Casas de luz para criaturas pequeñas

Rafael Cuevas Bravo

©La Antorcha Magacín # 5

No podía estar más contenta con el alacrán dentro del vaso. Apenas se movía. Y apenas podía ver que se movía porque era el vaso feo en que su abuela, todos los veranos, le servía Fanta. Un engañito infalible. Cuando movió la cama y vio el alacrán, corrió a la cocina a buscar algo para poder manipularlo tranquila, y el único vaso que la llamó y le dio confianza fue ese vaso, uno demasiado grueso, con extrañas vetas blancas y una luz interior que parecía leche o neblina. No se ocupaba aunque las visitas fuesen muchas, tampoco se sacaba si un primo lejano aparecía para prestar respetos a la matriarca en su paso por el pueblo. Solo para ella era ese vaso de su abuela. El blanco de sus vetas, contrastado con el naranja de la bebida, anunciaban el tiempo largo del verano.

A través de ese vidrio el alacrán era más bien un manchón tan difuminado que parecía parte de la pintura, parte del adobe de la pared, amplificado aquí y disminuido allá. Parecía meditar o simplemente dormir. Los movimientos, si existían, no revelaban ningún miedo. Catalina pensó en que el tiempo de los insectos es un misterio. A veces, las polillas podían pasar tardes enteras inmóviles sobre las cortinas de su pieza para luego desaparecer. ¿Era sueño eso? ¿Era reflexión? De niña intentó quedarse quieta como las polillas se quedaban quietas, y nunca lo logró. Se aburría y se iba a hacer hoyos al patio. El alacrán, que en los minutos que llevaba viéndolo había pasado de la mayor actividad a la hibernación más curiosa, no parecía vivir la vida ni fingir la muerte. Estaba, nada más. Las polillas, cuando no estaban quietas, parecían casi siempre al borde de morir, ciegas y enojadas con la vida. Perseguidas por algo.

Cuando el bicho agitó las tenazas en lo que pareció un saludo, los ojos de Catalina se abrieron, se abrieron tanto de alegría que Elizabeth, tan atenta a todo lo de Catalina, a sus señales y aprendizajes, cortó su llanto con escalas de risas, primero hacia arriba, brillantes, y después roncas hacia abajo.

–¡Ese carraspeo oye!

–Soy ansiosa yo. Fumo y me queda la voz así.

–Qué vas a ser ansiosa, erí viciosa nomá.

Le respondía Catalina. “Erí viciosa nomá”, a cada rato, sin pesadez pero con cierta burla, desde que escuchó “viciosa” de la tía Romi –canuta arribista, pero de buen corazón, decían sus otras tías– le había agarrado gusto a la palabra. Elizabeth, por su parte, no podía contener las ganas de autodenominarse “ansiosa”, y de atar parte de sus hábitos y problemas a su “ansiedad”, aunque todavía no supiese bien lo que significaba. Se permitía fumar, morderse las uñas, tomar demasiado vino y hacerse problemas innecesarios, para luego soltar un “ansiosa” que, cada vez más a menudo, el rápido “viciosa nomá” de Catalina lograba echar a perder.

Había cumplido recién los treinta años. Elizabeth estaba sentada en la cama, en pijama, con la nariz tapada por el polvo, al lado del altar que su abuela había levantado para su abuelo junto a la marquesa. En el altar había una fotografía en que su abuelo sonreía junto a la virgen de la terraza, en su pequeña gruta de piedrecillas; sobre el mueble, velas largas y blancas a cada lado de la foto; estampas, estatuas y calendarios de la virgen de Andacollo (las velas mismas, derretidas, parecían siluetas de María), y cajones y cofres y alforjas que poco tenían que ver con el altar, pero que no tenían otro lugar en esa pieza ya repleta de cosas. Un olor a crema o a colonia desvanecida emanaba de alguno de los cajoncitos. Elizabeth se imaginaba el contenido de esas cajas y le daban ganas de vomitar.

