Daniela Malhue Urra
Un recuerdo: nosotros de vuelta de la playa una tarde de verano. Nosotros somos una familia compuesta por mamá, hermano, yo y algunos tíos y primos que nos visitan durante las vacaciones de verano. Quizás alguna amiga de mis primas invitada a conocer el mar. De repente mis abuelos. Casi nunca papá. Nosotros, los primos, somos niños, la más grande tiene unos once años y ya no nos juntamos mucho con ella porque se puso agrandada. Venir de vuelta de la playa implica agotamiento; a veces nos quedamos dormidos en la camioneta, unos encima de los otros en un desorden de piernas, brazos y cabezas. Pero estamos felices y conformes, pensando en la once con leche caliente y pancito fresco. Las mujeres grandes echan agua a la tetera, calientan la leche y pican tomate y ajo para ponerle a las marraquetas. Alguna lava los trajes de baño y los cuelga en el patio para al otro día volver a la rutina de los días de enero de fines de la década de los noventa. Los hombres grandes desaparecen y vuelven cuando la once ya está servida. Los niños encienden la televisión y se tiran a los sillones con la ropa llena de arena y el pelo tieso. Desde el futuro, pienso en la felicidad y a veces creo que se quedó ahí, atrapada en medio de un grupo de niños saltando olas en alguna playa del litoral central.
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Sin embargo, hubo una tarde de ese verano en que ninguno de los niños se quedó dormido. Vamos de vuelta a casa por un atajo para evitar el tráfico y nosotros, los niños, nos sentimos superiores por conocer desvíos y demostrar que somos lugareños, no como los turistas que colapsan el camino principal con cada atardecer. El atajo es un camino angosto de tierra con subidas y bajadas y curvas peligrosas. A su alrededor, se extiende un bosque de eucaliptus, pinos y varias quebradas. Vamos todos despiertos y asustados porque estamos rodeados de árboles incendiados. Se queman mientras pasamos y yo creo que en cualquier momento vamos a morir. Veo las llamas y las siento tan vivas que las imagino abalanzándose contra nosotros. No me atrevo a llorar porque nadie lo hace, así que me contengo. Mi tío va lo más rápido que le permiten las subidas y bajadas y curvas peligrosas. La camioneta es vieja; cuando hay subidas muy pronunciadas cantamos una canción de ánimo –podré subir, podré subir– mientras sentimos la dificultad de la máquina para llegar arriba.
Cuando alcanzamos el camino principal y el fuego por fin quedó atrás, comenzó la noche. Se veía un hermoso atardecer de verano, pero esta vez la puesta de sol no estaba en el mar sino en ese camino de subidas y bajadas y curvas peligrosas; algunos árboles caídos, otros calcinados pero aún de pie en medio de las llamas altas como pinos. Al llegar a casa no tenía hambre. Los veranos siguientes mis primas más grandes dejaron de venir y yo le fui tomando el peso a vivir en Tejas Verdes.
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Ese verano fue oscuro con los niños. Hubo pocos días de sol y la niebla se iba poniendo cada vez más densa. Hacia febrero las nubes eran la constante de los días; dificultaban la visión del horizonte y nos quitaban el ánimo de nadar. Mi prima más pequeña despertaba en medio de la noche con pesadillas en las que un incendio consumía el agua del mar con nosotros ahí.
Nos volvíamos algas y luego otros niños se bañaban alrededor de nosotros.
