de Munch, y en el piso 13, el recorrido ascendente finaliza con otra tienda más; un café-bar con aires de salón vip y vista panorámica de toda la ciudad.
Munch: su obra
La densa y alienígena obra del genial pintor y grabador noruego Edvar Munch (1863-1944) ocupa dos o tres pisos del museo. La curatorial organiza un recorrido al estilo mall. A primera vista, el visitante no pareciera encontrarse ante una propuesta reinterpretativa de su producción artística, sino un mero ordenamiento epocal, acaso estilístico (período expresionista y modernista), dividido en dos plantas (4-6). Un salón llamado “Munch infinito” y luego, dos plantas más arriba, “Munch monumental”.
La primera parte es la que goza de mayor atención, pues, representa la obra y el estilo reconocido mundialmente del artista, entre ellas, encontramos “los gritos”, “las madonnas”, “las vampiras” y “los despechos”. De hecho, en el centro de este salón se encuentran dos versiones de “El grito”. Una en grabado y la otra en témpera y pasteles.
La parte Monumental, es muy contrastiva de la primera: llena de luz y vida, con soles y madres lactantes gigantescas. Lo de monumental es literal, piezas que sobrepasan fácilmente los 10 metros cuadrados de tela colgando en los también colosales muros del museo. Entre ambas propuestas existe un contraste que no está explorado críticamente, sino que se ha privilegiado una narrativa informativa como mera exhibición o muestra. Es totalmente bienvenida tener la oportunidad de conocer la obra reunida de un artista, sin embargo, me siguen pesando los 13 pisos de la infraestructura: ¿qué obra dice más, la que alberga al artista Munch o el Museo Munch?
Visitantes mudos: sin grito
Las personas frente al grito quedan en absoluto silencio, pero sobre todo porque quedan absortas frente a la “pequeñez” de las obras. Y luego, porque incluso la forma de exhibición, la cual resguarda los cuadros escondiéndolos con un mecanismo de puertas corredizas a la manera de un teatro de miniaturas, le resta peso, gravedad y espesor a lo que será visto. De hecho, las personas tienden a reír nerviosamente, pues la puesta en escena provoca un efecto desarticulado con la expectativa.
Por otra parte, el visitante desprevenido, no sabe sino hasta que se abren unas pequeñas compuertas, cuál de las versiones de “El grito” contemplará, lo cual ocurre cada una hora en que las vistas a la obra van rotando. En efecto, hay una especie de desilusión cuando los visitantes han esperado por una hora y aparece en frente la versión en grabado. Esto se puede corroborar en que las personas no se quedan demasiado tiempo observándola.
Además, están quienes van en plan influencer: instagramers, tiktokers o youtubers, y juegan frente a las obras haciendo la selfie de rigor vacío con el grito de fondo que no les conmueve un solo pelo. De este comportamiento, llama mi atención cuando las personas apuntan sus cámaras hacia la obra poniendo rojo el rostro del humanoide, gatillando un efecto reflejo superpuesto entre el cuadro y el retratista postmoderno con su smartphone, confundiéndose ambos rostros cuya expresión la leo como un doble vacío de la era presente. Sin duda, esto es lo más interesante e intrigante de la obra más afamada de Munch, aun encarna.
Munch fuera del museo
Veo los rostros de Munch en las calles de Oslo. Algunos pocos habitantes de la ciudad tienen ese color alienado: un verdoso pálido, un amarillo satinado, opaco, rostros salidos desde la misma paleta de Munch.
Son los rostros de aquellas minorías que no entran al sistema de imágenes generadas en el norte global. No se trata de los rostros prístinos de aquellos integrados y postulantes fervientes al main stream del mundo globalizado, cualquiera sea. Para nada, son los enfermos que padecen el peso del sistema, los aplastados, los que no capitalizan, los que no van en la dirección “correcta”, son los que han perdido el norte en el propio norte, hoy por hoy, el centro del capitalismo mundial.
He visto estos rostros-Munch en un par de borrachos (recordar que en Oslo y Noruega implícitamente está prohibido emborracharse), un par de mendigos, que aquí ni siquiera tienen derecho a vagar por las calles de un país con una legislación que busca castigar la mendicidad, donde el frío y la policía se encargarán de hacer el resto.
