Un paseo circular

Nina Avellaneda

©La Antorcha Magacín # 5

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De niña tenía un sueño recurrente, recurrente en relación a sus sueños y recurrente en relación a los sueños de la humanidad (dudo al escribir “humanidad”. A veces sorprendo no solo a mi perro o gato, sino también gallinas y lagartijas dando un salto en el sitio donde duermen, y pienso: está cayendo, se ha caído en su sueño).

Jung piensa que existen estructuras de la mente inconsciente comunes a los miembros de una especie. No habla de la espe­cie humana, dice: “miembros de una especie”, pero ¿podemos suponer que la caída, el descenso, carece de carga simbólica en el acto reflejo e instintivo que se activa en un animal cuando se cae?

En su sueño infantil caminaba por un patio o jardín ensom­brecido. Se colaba la luz suficiente para admirar el paisaje, los árboles, y le otorgaba dinamismo a la escena: las hojas se mue­ven, la luz se desplaza, como si estuviera viva. Está viva. La sombra es inmóvil, pero la luz del fuego no cesa de moverse, aún así necesitamos de la sombra para advertirlo.

El suelo era blando, cubierto por tierra de hoja y vegetación. Los pies se acompasaban al camino. Era “su” camino, su jardín en penumbras. Había un nogal, el resto de los árboles eran simplemente árboles, sin nombre, sin lenguaje. Las tonalidades iban del gris de una sombra tenue al marrón de la madera. Del verde oscuro del follaje al violeta de algo que le llegaba a las rodillas: ¿arbustos, pétalos de flores? El violeta hacía ingresar al rojo, aunque no en estado puro sino disuelto en azul. Com­prendía eso vagamente en su sueño. En su sueño recurrente.

Caminaba por el pequeño bosque, jardín o patio. Iba tran­quila porque lo conocía de sus sueños anteriores, y de pronto en el follaje que cubría el suelo asomaba un cuadrado negro enmarcado con madera, igual que una ventana hacia la noche. Ella pasaba por encima y se caía dentro.

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Bachelard en un hermoso libro sobre la imaginación, dedica un capítulo a “la caída imaginaria”. Su libro es un ensayo sobre la imaginación del movimiento y se llama El aire y los sueños. Es tan solo uno de los libros dedicados a las imágenes poéticas y del ensueño. Se guía por los cuatro elementos de la naturale­za, y en El aire y los sueños el imaginario remite a la movilidad. Viajar es un movimiento. Un tránsito horizontal. La caída, que es un desplazamiento vertical ha de tener un nombre distin­to. No podemos hablar de viaje, tal vez “descenso” sea una palabra que le otorga aventura a la caída, sucesos. Pero en su sueño recurrente no hay sucesos, no ocurren cosas. El tiempo se dilata y tarda, transcurre el tiempo, pero caer es lo único que acontece.

El miedo a caer es un miedo primitivo, escribe Bachelard, constituye el elemento dinámico del miedo a la oscuridad. Lo oscuro y la caída, la caída en la oscuridad. Pero ella no siente miedo al caer. Ha caído cada vez que transita el patio o jardín, no existe experiencia alternativa a la experiencia de caer. Tal vez no existe bosque hacia adelante sino abajo, y ya no son posibles troncos y ramas sino el vacío.

Jack London tuvo la idea de que la caída onírica era un “re­cuerdo de raza”, es decir, que se remontaba a nuestros antepa­sados remotos que vivían sobre los árboles. Los llama “arborí­colas”, para quienes el riesgo de caer habría sido una amenaza constante y familiar. En el sueño de la caída, sin embargo, nun­ca nos precipitamos al suelo, escribe London, y es así que en su sueño, tras el vértigo de perder el piso y sentir la nada bajo sus pies, sobreviene una especie de confianza. Es posible que esta confianza esté dada por el carácter recurrente de su sueño, por el conocimiento anticipado del final: nada ocurre sino la expe­riencia de caer. O puede que su vaga y habitual consciencia de estar soñando le otorgue un componente de disfrute al sueño: no es real, está en mi mente.

