Milena Jesenská ha sido estigmatizada como la amante de Kafka, debido a un epistolario que sobrevivió de una breve y tortuosa relación entre ambos (Cartas a Milena); sin embargo, se sabe poco de su fascinante e intensa vida: mujer de avanzada, traductora de literaturas de vanguardia, bisexual, militante comunista, morfinómana y figura clave del periodismo checo, que murió en un campo de concentración nazi en 1944. Esta crónica de costumbres que incluimos, publicada justo hace cien años en la convulsionada Viena, viene a ser una mínima muestra de la escritura filosa e incisiva de la autora, que ironizó con desparpajo el esnobismo burgués de la época.

Milena Jesenská
[Traducción de Christian Kupchik]
He decidido hacer un elogio del kitsch, aunque está muy lejos de mí la idea de que se trata de algo respetable y bueno. Tampoco se me ocurriría pretender que es hermoso y ustedes me verían en muchos apuros si debiera enumerar sus virtudes. Sin embargo, luego de dos horas de vagabundeo por la ciudad matinal, inundada de sol, me he visto ganada por la necesidad de hacer algo un poco loco.
¿El kitsch? Algo superfluo, un no-sé-qué de vano, una especie de burbuja en la superficie del tiempo, aunque una burbuja magnífica, multicolor. Algo perfectamente crudo e impúdico. No hay buen o mal kitsch. Existe, y eso es todo. Un maravilloso juguete sin alma. Por otra parte, nosotros nos lo tragamos todos los días. ¿Quién lo reconoce? Muy pocos. Pero nos defendemos contra él como viejos y conservadores gruñones, sin saber lo que recubre y cómo se manifiesta. ¿Cómo debería expresarse nuestra época de fábricas, automóviles, bares y bolsas? ¿Debería encarnarse en una transposición metafísica? ¿En Succini, por ejemplo? A qué dulce voluptuosidad se entrega este no-arte. Enfrentar esta brillante insolencia y experimentar su alegría, es ser capaz del goce. Ser capaz del placer no significa dejarse arrastrar por él, sino apresar y amaestrar la alegría, sofocarla en un sano buen humor.
Pobres de aquellos que nunca conocieron el entusiasmo. Pobres de aquellos que jamás conocieron la despreocupación. Miserables aquellos que nunca se enamoraron de una pequeña empleada de los suburbios, una mujercita un poco contrahecha y con un rostro semejante al de una diosa. El mundo no es tal como es, sino tal como lo vemos. Lo que no lo exalta, lo empobrece. Nos falta imaginación para verlo tal cual es. Somos demasiado palurdos para ser verdaderamente virtuosos. La ausencia de pecado no significa virtud. La virtud radica en saber lo que es el pecado.
Tomemos una calesita común, revestida de colores chillones en los confines de la ciudad, en la zanja que está detrás del puente Palacky. No llamará la atención de nadie. No por verse carente de alguna maravillosa belleza, sino porque los paseantes se asustan del kitsch. A sus almas, que pasean vestidas con sacos de cuellos falsos entre una oficina y otra, esta calesita, con sus franjas y sus campanillas, esta calesita giratoria tendida entre terciopelos rojos y galones dorados, no evoca a un castillo encantado ni a una princesa hermosa como el día (aunque sea esto lo que contempla ese muchachito mientras se chupa el dedo, plantado ante la construcción). Sin embargo, esa calesita es un trozo de la juventud que huyó. Allí están ustedes, serios como un papa, dotados de un gusto artístico intachable; allí están, pobres y avaros. Pero el terciopelo rojo y los patos de madera son preciosos, tan bellos como todo lo demás: es solo vuestra experiencia estúpida la que los lleva a creer que están gastados y llenos de pulgas. Y en Touissaint, las divisas blancas en el cementerio de Olsany y los marcos de perlas azules rodeados de rosas de hojalata conforman una magnífica celebración del duelo. Hay que ser muy estúpido para tener tamaña falta de gusto. Las bolas de porcelana blanca y las tazas decoradas con palomas bajo las arcadas del mercado de carbón, al lado del vendedor de pájaros que huelen a las ardillas, cantan maravillosos himnos al cliché y al absurdo. Y si ustedes no aplauden con ambas manos semejante visión, solo se debe a vuestra soporífera sobriedad.