Llevaban ya un día de limpieza, y creía haberle transmitido a Catalina la diligencia necesaria para la tarea. Ella, a su vez, lo había aprendido de su madre. Hacer, hacer, hacer. No pensar. Pero ahora, al amanecer del segundo día, por fin el calor volvió a hacerle la mente, y esta tarea de abrir y cerrar cajones, de bajar y subir cortinas, de reubicar muebles y separar ropa, de decidir qué valía la pena conservar y qué valía la pena botar, en una casa asfixiada por años de compras y acumulación compulsiva, le pareció triste. Quería aliviarle el luto a la madre. Pero también quería escupir sobre el campo y los camiones, sobre el valle entero, tan ingrato, tan mezquino. Por fin, al amanecer de ese segundo día, la abulia de siempre la había pillado (no fallaba nunca), y no pudo no sentir envidia de Catalina y su alacrán, de esa curiosidad natural que mostraba su hermana menor.

–¿Qué vas a hacer con él?

–Soltarlo en la pirca yo cacho. Estos no hacen ná pero tampoco me da como pa dejarlo aquí. En el grupo de Facebook dicen que relocalizarlos es siempre la mejor opción.

–Son chamullos esos. La gente de campo es más sincera y si creen que es un bicho peligroso lo matan nomás.

–No creo que dejar la casa linda sea matar todo lo que pillemos.

Catalina sostuvo con una mano el papel que había puesto debajo del alacrán, y con la otra afirmó el vaso desde arriba, hasta llevar al alacrán a la altura de su cara y a la luz del sol que entraba por la ventana de la terraza. Más allá del vaso, Catalina veía a Don Augusto bajo la terraza, cuchillo en mano, la cáscara cayendo de a poco y los duraznos amarilleando, brillantes y desnudos, en un canasto en medio de las piernas, el alacrán en donde debía estar su cabeza y las cumbias de Radio La Popular con el volumen bien alto. Las tencas se paseaban alrededor de la gruta de la virgen espantando a diucas y chincoles. El jardín que su abuela cuidaba había perdido fuerza, pero ganado en exuberancia. Los enormes acacios y el jacarandá seguían como los recordaba, enormes y vigorosos, pero había toda una reunión de plantas intermedias que Catalina no alcanzaba a distinguir entre sí, y que ahora le dejaban impresión de nerviosismo; se buscaban y enredaban las unas con las otras como remedio a la sequía y el abandono. Nunca le había prestado atención al jardín y solo ahora, que su madre se lo había encomendado y su abuela había fallecido, había pensado en su cuidado. El alacrán que le tapaba la cara a Don Augusto ya no movía las tenazas, pero bajaba y subía levemente las patas, palpando el suelo de papel.

–No porque hayan matado ellos tenemos que matar nosotras, Licha.

–Nah, y tampoco es que hayan matado, nuestros abuelos.

Elizabeth se tragó las ganas de volver a llorar. Saltó de la cama, recuperó el equilibrio tras resbalar en el piso de baldosas, y salió de la pieza. Pasó a través del living y del comedor hasta llegar a la cocina, donde el Niño ya asomaba el hocico entre los barrotes de la ventana, lanzando lengüetazos y ladridos al aire. Elizabeth le metió los dedos en el hocico para corresponderle el entusiasmo y después abrió los muebles de cocina, puso todos los vasos que pilló en una bandeja, y volvió, caminando de a poco, afirmando bien los pies, hasta la pieza. Los vasos vibraban un poco y le pareció a Elizabeth que hacían un ruido como de llanto o vertiente.

–Se me prendió una lucecita, hermana.

