Estómago vacío, de jugos lleno: una revisión de la cueva de Fernanda Meza

La escritura de Fernanda Meza despliega una resistencia hacia la figura humana como única portadora de experiencias; el libro es una cueva y los poemas son distintos animales, hongos y bacterias que, al salir de esta morada, se encuentran con la acción antrópica que les hace freno a sus impulsos vitales.

Iván Rivera

Tengo el presentimiento de que la especie humana, a medida en que fue irguiéndose y tomando la postura bípeda y vertical que conocemos, se fue avergonzando de sus propios fluidos corporales y de las huellas que estos dejan en el espacio. Sobre aquello, recuerdo una secuencia escrita por Ronald Kay en El espacio de acá: “La mancha es la impronta húmeda, la letra primordial de dicha escritura corporal, es la huella inmediata que el organismo traza en su interior”. Es decir, a medida en que nuestro cuerpo fue recogiéndose del suelo, nos llevamos con él sus huellas, creando un pudor vigoroso frente a la visión de nuestros interiores, el cual también inhibió nuestro apego instintivo y visceral con el mundo y la otredad. Porque las glándulas actúan ante la excitación inmediata con los estímulos exteriores y los canales por donde se trasladan los fluidos son las vías primigenias con las que el cuerpo exhibe su interioridad, añade Kay. Antes que el lenguaje está la saliva.

Es común que desde Occidente exista la asociación de esta verticalidad corporal con el pulcro cuidado de la razón que, concentrada en nuestra cabeza, es la parte más alejada de la tierra. De allí proviene el relato evolutivo u hominización de la especie, cuya instauración no ha hecho más que acelerar nuestro sistema motor y cognitivo con hábitos rutinariamente higiénicos, productivos y patologizantes. Como señala la autora: “es evidente / la debilidad de las mucosas / el desgaste de la memoria”.

En paralelo a este tiempo lineal, existen varias hendiduras que inflexionan el rumbo que conlleva el progreso. Imaginar de pronto escenas como el baño de un terminal de buses en los alrededores de la selva, el cual te invita a defecar en cuclillas, a poner tu hoyo sobre un hoyo más grande y tirar tus heces al abismo, puede resultar un gesto de reconciliación con nuestra anatomía. O bien, para mencionar actos más sublimes, imaginar a la tejedora andina que, de rodillas, urde la estructura de un espíritu; o la cotidianidad, por otro lado, con que la mamita del Valle Central desgrana los porotos bajo un parrón, tendida en el suelo. El pubis en contacto estrecho con la sequedad de esta tierra, porque el suelo absorbe la mancha y humecta. Las bacterias lo agradecen.

Si bien, estos son ejemplos de resistencia que ocurren a nivel cultural en los márgenes de la vida centralizada, en la ciudad también podemos contestar a la ortopedia civilizatoria de occidente desde la micropolítica de nuestras corporalidades. Vale recordar el conjunto de actos que realizó Diamela Eltit en Zona de dolor (1980), donde se le ve arrodillada con un balde y un paño húmedo limpiando la vereda de un burdel, quitando las manchas coitales producidas por los cuerpos confusos, excitados y entristecidos de la dictadura. Limpió, con un gesto sencillo de amor, la evidencia clandestina del acto.

Décadas después, nos encontramos a Fernanda Meza recuperando ese minucioso pero agudo gesto de escribir y examinar el territorio desde el piso, observando en primer plano la mugre residual de la excitación humana que se impregna en las calles y rincones de la ciudad saturada por el extractivismo. La escritura despliega una resistencia hacia la figura humana como única portadora de experiencias; el libro es una cueva y los poemas son distintos animales, hongos y bacterias que, al salir de esta morada, se encuentran con la acción antrópica que les hace freno a sus impulsos vitales. Por eso, los poemas parecieran no tener hablante, más bien quienes guían la escritura son este grupo de seres con una afección común: el hambre. Apunta la autora: “fuera de la carnicería / muertas de frío / acurrucadas / tiritamos // esperamos / ser premiadas / por el hambre”. O más adelante: “desparramé los huesos y decidí deformarme // cercenar poco a poco / mis características / de animal abusado”.

Porque, en el abandono de este hogar que es la cueva, hay un pequeño brote de adrenalina que es guía de la sobrevivencia. Y esa adrenalina es la hormona que transforma, que adapta en el rostro un espectro de emociones que van desde la agresividad a la ternura. La herramienta de Fernanda es la transmutación de su cuerpo en ave, roedora o caracola; la moldura hacia la imagen que pueda sobrellevar mejor la violencia que la ciudad ejerce sobre ella. Como cuenta Manuel Rojas en “El vaso de leche”, no hay peor exposición ante el resto que el hambre.

Pero, mientras leo el libro, temo que, al momento en que Fernanda salga en busca de alimento, los seres que la esperan en la cueva comiencen a reclamar su cuerpo, reaccionen multiplicándose frente al hambre ya que, al parecer, se alimentan de ella. Los hongos se reproducen en su ausencia llenando por completo la cavidad interna de la cueva, porque, al volver: “alas transparentes se toman la cama / las sábanas liquen extendidas / sobre almohadas // el agujero nos quedó estrecho / ¿será que esta no era nuestra casa?”.

Mayo de 2022.

Iván Rivera y Fernanda Meza en la presentación de la cueva.

la cueva, Fernanda Meza. Editorial Anagénesis, pp. 27.

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