
Anwar Hasmy
En la cordillera del Antilíbano, allí donde se cruzan las actuales fronteras de Israel, Líbano y Siria, nace un río que ha llenado de fertilidad las tierras de los valles del Jordán. Lugar donde han florecido los olivos más frondosos y los rebaños de ovejas se multiplican. Cuna de las primeras civilizaciones, aquellas que adoraron a Baal: jinete de las nubes, Dios de la tempestad y de la lluvia; que al ser proclamado falso Dios por las culturas monoteístas que dominaron más tarde en Occidente, se dio pie a los primeros gestos de intolerancia en el Mundo, como para lesionar a la promesa humana desde su origen.
Era un niño cuando visité por primera vez ese lugar. Mi padre, quien había emigrado al Nuevo Mundo, volvía después de muchos años a su tierra para mostrarnos su pueblo natal, Dael, ubicado en el lado sirio de estos valles. Llegamos uno de los primeros atardeceres del verano. El ritmo de vida era similar al de una aldea medieval: la carretera de tierra, los rostros cansados de los campesinos, las bestias cargadas de cereales y verduras. Dormíamos en una pequeña casa de piedra en medio de un campo. A un lado de la casa, mi familia construía una vivienda más adecuada a los tiempos modernos: bloques, concreto y blindaje metálico conformaban la estructura. Junto a otros niños jugábamos a escondernos en los rincones de la casa en obras. Había unas escaleras que conducían a un sótano, un refugio antiaéreo, nos decían; o subir hacia la azotea de la casa, donde se desplegaba una amplia terraza que permitía acceder a una vista del pueblo dominada por imponentes minaretes, desde los cuales potentes altavoces emanaban cantos del Corán a la hora de la plegaria. Era un sonido sólido y absoluto capaz de penetrar las profundidades del paisaje, allá donde la mirada se pierde, en el valle transitado por todos los profetas y las cumbres de nieves eternas.
Como el verano había terminado, mis padres me pusieron a estudiar en una escuela cercana a la vivienda. Llevaba pocos días asistiendo a clase cuando una mañana al llegar a la escuela me devolvieron a casa. Las aulas habían sido tomadas por tropas del ejército sirio porque había señal de alerta en toda la frontera. Los sirios intentaban recobrar los territorios de los Altos del Golán, ocupados por los israelíes unos años atrás en la Guerra de los Seis Días. Llegaban camiones cargados de soldados y municiones, y la escuela se llenaba de campamentos y carros de combate. Nos disponíamos a almorzar en el momento en que los altavoces de las mezquitas anunciaron la señal de alarma. Los adultos reaccionaron inmediatamente tratando de ocultar sus rostros afligidos. Las mujeres, muy nerviosas, alzaban a los niños y apuraban los pasos hacia el refugio de la casa en obras. Fueron llegando otros vecinos, y en pocos minutos, aquel lugar que había sido mi escondite preferido, se abarrotó de gente.
En el refugio, como atrapados en un trance colectivo, todos dirigían sus miradas impacientes a la única fuente de luz que había en el lugar, justo al borde del techo, desde donde se podía divisar un intenso cielo azul a través de una pequeña ventanilla. Los minutos, u horas, no puedo precisarlo, que duró esa quietud de escena bíblica se desvanecieron de mi mente, cuando un creciente zumbido dispersó la calma y vimos aparecer en el cielo un avión caza, seguido por un misil que alcanzó la nave para hacerla pedazos en el aire. Segundos después un gran estruendo sacudió el ambiente. Me puse eufórico, saltaba de emoción, mientras las mujeres arropadas en sus mantos oscuros lloraban, y mi madre intentaba apretujarme entre sus brazos para reprimir mi alegría, como con el temor de que algo definitivo pudiera suceder. Estallaba la guerra del Yom Kipur, sentenciaban los hombres.
Años más tarde me enteré que esa guerra no había sido la única en la historia de esa región, pues los conflictos armados se han venido sucediendo unos a otros, y no siempre con los mismos protagonistas. Allí también se han enfrentado babilonios, turcos, cruzados; en fin, muchos pueblos que, pese a sus diferencias, coinciden entre sí al predicar la imagen de un Dios de amor y tolerancia.
Al cesar la alarma, los más jóvenes salieron corriendo a las afueras del pueblo, en dirección a los campos donde creían haber visto caer los trozos de la nave. Yo acompañaba a los más adultos, quienes optaron por subir a la azotea de la casa para divisar las afueras y compartir sus impresiones. Me desprendí de mi padre en algún momento, y me dirigí a un extremo de la terraza para mirar a la calle. En la parte baja de la casa observé a dos niños hablando sobre lo ocurrido. Luego, me distraje con unas pequeñas piedras que estaban sobre la baranda. Estuve en ello un rato, hasta que una de las piedras se soltó de mi mano y cayó sobre la cabeza de uno de los niños. Cuando la piedra asestó el golpe, el niño reventó de ira y empezó a golpear a su compañero. Me escondí detrás de la baranda hasta que más tarde todos se distrajeron con la algarabía de los muchachos que volvían del campo alegres con trozos de la nave israelí derrumbada. Igual esa noche no pude dormir, la imagen de la cabeza sangrante no me daba tregua.
Veinte años más tarde volví a ese lugar. Recuerdo que por aquellos días había sido asesinado el líder israelí Isaac Rabin por un antiguo seguidor, y esto por andar negociando un acuerdo de paz para la zona. Todo allí había cambiado. Los recodos del progreso habían estampado su impronta en el paisaje. Ahora la cordillera lucía un aspecto lánguido y el valle entero era un desierto. Se decía además que el río Jordán ya no desembocaba con su antiguo furor por los surcos que lo guiaron desde siempre al ombligo del mundo, al lugar más profundo del planeta que llamamos el Mar Muerto. Me encontraba en la azotea de la casa, miraba hacia la calle, cuando vi pasar a un hombre cuyo rostro se me hizo familiar. Él me observó desde abajo e hizo un gesto que yo respondí con un saludo. Mientras éste se alejaba pude notar una enorme cicatriz sobre su cráneo. Me acosaron los recuerdos, y algo extraño empezó a enrarecer el ambiente: pequeños remolinos de arena surgían por todas partes, importunando al caminante con inusitada furia. Quise limpiar mi cara pero no pude, me detuvo un enorme susto, porque lo que sentí no fueron mis manos, sino las garras de Baal, como con la firme intención de arrastrar a mal término los destinos de la vida.
Anwar Hasmy (Maracaibo, Venezuela, 1968). Docente, investigador, documentalista, ensayista. Licenciado en Física, Universidad del Zulia, Doctor en Física, Université Montpellier II. Fellow de la John S. Guggenheim Foundation (2007-2008); Premio Lorenzo Mendoza Fleury de la Fundación Polar (2001). Ha publicado en numerosas revistas científicas de América Latina, EE UU y Europa.