Como sea en su sueño cae y cae, y todo está oscuro y en calma. La vida fuera de ese espacio parece el recuerdo de una ilusión que ha acabado. Hermosa, llena de colores, pero ilusoria y fragmentada. La totalidad en la que se sumerge mien­tras cae, aunque carezca de matices, o porque carece de ma­tices –es el todo, el uno– parece indudablemente superior. Alcanza siempre a formular el inicio de la pregunta “dónde” “hacia dónde”, pero muy pronto el pensamiento está disuelto, y el resto de las palabras quedan colgando, lo mismo que sus brazos y piernas.

Porque es un sueño es que el pensamiento está liquidado en ese momento. Solo una vez despiertos echamos a andar la ma­quinaria pesada y exquisita del pensar. Solo porque su sueño era recurrente no temía la caída y se abandonaba, y entonces se parecía a la meditación. Ahora lo sabe. Tal vez meditar es estar conectado con nuestro ser que sueña. Con el que cae, y ya no teme la caída.

La recurrencia de su sueño transformaba la caída en un des­censo tranquilo, caía como se sube, la verticalidad no tenía estatuto de verticalidad porque en el cielo abierto no existe el arriba ni el abajo, como no existe la derecha ni la izquierda. En el cielo abierto la vida es circular. Es probable entonces que la caída en su sueño recurrente fuese el ascenso hacia un arri­ba extraño, aunque descendía de pie, tenía consciencia de sus piernas. Las extremidades de qué centro, me pregunto, son las piernas.

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En este relato el cielo se ha tornado celeste, la noche se disipa, se abre paso hacia una materia gaseosa… mi memoria trae con insistencia el recuerdo de una estancia en Bonifacio, zona cos­tera en la región de Los Ríos, en Chile. Sur del sur o extremidad en la extremidad de una esfera como es la Tierra, el mundo comenzaba o terminaba allí. Era, como fuese, un lugar en don­de inicio y fin se encontraban, como el último movimiento de un lápiz al trazar un círculo, o como la casa 1 y la casa 12 aproximándose para establecer la rueda del zodiaco. Lo que sucedía al alcance de mi vista en Bonifacio era el mar. La bahía completamente abierta, la línea del horizonte más arriba de lo habitual. Llegué allí por casualidad. El mar al nivel del cielo me daba vértigo, no concebía que tuviera que mirarlo con la ca­beza inclinada hacia arriba y entonces le pregunté a mi padre. Dijo él sucintamente que recordara que la Tierra era redonda. Yo seguí sin comprender, pero me aproximé tanto como pude al agua y supe que en ese punto se hallaba un límite. No esta­ba dado el límite por mi capacidad física, por la imposibilidad humana de cruzar a nado un océano, sino por la vastedad. El vasto cielo, como el vasto mar, y los vastos pensamientos. Espejo cada cual del otro, extendidos cada uno para que algo se pierda en esa tríada. Con el mar encima, y con la certeza de que llegaba al final del círculo sentí, sin embargo, una verdad profunda que me atemorizó. No tenía acceso a esa verdad. O sí. Qué es tener acceso. La comprensión debe ser justo al revés de cómo nos la enseñan porque al recordarme de pie al frente también rememoro la sensación de que las preguntas sobra­ban. Todo estaba así dicho de manera azul y en ondas.

Hacia arriba

Así era Bonifacio, una caída real

Tal vez en Bonifacio la niña que caía imaginariamente por la ventana vertical abierta hacia la noche –mi sueño recurren­te– se encontró conmigo, cayendo hacia arriba, por causa del horizonte alterado, excéntrico, saliéndose de sus cabales. La Tierra es redonda, sugiere mi padre que recuerde. El círculo se cierra, y no se comprende, pero un cuerpo parece de pronto erguido, más erguido y más real que de costumbre, como si una presencia hubiese entrado para darle espesura y no pudié­semos movernos después de un descenso tan prolongado y la ascensión nada sencilla. Entro en mí, desciendo en mí. Todo se mueve alrededor.

Pódcast: Daniella Lillo Traverso


Nina Avellaneda (Limache, 1989). Escritora. Licenciada en Literatura (PUCV) y Magíster en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericanos (IDEA-USACH). Ha publicado los libros Heroína (2009), La extravía (2015) y Souza (2021). Cuentos suyos aparecen en las antologías Avi­sa cuando llegues (2019) y No te pertenece. Cuentos contra la vio­lencia de género (2021). Ha escrito textos sobre Clarice Lispector y Gabriela Mistral.

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