La pieza de la abuela, como toda la casa, daba tanto a la terraza frontal como al patio trasero, donde estaban las gallinas, los gallineros, el horno de barro, una pequeña bodega, montones de escombros, el viejo baño de pozo y una pirca que separaba la casa de los cerros. El sol no entraba bien por ninguna de las ventanas, pero a esa hora de la mañana había silencio y una luz clara, transparente, ideal para limpiar y trajinar entre las cosas sin matarse de calor. La luz se metía entre los vasos que Elizabeth había puesto en el suelo y se reflejaba de manera distinta en cada uno. Estaban los chupitos floreados. En ellos emergían las flores desde el fondo hasta la parte central del vaso, lugar en que los pétalos estallaban. Para Catalina eran espuelas de galán aunque Elizabeth aseguraba que eran de fantasía: ambas adoraban lo bien que se sentía al tomarlo, el agarre que te permitía tanto pétalo. El vidrio tenía, además, una leve coloración violeta, que hacía que el vaso proyectara una especie de árbol color vino, conformado por la superposición de pétalos. Con ese vaso y una cuenta de luz Catalina pilló una enorme araña de rincón que estaba en el bolso de los medicamentos. Ahora el reflejo no era un árbol sino una estrella exagerada, un poco falsa y de mal gusto, que titilaba y se movía al ritmo de la araña que exploraba su vaso.

Elizabeth, por su parte, tomó sus vasos preferidos, también para trago, chiquitos, breves, con una textura granular e incesante, que a Elizabeth le hacían pensar en arena, en paredes firmes de piedra, en una barba discreta y hermosa. Era un adorno tan sencillo que no llamaba la atención, pero para ella los vasos solían carecer de textura, y ese vaso era solo eso, textura, kilómetros de granitos ínfimos que hacían una cosquilla agradable en la palma de la mano. La luz los atravesaba de manera suave, dejaban una película de playas sobre el piso de baldosa, que le recordaban a Quintay y la efervescencia de pulgas, o el recoger de conchitas en Las Torpederas que luego llegaban a pudrirse al living de Playa Ancha. Atrapó con el vaso un pololo verde, brillante, que luchaba quizás desde cuándo contra la esquina de la habitación, completamente perdido y sonoro, rítmico. Despegaba las alas como por el solo gesto, porque no intentaba volar, y más bien se arrastraba entre la marquesa de la cama y la cómoda donde estaba el altar. Con el pololo ya a resguardo, la playa proyectada por el vaso se había convertido en un prado verde que, cada tanto, una fuerte ráfaga de viento atinaba a despeinar.

La bandeja se llenaba de arañas de rincón, de escarabajos, polillas más o menos dormidas, mariposas nocturnas, y el alacrán al centro. Era un conjunto engamado, cada uno hacía su árbol, su prado, su campana de color, su curioso juego de luces que el sol de la mañana permitía. Pero la luz se iba haciendo más infame, el calor más denso, conforme pasaban los minutos. Los vasos empezaban a perder nitidez y enormes moscas atravesaban la casa de ventana a ventana, de terraza a patio, o de patio a terraza. Cuando Catalina y Elizabeth las vieron pasar, dijeron:

–Mosquito, si eres de las ánimas, estás perdonado.

Un poco por homenaje y un poco por no creérselo. Era lo que su abuela decía cada vez que el vuelo pesado de un mosco interrumpía el ambiente. Antes de que el sol pudiera quemarlas, salieron juntas con la bandeja hacia la pirca, para liberar a las criaturas y verlas perderse en el espacio entre piedra y piedra.

Pódcast: Daniella Lillo Traverso


Rafael Cuevas Bravo (Viña del Mar, 1994). Licenciado en Letras y Literatura Hispánica por la Universidad Católica de Valparaíso. Publicó el libro de poesía Curauma (Editorial Aparte, 2019). Organizó el festival de poesía joven “Maraña” en Valparaíso y antologó el libro homónimo (Alquimia, 2019). Es redactor, editor y traductor en las revistas digitales Concreto Azul y El Circo en Llamas. Actualmente forma parte del equipo de Ediciones Inubicalistas y realiza una maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Tres de Febrero, Argentina.

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