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Una tarde, en una playa de mal oleaje, de esas que se van hundiendo a medida que avanzas y que, con la corriente, parecen querer absorberte hasta el fondo, unas niñas del hogar de Tejas Verdes se fueron mar adentro. De repente la gente empezó a gritar y el salvavidas corrió y luego nadó y nadó y nadó. El oleaje se veía de un azul oscuro y el viento lo tornaba salvaje con esos copos blancos que crispaban el agua. Llegó un helicóptero que lanzó una soga al mar. Las cuidadoras de las niñas lloraban desesperadas mientras reclutaban al resto de las pequeñas y las hacían rezar. Dios te salve, María. Los bañistas salieron del mar y la playa entera se volvió espectadora de la escena. En algún momento todo fue silencio para luego volver a sentir el viento y las olas con más fuerza. Llena eres de gracia. Me puse al lado de las niñas del hogar y recé con ellas: imaginé a mis compañeras de curso, a mis primas y a mí misma improvisando un nado contra la corriente, queriendo salvar a alguna de ellas y luego rindiéndome y entregándome al fondo oscuro del mar. El Señor es contigo. El salvavidas era joven, también podría haberse ahogado pero, en lugar de eso, rescató a una de las niñas. Bendita eres entre todas las mujeres. Todos aplaudimos, pero luego no lo hicimos más porque otras dos no volvieron. Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Las niñas no paraban de llorar. El salvavidas, ahora desde lo alto de su cabina, parecía una estatua. Santa María, madre de Dios. Una de las cuidadoras dijo que la tragedia no dejaba de seguirlas, que hay niñas que nacen y nacen y no dejan de llorar como esa primera vez que salen al mundo. Ruega por nosotros pecadores. El helicóptero se llevó los pequeños cuerpos absorbidos por la corriente y enredados en medio de los huiros. Ahora y en la hora de nuestra muerte. Las niñas cargaron las pertenencias de sus compañeras y se fueron con sus trajes de baño aún mojados. Pobrecitas, se van a resfriar, dijo la señora que vendía palmeras. La bandera roja flameaba con fuerza.
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Fue otro de esos días de nubes de verano cuando lo vimos. Los juegos mecánicos a la orilla del mar reemplazaron los intentos de nado en playas con banderas rojas. Ahora nos atraían los colores y las luces de un parque de diversiones con música de moda saliendo por parlantes grandes, algodones de azúcar, manzanas bañadas en chocolate y las atracciones favoritas de todas las generaciones: el tagadá para los más grandes, los avioncitos para los más chicos y la rueda de la fortuna para los de al medio. Desde ahí vimos al viejo del saco: la luz del día estaba a punto de desaparecer y los pocos bañistas que quedaban en la arena fría preparaban su vuelta a casa. Nosotros, desde lo alto de la rueda, lo vimos sentarse a la orilla de la playa, sacarse los trapos y zambullirse en el mar. La rueda daba vueltas y, cuando nos tocaba bajar, veíamos los rostros de nuestros padres sonreírnos. Volvimos a subir y ahí estaba, flotando cerca del roquerío. Me pareció inofensivo, un pececito descansando alegre en su hogar.
Al bajarnos de la rueda pedimos permiso para ir a la feria artesanal. Los adultos iban a jugar al tiro al blanco para ganar un ron barato. Nos dijeron que sí sin darnos mucha importancia y salimos corriendo en dirección a la orilla del mar.
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Ese verano hubo otra tragedia. Fue en la Playa de los Muertos. Nosotros nunca íbamos ahí porque sabíamos dónde no había que bañarse. La gente de la ciudad, en cambio, cree que todas las playas son iguales. No saben si allá adentro hay hoyos, rocas o corrientes; las ansias de refrescarse en el mar nublan el sentido de alerta. Y las banderas rojas no sirven más que para flamear.
Nosotros escuchamos, desde lejos, el griterío. El mar se los lleva, dijo alguien. Imaginé al mar como un monstruo hambriento preparando su bocado: dos jóvenes que aprovechaban el fin de semana para escapar del calor de la capital. Un tercer joven miraba paralizado cómo sus amigos eran atrapados por los huiros y se hundían tras las rocas, allá al fondo. Los pescadores los sacaron con cuerdas cuando ya no respiraban. El tercer joven pasó la noche varado en la orilla; nadie pudo moverlo. Las luces del parque de diversiones, a lo lejos, lo iluminaron hasta entrada la madrugada.
