Donde empieza el camino

Estación de trenes de Peabody, Salem, Massachusetts. Foto: Milton Ordóñez, 2020.

Este escritor beatnik –de marcado tono autobiográfico y prosa “espontánea” cercana a los ritmos jazzísticos del bebop– ha sido un verdadero autor de culto gracias a su novela En el camino (1957). El ensayo que escogimos pertenece a Donde empieza el camino y otros textos, de pronta aparición en Schwob Ediciones de Valparaíso. Estos textos, que compiló y tradujo Milton Ordóñez, permanecían inéditos en nuestro idioma.

Jack Kerouac

Te embarcas en el viaje con el rostro ansioso: los ojos encendidos por la pasión de viajar. Hay espíritus cargados de alegría y un flamante descuido que trata de anular el salvaje deleite con el que esta aventura descabellada te invade. Te sientas en el tren y empiezas a percibirte ligeramente arrastrado, lejos, lejos, lejos… y tu pueblo gris va quedando atrás. La prosaica existencia de 18 años es ahora desechada en el receptáculo del Tiempo. Ahora todo se mueve más rápido y el viejo pueblo se desliza en un nivel ondulante. Ves las viejas cosas familiares: calles con nombres consumidos en el tiempo, casas de escaso techo y pujantes chimeneas observando con fastidio al mismo viejo cielo, los mismos viejos cielos, el mismo vacío ceniciento y viejo. Miras todo esto y algo te hormiguea. Puedes sentir un estremecimiento de espera que cruza tu tenso y vibrante cuerpo. Tus ojos se humedecen con lo que consideras una alegría. En tu mente está la gran ciudad (y te retuerces felizmente en el asiento).

“Espero que tengas un viaje de ida magnífico, John!”, dijo tu amigo en la estación. “Y ponte a estudiar bien duro ahora, hermano, para que ganes buenas notas en la universidad. ¡Y escríbeme!”. “Seguro que sí, Fouch”, le dijiste a ese loco. “Escribiré unos tremendos ensayos y te contaré todo con detalle sobre la universidad”.

Entonces recuerdas incisivamente una queja nueva en medio de los ojos de tu madre, al tiempo que frotaba sus generosas manos por tu saco, cepillando cualquier residuo de polvo y pelusas infinitesimales con meticuloso nerviosismo y una tensa esperanza que buenamente enciende un fuego en tus entrañas. No sabes muy bien cómo avivar este gran fuego que ha incendiado tus ojos y causa el desenlace de un amor que se derrite en oleadas marinas. Posiblemente pienses que se debe a que te despides por primera vez de tu Madre.

De hecho, cuando dejaste a tus seres queridos en la estación, no sabías mucho (todo lo que sabías es una sola cosa: que te ibas de casa para ir a estudiar, y que una nueva y brillante existencia aguardaba por ti, bien lejos y trémula, como una torre erigida hacia los claros, lúcidos cielos, lanzando chispas al espacio con exuberante triunfo).

“¡Ah!”, dices ahora, sentado en el bullicioso tren, y mirando cómo los últimos remanentes de los suburbios en tu viejo pueblo, se esparcen en pedacitos completamente barridos hacia una no existencia porque te vas. “¡Ah!”, te repites. “Ahora me dirijo a la meta (precipitándome por los caminos del país hacia mi destino. Ya no soy más un ser inmóvil. Ahora estoy vivo”. Con estos pensamientos amigables suenas y sonríes pueril, conocedor.

Ah, mi pobre loco, todavía un niño, por qué no abres los ojos y miras lo que te rodea en el tren. Observa cuidadosamente a los pasajeros. Ves esas sórdidas, alargadas expresiones: esas muecas lúgubres que se mueven resignadas, con preocupación e indiferencia. Estos pasajeros amigos tuyos, pequeño loco, por qué no los estudias con detenimiento. Por qué no borras de en medio de tus jóvenes ojos esa juventud tan tierna y poco golpeada. ¿Por qué no lo haces? Por qué tienes que esperar a que la mismísima Vida te lo entierre con su fiero martillazo, su zorra lascivia danzando sobre ti con su fresco y nuevo triunfo!!!!!  Pero espera…

Han transcurrido cuatro meses ya y hay un manto de nieve cegador que cubre la tierra. Un tren va silbando su lamento a través del alabastro esparcido y nuestro loco chiquillo está sentado en el tren, regreso a casa para las navidades, con cuatro meses de universidad amarrados al cinturón.

Piensa en cómo el reloj de la plaza ha parpadeado en las noches durante dieciocho años. Piensa en el olor del garaje de tu casa, en el rumor del río por las noches; en el quejumbroso viento que cruza los árboles del patio… Y saltas de pronto con un delicioso abrebocas. El tren ha empezado a ralentizarse y aparecen las conocidas viejas fábricas, imperturbables e inclinadas en la sábana de ébano del cielo de la noche, sus siluetas contra la blancura de la nieve. Para él, parecieran haber estado esperando con paciencia su arribo. Sus ojos se llenan con este festín que sacia solo en parte su sed. Ahora el tren va realmente parando y nuestro pequeño loco toma su bulto y corre por el pasillo. Vienen muchas cosas más, más milagros aguardan e incontables maravillas esperan para aturdirlo.

