A Jean-Luc Godard (París, 1930-Rolle, Suiza, 2022) le gustaba provocar, alterar, incomodar. Algo de la “belleza convulsiva” de André Breton permaneció siempre vigente en su espíritu, hasta el final. ¿Su propia muerte –suicidio asistido– no es una manera de enrostrarnos todo nuestro “no saber morir” contemporáneo, ese temor pánico ante la propia decisión, ya que se está cansado, de poner fin a nuestros días?

Adolfo Vera Peñaloza
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Godard fue el primero en entender que el cine, además de ser una manifestación popular y de entretención –había nacido en las ferias, al lado de la mujer barbuda y del levantador de pesas– era una manifestación cultural e histórica mayor, la expresión cultural más propia al siglo XX, aquella que le correspondía de un modo más pleno: la superficie de inscripción más propia a un siglo plagado de traumatismos, violencia extrema y agitación. Es por ello que su función no podía ser únicamente la entretención, ni el “placer estético”; tenía que ser un arte político, “el” arte político de nuestro tiempo.
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A Godard le gustaba provocar, alterar, incomodar. Algo de la “belleza convulsiva” de André Breton permaneció siempre vigente en su espíritu, hasta el final. ¿Su propia muerte –suicidio asistido– no es una manera de enrostrarnos todo nuestro “no saber morir” contemporáneo, ese temor pánico ante la propia decisión, ya que se está cansado, de poner fin a nuestros días?
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Su “política del cine” –que incluye el período maoísta de fines de los años 1960– implicaba ante todo pensar la “responsabilidad” del cine, es decir, un cuestionamiento ético ante la forma cinematográfica. Fue el único cineasta en llevar hasta sus consecuencias más extremas esta posición que podríamos llamar “sartreana”. Su obra cúlmine, y sin duda la obra cinematográfica más relevante en términos de una reflexión del cine sobre sí mismo que jamás se haya realizado –las Historia(s) del cine, 1989-1998– es un monumento, hecho de fragmentos y mosaicos audiovisuales, que conduce a una enorme y sostenida reflexión en torno a esta “responsabilidad”. ¿Cómo respondió el cine ante la barbarie y la violencia extrema que caracterizan al siglo XX, que le vio nacer? La respuesta, según Godard, fue ante todo la evasión, y el ensalzamiento de la belleza femenina y masculina (las “stars”) mientras el mundo se poblaba de cadáveres. ¿Cómo, al mismo tiempo, el lenguaje cinematográfico, los planos, contraplanos, los travellings (recordemos la encendida discusión a fines de los años 1960 en los Cahiers du cinema, donde había empezado Godard su carrera de crítico de cine, en torno al travelling de Kappo, film de Gillo Pontocorvo y que es fuertemente criticado allí por “embellecer” una escena que transcurre al interior de un campo de exterminio nazi); cómo este lenguaje que es organizado por esta maquinaria lógica que es el montaje fue capaz de asumir una tal violencia? La respuesta de Godard es melancólica (será la misma en otro bello film, El elogio del amor, de 2001): no fue capaz. Su incapacidad, ante el desafío que le fue planteado, es su sello histórico.
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¿De qué es capaz el cine? De acumular ruinas, de organizar –vía montaje– fragmentos. Ruinas y fragmentos que se configuran como imágenes, es decir, como simulacros, como fantasmas. El cineasta es entonces, ante todo, un historiador, que es otra forma de decir: un sepulturero, que entierra y desentierra objetos, cadáveres, épocas, acontecimientos. Su concepción es la misma que Sigfried Kracauer tenía de la función del cineasta: es un “trapero”, el “chiffonier” baudelereano, aquel que recolecta los escombros de la historia, los organiza, los saca a la luz, los muestra. Y los acumula. El cine, entonces, es otro arte del archivo –siendo este un aparato (en el sentido de Jean-Louis Déotte) absolutamente esencial al siglo XX, y que funciona, según Derrida, en una lógica según la cual el olvido y la memoria se entretejen, la mayoría de las veces trágicamente.