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El viejo del saco estaba todo mojado. No tiritaba y su rostro se veía más joven con el agua encima. El aire marino nos dio coraje y nos acercamos a él. Mejillas rojas, nos dijo, en qué andan. No sabíamos muy bien qué decir, así que le pregunté sin más, si era el famoso viejo del saco. Él sonrió a un montón de niños de ojos grandes y comenzó.
Dejen que les cuente una historia, mejillas rojas. Había una vez un centenar de hombres de verde decididos a jugar a la guerra. Ocuparon estas calles y playas como tablero, qué digo, ocuparon el país entero como zona de juego. Imagínenlo: por las mismas calles donde hoy ustedes van a comprar el pan, de la mano de sus madres, ayer pasaban filas de personas con la cabeza gacha camino al regimiento. En eso consistía el juego: apresar hombres de otros colores, hacerles daño o desaparecerlos. Se creían magos. Los presos casi nunca ganaban: caminaban afirmados de una cuerda y seguían las órdenes de quienes en otro momento fueron sus compañeros de colegio, sus conocidos del barrio, sus primos. Todos teníamos que jugar, aunque no quisiéramos o no supiéramos cómo hacerlo. Yo era una pieza de reserva: veía pasar a los jugadores desde la ventana de mi casa. La primera vez que los vi, le pregunté a mi tío Lucho cuál era ese juego y él, enojado y triste, me dijo que me callara y dejara de mirar por la ventana. Que no eran asuntos de niños. Nuestra casa quedaba cerca de una de las etapas más difíciles: el regimiento. Era como ver el infierno en la tierra, y eso que yo en ese entonces no sabía nada de infiernos. Eso lo aprendí después, cuando supe que el río al que iba a tirar piedritas y el mar al que iba a bañarme cargaba muertos que venían desde quizás dónde. ¿Han cruzado la desembocadura? Es como volar, o así me lo imaginaba, al menos. Luego entendí que cuando cruzas el río estás navegando sobre un cementerio. Y desde ese momento nunca volví a sentir la sensación de volar.
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Al finalizar la temporada de verano, el parque de diversiones es desmontado y ya no hay salvavidas en las cabinas. No es necesario tomar desvíos para movilizarse y la mayoría de los puestos de la feria artesanal cierra. Mis primos vuelven a Santiago, comienzan las primeras lluvias y el sitio de los juegos mecánicos se vuelve un descampado. Pasan meses para que los lugareños dejen de escuchar los gritos de las personas que se suben a la montaña rusa o al tagadá.
Independiente de la temporada, un hombre deambula por el pueblo fantaseando con que sus padres se han vuelto parte del paisaje. Piensa que nadando los podrá abrazar.
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El último día de las vacaciones de ese verano, soñé con una turba de niños marchando por la avenida principal. Cantaban gritos de protesta, insultaban a las autoridades, portaban armas blancas. Prendían fuego a las calles para armarse un escondite propio; una casa en el árbol, solo que sin árbol y sin casa. Una trinchera. Realmente no parecían niños, más bien se difuminaban entre el humo y el calor, semejando una jauría ensañada con un gato indefenso. Niños traviesos que no saben jugar. Pasaban por todo el pueblo intentando incendiarlo. Luego llegaban a la desembocadura del río, se subían a unos botes y comenzaban a internarse mar adentro. A poco andar se levantaban y empinaban el vuelo, dejando una estela blanca en el aire. Formaban una v perfecta.
Desperté sintiendo el oleaje rompiendo muy fuerte. Creí escuchar, a lo lejos, los gritos eufóricos de los adultos en el tagadá.
Pódcast: Daniella Lillo Traverso

Daniela Malhue Urra (San Antonio, 1990). Becaria ANID para cursar el Doctorado en Literatura de la Universidad de Chile (2019-2023) y del Fondo del Libro y la Lectura (2021), categoría cuento. Investiga la escritura de mujeres de América Latina y el Caribe durante la primera mitad del siglo XX.