Existe gente que teme derrochar su dinero ofreciéndose algún placer. Se dicen virtuosos, sin creer en nada. Saben únicamente que no tendrán la fuerza para decir “bastante”, que gritarán sin cesar “todavía”, y es por ello que proclaman con suficiencia “nunca”. Para ser capaz de alcanzar la liviandad, es preciso tener espíritu. Evocar una ligereza que nace de la desesperación, es complacerse con frases huecas. Tomar la levedad en serio es falta de gusto. Pero gustar de la levedad en todo su dominio es una forma superior de vida. Stendhal ha hecho su elogio, pero no la ha sabido vivir debido a su vanidad. Laforgue, por el contrario, supo vivir y murió de acuerdo a esta forma de vida cantada por Jules Romain. ¡Que vivan los felices socios capaces de ir con ligereza hasta el fondo de las cosas, tan cargados como un arroyo pedregoso!
Si ustedes toman al kitsch en serio, carecen de gusto. No es al kitsch al que le falta el sentido del gusto, sino a ustedes. El kitsch no quiere ser tomado en serio. El kitsch solo les brinda un guiño. Es embriagador, deslumbrante, y está en ustedes no dejarlo brillar. Sientan el placer y luego búrlense de él. Manténgalo a buena distancia y giren alegremente en torno a él una mañana chispeante, como la de hoy. Desenmascárenlo para volverlo inofensivo. Una vez que las cosas están desenmascaradas, podemos consagrarle un afecto teñido de piedad. Pero de allí a menospreciar el kitsch nos volvería tan ridículos como lo son las damas distinguidas que fustigan a las hijas de la calle. Tenemos necesidad del kitsch para superarlo. Tenemos necesidad de todo lo que es malo para liberarnos. Es un proceso sano, fuerte, beneficioso. Es como el proceso de la juventud. Quienes se han despiojado de pequeñas maldades, han podido elevarse hasta la altura exacta. Aquellos no han tenido esta suerte, se han endurecido en el hipócrita deseo de las pequeñas bajezas cometidas en secreto cuando alguien no los ve.
Los justos se vuelven contra el kitsch con indignación, se tornan más severos. Pero la levedad es un don de Dios. En la levedad hay más verdad, más moral, más espíritu. Los más ligeros son al mismo tiempo los más pesados. Porque permanecen en las cimas, están solos.
Este primer sol primaveral de finales de enero me condujo a este elogio del jugueteo. Las pequeñas vitrinas rebosantes de baratijas son tan divertidas como las estatuillas pintarrajeadas, los horribles afiches a la entrada de los cines y los mamarrachos en las exposiciones y esta música que rechina en las calles. Mitad ciudad, mitad pueblo, el todo da una metrópolis llena de mal gusto que aúlla y saca la lengua: qué estupidez sería darle la espalda con indignación. Pues todo esto es la vida. Nos moriríamos de aburrimiento en este mundo si éste no nos reservara más que nobles intenciones. Los hombres evitan reconocer a las damitas de su juventud, como si ellos sufrieran por las mujeres de su edad madura. Tienen razón. No es por el reconocimiento que nos hemos enriquecido.
La mayor inmoralidad es la falta de intuición y la necedad. El hombre que tiene conciencia de lo que ha hecho, ya está perdonado por Dios. Incluso nuestros semejantes perdonan más fácilmente a aquellos que saben lo que han hecho. Si ustedes se vuelven contra el kitsch con aire ofendido, son tan inmorales como cuando lo adoraban. En uno u otro caso, no saben de qué se trata lo que se encuentra ante ustedes. Hay cosas que resulta perfectamente absurdo tomarlas en serio, pero negar su importancia no es más que ceguera. Hay cosas que son necesarias, justas y buenas, pero tan inútiles como un suicidio frustrado. Es necesario permitirle al hombre escalar la montaña y ver su otro costado.
Todas las felices farsas de la vida nos dejan recuerdos amables. Es en sus bagatelas que ponemos lo mejor de nosotros mismos, nuestra inexperiencia, nuestra espontaneidad, nuestros deseos, nuestros impulsos. Un único ser bueno y ligero alcanza para que Dios perdone a miles de malos justos.
Miren, no sabemos regocijarnos. No nos ha sido dado. No tenemos espíritu, caemos enseguida en la grosería y la obscenidad. Nuestros cabarets –salvo raras excepciones– carecen, por lo menos, de refinamiento. Nuestros periódicos satíricos son tan lamentables y groseros que dan ganas de llorar. Nuestros salones nocturnos, nuestros bares, nuestras salas bailables, nuestros cafés-concerts, son tan vulgares, tan aburridos. No tenemos talento para el kitsch. Nuestros noctámbulos ignoran los gestos ligeros y graciosos de los parisinos. El vino nos llena los ojos de lágrimas sentimentales y nos pone soñadores y melancólicos. Divertirse está mal visto entre nosotros. Y, sin embargo, divertirse airea el alma, limpia la atmósfera. La alegría es la higiene del hombre, una bocanada de aire fresco en una habitación cerrada.
Somos cobardes, tememos sin cesar por nuestra dignidad, no sabemos reírnos abierta y francamente (y estoy hablando de algo frágil, fino, aunque ustedes no me crean), y ésa es una de nuestras mayores maldiciones. Si somos capaces de ser ligeros, sabríamos ser más naturales cuando se trata de ser graves.
Tribuna, 28 de julio de 1922.
Transcripción y pódcast: Charo Apezechea.

Milena Jesenská (Praga, 1896-campo de concentración de Ravensbrück, Alemania, 1944). Escritora, periodista, traductora. Colaboró como periodista y editora en numerosos periódicos y revistas de la época. Publicó los libros Las recetas de Milena (1925), Por el camino de la simplicidad (1926) y El monje hace el hábito (1927), estos dos últimos recopilaciones de artículos y crónicas. Fue la primera en traducir a cualquier idioma la obra de Kafka, al versionar al checo, en 1920, el relato “El fogonero”; a lo que sumo obras de Guillaume Apollinaire, Henri Barbusse, G. K. Chesterton, R. L. Stevenson, Jonathan Swift, Máximo Gorki y Rosa de Luxemburgo, entre otros. El artículo “Elogio del kitsch” lo hemos tomado de V de Vian, n° 25, septiembre de 1996.