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El cine, entonces, arte de reunir y organizar fragmentos, escombros, ruinas. Pero, ¿de qué? De la gran construcción histórica que el siglo XIX heredó al XX: la historia, justamente. El genocidio armenio perpetrado por los turcos, la exterminación de los judíos de Europa perpetrada por los nazis, la guerra de Vietnam, la guerra de Argelia, las dictaduras latinoamericanas, etc., han hecho estallar esa Historia en mil pedazos. De esa construcción decimonónica, de ese edificio monumental que era la Historia, no queda más que una acumulación de escombros. En ese sentido, Godard fue quien filmó, una y otra vez, las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin.
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Los cineastas de la Nouvelle Vague (Rivette, Chabrol, Truffaut, Godard) se formaron en la Cinemathèque de Henri Langlois. Son los primeros para quienes el cine –así como la pintura para Cézanne y sus continuadores– se aparece como una acumulación de formas históricas. El cine sería la forma de las formas, aquella que engloba a las otras. Gracias al montaje, el cine puede manipular todas las formas –como era el ejercicio de la historia del arte para Aby Warburg, o para Eli Faure, a quien Godard cita seguido. Así, el Libro de las imágenes (2018), el último film estrenado y premiado en Cannes, es un ejercicio en torno a la cuestión del archivo en el contexto de la hiperproducción de imágenes en la cultura digital. Sus investigaciones en torno al video (por ejemplo en Numéro Deux, de 1975) refieren a un interés similar: ¿cuáles son las posibilidades de la imagen electrónica, respecto a la fílmica, en lo que refiere a su archivo, a su perduración, a su manipulación, a su política? La gran obra de Godard fue: establecer una “política de las imágenes”. Ya en A bout du soufflé (1960) se observa: la secuencia célebre de Belmondo mirando a la cámara y diciendo el conocido parlamento (“si vous n’aimez pas la mer…”) refiere a un cuestionamiento bien radical –e inédito hasta entonces– en torno a las posibilidades (su política) de la imagen cinematográfica. En otro de sus clásicos de la primera época, Le mépris (1963), uno de los protagonistas del film no es sino…el cine, en cuanto tal.
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Una vez que, después de la Catástrofe que recorre de punta a cabo el siglo XX –esa catástrofe teorizada por las Tesis de Benjamin– el mundo queda reducido a escombros, las obras de la historia del cine se convierten en configuraciones, en cristalizaciones (imágenes dialécticas, diría Benjamin) que deben ser interrogadas por los mismos cineastas. Así como Malraux (a quien admiraba), Godard intentó construir un Museo Imaginario de las formas cinematográficas, y de las posibilidades del cine, que no sólo refieren a la imagen-movimiento o a la imagen-tiempo deleuzeanas, sino también a algo que las sobrepasa, sobrepasando al cine –lo que Lyotard llamó: a-cinéma (cf. Passion, film de 1982)– con el fin de fijar, y archivar, algo así como el Gran Fracaso de esta forma visual frente a la que, según Godard, había sido su gran responsabilidad: redimir la existencia material (Kracauer). De más está decir que esta Imposibilidad es su gran y maravillosa posibilidad, de la que Godard, qué duda cabe, fue su artífice más singular.
Adolfo Vera Peñaloza (Rancagua, 1975). Licenciado en Filosofía, Universidad de Valparaíso, y Mg. en Teoría e Historia del Arte, Universidad de Chile. Se doctoró en Filosofía en la Universidad de París VIII Vincennes Saint Denis. Docente del Instituto de Filosofía de la Universidad de Valparaíso y director del Doctorado en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, Universidad de Valparaíso. Profesor visitante en las universidades de Konstanz, Alemania, y de Tours, Francia. Ha sido coeditado en las Actas de los Coloquios de Cine y Filosofía (2013, 2014, 2015), y en los libros Las formas del pasado: memoria y destrucción (2015), Bifurcaciones de lo sensible: cine, arte y nuevos medios (2018), y el número monográfico Esthétiques latino-américaines (2015). Ha publicado los libros Entre el deseo y la materia: obra visual de Claudio Bertoni (2007), Arte y desaparición (2017), El ser y la electricidad: una filosofía del rock (2019) y Ruinas de lo sensible (2020).