“¡Homeville!”, grita el conductor desde su cabina de madera cansina, yendo a la puerta del tren y lanzando un escupitajo al aire de la noche. Se para nuestro pequeño locuaz tras el conductor, clavando la mirada en el inmenso azul de su espalda. Y la exasperante fortaleza de este hombre se interpone entre él y la felicidad que le espera en la estación.

¡Ahora…!, el tren empieza a moverse suavemente hasta que se detiene y esperas mientras la tortura del ingeniero de turno bombardea todos los átomos de tu existencia con su maldita precisión. Despacio, despacito (por favor, quítese de mi camino, señor conductor, quiero ver ya mi Viejo Pueblo, necesito consumir esa visión, masticarla, chupar toda su sangre…).

Al fin, el conductor de uniforme azul se lanza a la plataforma y todas las cosas se despliegan ante tu mirada nebulosa. Ves un grupo de caras familiares y piensas en Dios al tiempo que la calidez y luminosidad canta en tu propia alma. Ves venir hacia ti, desde la noche oscura, toda esa esencia que a Él se le parece, y tu Fe es recompensada. Ves a Dios delante tuyo estampado en esos rostros entrañables como en una lona llena de estrellas. El Dios amante que todo lo contempla.

Con toda la displicencia que logras reunir, en un esfuerzo por traicionar tu experiencia universitaria, bajas del tren con manos muy temblorosas. Besas las dulces mejillas de tu madre y hermana, y vigorosamente das la mano a tu padre, una roca llena de integridad; y chocas la mano áspera de tu mejor amigo.

Tú (tú tú) caes en cuenta que un hombre puede coger un tren y nunca alcanzar su destino, que un hombre no tiene destino al final de esta andanza, y que solo cuenta con un punto de partida al inicio del camino –que es su Casa. Lo ves entonces todo, tienes esta épica del ser humano frente a tus ojos; es una límpida y bella verdad, conteniendo una desnuda y hermosa realidad. Ahora eres un hombre, pequeño loco. Cuando te fuiste, hace cuatro meses, no eras sino un niño (con tus altos ideales y sueños imposibles). Ahora espero que veas cada cosa bien, que tú, de ahora en adelante, las leas en las caras de los pasajeros del mundo, las caras que como cometas cruzan la superficie de la Tierra siempre en busca del destino. Espero, chiquillo loco, que te des cuenta que el destino, no es realmente una cinta al final de la recta en una competencia vulgar. Es una cinta en un óvalo que debes romper y volver a romper mientras corres locamente alrededor. Y ya sea que te rindas luego de circunvalar el apiñado óvalo a la primera vuelta, o que continúes por los maratones de la vida, lo que sea que hagas, chiquillo loco, siempre volverás al sitio donde el camino se inició.

Porque el sitio donde el camino empezó es una mezcolanza de alucinaciones de la infancia con ambición juvenil, y estos son elementos inmortales que estarán dentro de ti para siempre.

Este Hogar del que hablo, locuaz, podría estar en cualquier sitio terrícola. Es el alma del Hombre, pienso yo, y es un componente mezclado o brebaje agitado de todos los ideales de los Hombres, incorporados a una porción de las capas geográficas del corazón y el sabor planetario, y lanzadas a lo alto en un gesto de terrible finalidad y belleza que deberá titilar para siempre.

Traducción de Milton Ordóñez

Jack Kerouac
Jack Kerouac (Lowell, Massachusetts, 1922-St. Petersburg, Florida, 1969). Uno de los escritores norteamericanos de mayor celebridad en el siglo XX. Junto a Allen Ginsberg y William Burroughs, entre otrxs, Kerouac dio vida a la llamada Beat Generation, quienes propusieron la utilización de novedosas formas artísticas para la literatura y el arte, profesando, a su vez, rupturistas medios de percepción de la realidad cotidiana a través de una espiritualidad religiosa orientalista, la experimentación con drogas, prácticas sexuales más libres, la reivindicación de minorías excluidas (étnicas, sexuales), o el viaje como conocimiento iniciático. Estas ideas tuvieron gran influencia en la cultura popular juvenil de los años 60 y 70 y en especial en el movimiento hippie. Kerouac publicó una veintena de libros entre los cuales destacaron las novelas En el camino (1957, que se convirtió muy pronto en un verdadero libro de culto), Los subterráneos (1958), Los vagabundos del dharma (1958), Big sur (1962), Visiones de Gerard (1963); y los poemarios Mexico City Blues (1959), San Francisco Blues (1983, póstumo).

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