Lo paradójico es que el ser alienado de Munch no solo está en estos rostros del despojo, sino también en los de aquellos que por tenerlo todo, también están vacíos, “hablando” (¿dialogando?) o mirando una pantalla para moverse por una ciudad. Lo complejo es que en esta sociedad del primerísimo mundo, los gritos han sido acallados de tal forma que estar mudo en el mundo es la regla, pero que al explotar su grito acallado, potencialmente ocurre una matanza o la tasa de suicidios se incrementa.
Gritar hoy ya no es una acción, aunque debería ser la reacción humana frente a un sistema de orden global que asfixia e intoxica, no obstante, seguimos confiándonos y “confesándonos” frente a una pantalla, colmados de data pero vacíos de anécdotas o experiencias singulares en pro de una supuesta comunidad global que rinde tributo a un modo de vida instaurado en y por las sociedades del norte globalizado que precisamente prescinde de determinados tipos humanos.
Algo más que personal
Estoy viviendo en el barrio de St. Hanshaugen a los pies de la Gamle Aker Kirke, una iglesia luterana perteneciente al románico escandinavo, muy discreta y que data del siglo XII (intuyo). Cada mañana o cada tarde al salir y al volver de la Universidad, debo pasar por sus senderos que a la vez son tumbas y jardines emplazados en la vía pública. En la noche cuando hay tiniebla, la película de terror para un latinoamericano es inevitable, aunque en Chile no sea tan fuerte como en otras partes del continente, precisamente dado por la frialdad climática de una parte importante del país, y también por cierta forzada y distante herencia anglo-germana. De todos modos, es aquí donde más trascendencia encuentra el refrán: es a los vivos a quienes se debe temer, no a los muertos. Es admirable y saludable no sentir miedo a ser asaltado. Por otra parte, es lo que reconozco del protestantismo, su cercanía menos demonizada con la muerte en comparación con el catolicismo que satura de fantasmas y terrores a la mente.
Volviendo al museo, luego de recorrer y marearme, (reacción usual cuando visito museos de des-proporciones), me dirigí hacia una sección del salón menos transitada. En una de las paredes, discretamente un pequeño cuadro asoma. Para mi sorpresa, ahí estaba “Gamle Aker Kirke”, el óleo pintado por la mano de Munch. Debe ser uno de los cuadros más pequeños realizados por el artista. La sensación de ver ahí la iglesia y la tierra donde vivo, que es la tierra de los muertos, me hizo sentir fuera del tiempo, como un pasajero insignificantemente importante. Gamle Aker, cuya traducción podría ser la vieja tierra, antiguo campo, el acre arcaico de la otrora Kristiania, un pueblo más bien rural que la actual ciudad hipermoderna y ejemplo capitalista, fríamente distante y orgullosa.
Por supuesto, lo que nos queda en el presente es la búsqueda de aquellas excepciones que pueden quebrantar la rígida regla y en vez de proyectar ciudadanías, busquemos más comunidades que nos lleven al encuentro y colisión con lo diverso. Así, no podría dejar de pensar y captar a las personas que perteneciendo a estos contextos, pisan el otro lado de la frontera imaginaria y bajan alertas y prejuicios para adentrarse en lo que más nos emparenta: ser seres humanos menos parecidos a los rostros de Munch. ¿Será esto mucho pedir?

Juan Manuel Mancilla. Poeta, músico.Doctorado Literatura Universidad Católica de Valparaíso (Becario Agencia Nacional de Investigación-Chile 2019-2023). Diplomado Literatura Comparada (Universidad Adolfo Ibáñez, 2015). Magister en Literatura Chilena (Universidad de La Serena, 2010). Licenciatura en Castellano y Filosofía (Universidad de La Serena, 2003). Su área de estudio es la poesía y narrativa chilena contemporánea desde perspectivas ligadas a los estudios comparados, visuales y culturales. Imparte cursos de Literatura de la Universidad Adolfo Ibáñez y la Universidad Católica de Valparaíso. Ha publicado una trilogía poética integrada por los libros: Arca (2014), Baúl (2015) y Testamento (2017). Su último libro de poesía es Estrella náufraga (2022). Ha sido beneficiado por el Ministerio de la Cultura y las Artes (Chile) para presentar su trabajo académico y artístico en instancias nacionales e internacionales. Actualmente, se encuentra en la Universidad de Oslo como investigador invitado finalizando su tesis doctoral sobre la obra poética de Roberto Bolaño.