
Para dar con la radicalidad política, lo importante es partir por tomar la suficiente distancia filosófica, estipular su contexto histórico, económico y social, focalizarse en aquello que hace radical a un pensamiento (y actividad) político (auto) proclamado como tal, neutralizar la carga pseudo radical de discursos y arengas sediciosas, identificar la red de conceptos con los cuales se articula y, por último, refigurar el mapa político en cuestión y redefinir sus ejes. Sólo así será posible discernir la radicalidad de los medios o de los fines, o la fatiga terminológica de corrientes políticas que no pasan de domesticar la ansiedad subversiva de los descontentos, sean de izquierda o de derecha.
Jorge Budrovich-Sáez
A la raíz del problema
En la presentación de una antología de artículos convocados en torno a la pregunta “¿qué es la política radical hoy en día?”, su editor Jonathan Pugh (2009) acude a la oportuna estrategia de volver sobre los orígenes de la palabra “radical”. El término fue originalmente acuñado para describir una política que llega a las raíces de un problema, haciendo eco así del origen etimológico de la palabra, asociado al sustantivo latino radix, que significa “raíz”. Pero –como señala Pugh– no sólo se trataría de una política que hurga hasta las raíces sino que también –de tener éxito– desgarra y redefine una sociedad en su totalidad.
Preguntar qué es la política radical hoy en día demanda la necesaria confrontación con datos históricos, económicos y sociales, dado que se trata de un término relativo: sólo se es políticamente radical en relación a condiciones sociales específicas. Sin embargo, esto no implica que no se pueda identificar manifestaciones paradigmáticas de política radical, así como nuevas formas de política radical (cf. Cooper and Hardy 2012).
Lo que ha sido denominado por varios autores como “el proyecto de la ilustración”, involucra de por sí un contenido radical, más allá de que algunos autores distingan entre una ilustración radical de otra más conciliatoria (cf. Israel 2002). Efectivamente, el propósito de someter a un examen profundo las estructuras sociales heredadas y sus modos de conocer y relacionarse con el mundo o de concebir la naturaleza y la posición del hombre en el cosmos, hace del proyecto de la Ilustración el paradigma del radicalismo, cuyo avance desmantela las bases de las sociedades tradicionales. Obviamente se puede aducir continuidades, pero es la ruptura el rasgo dominante. Posteriormente, el culto y promoción del progreso, de la industrialización, del trabajo y de las nuevas instituciones sociales que promueven la salud y la educación pública –canalizado a través de diferentes vías por el liberalismo y por el socialismo–, delineará la fisonomía de una modo de comprender el mundo que se realiza en la proclamación de la igualdad de todos los seres humanos, la soberanía del individuo, los beneficios del mercado y las bondades de un progreso tecnológico ejecutado tras la fachada de la neutralidad.
Sin embargo, ese contenido radical del proceso de modernización ligado a la Ilustración –a pesar de que desde algunas de sus vertientes se acuse la traición del proyecto original– involucró la destrucción de formas de vida y colectividades con la consiguiente irrupción de disturbios populares, de entre los cuales el caso de los ludditas o “destructores de máquinas” resulta de particular interés para la reflexión que se propone aquí (cf. Rudé 1971: 85 y ss.). Justamente, durante la segunda década del siglo XIX, el luddismo representó un desafío a la creciente industrialización de Gran Bretaña, haciendo visible el malestar que generaba la implementación de máquinas que amenazaban la particular relación del ser humano con su entorno en el artesanado. Malestar que se expresó en un movimiento constituido por actores anónimos que interpelaban el avance, aparentemente inmunizado, del desarrollo de la civilización capitalista e industrial. En ese sentido, no es casualidad que el luddismo se convirtiera, ciento cincuenta años más tarde, en un icono de la radicalidad anti industrial y anti capitalista, dando así testimonio de los límites de esa ruptura radical que auguraba el proyecto de la Ilustración (cf. Jones 2006).
Estos antecedentes pueden ser instructivos respecto de los desplazamientos que la palabra “radical” ha experimentado a través de la historia moderna, así como de las tensiones que la han permeado. Precisamente, los mismos años en que se levantaban los ludditas, son aquellos en los que se escriben obras que advierten de los peligros que acosan a la civilización capitalista e industrial –tales como el Fausto de Goethe o Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley–, pero también las obras de uno de los referentes fundacionales del socialismo y del progresismo, Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon. Algunos años después, una nueva generación de radicales emprenderá el proyecto de identificar la clave de las tensiones y de las inconsistencias en las cuales derivó el proyecto de la Ilustración, canalizadas en el socialismo revolucionario de marxistas y anarquistas.

“Políticas radicales”, un término relativo
Hoy por hoy, lo que se puede comprender como “pensamiento político radical” debe ser confrontado, tal como lo plantea Anthony Giddens en su agudo análisis sobre las políticas radicales (1996), con condiciones históricas como el fin de los socialismos reales, el neoliberalismo, el calentamiento global y la universalización, y, en ese sentido, pensado a la luz de una singular dialéctica entre radicalismo y conservadurismo. Como afirma Giddens, “el conservadurismo hecho radical se enfrenta al socialismo hecho conservador” (1996: 12). Desde luego que no se trataría del viejo conservadurismo con el que se enfrentaba el progresismo de los marxistas de la Segunda Internacional, hayan sido estos marxistas leninistas empeñados en electrificar la totalidad del territorio y transformar en obreros a todos los seres humanos, o reformistas defensores del Estado de bienestar y un “modelo cibernético” de vida social.
El conservadurismo de la época a la cual se refiere Giddens, puede tener expresiones fundamentalistas, que delirantemente pueden demandar el retorno a la comunidad orgánica premoderna, pero también manifestarse como la exigencia que los socialistas contemporáneos hacen de las garantías sociales mínimas que debe proporcionar el Estado ante el embate privatizador del neoliberalismo. En ese sentido, se afirma que el socialismo se ha hecho conservador.
Una alternativa para los socialistas o izquierdistas –para conceder una apertura a la época–que se aferran a una herencia donde radicalismo y progresismo van de la mano, ha sido dirigir la mirada hacia los movimientos sociales y sus demandas ligadas al género, la ecología y la paz. Sin embargo, tal como sostiene Giddens, “los nuevos movimientos sociales no son ‘totalizadores’, como lo es (o era) el socialismo, ni prometen una nueva ‘fase’ de desarrollo social más allá del orden existente” (1996: 13). O sea, estrictamente hablando, esa “política radical” ligada a los nuevos movimientos sociales, no pretende tomar las cosas por la raíz, ni redefinir la sociedad en su totalidad. Por tanto, o no se trata de un pensamiento auténticamente radical o es que la radicalidad política debe ser pensada de un modo completamente distinto, sin caer, obviamente, en malabarismos retóricos que prometen cambiar todo sin tocar nada.
No viene al caso seguir extendiéndonos en el interesante análisis de Giddens, que efectivamente se dirige a reflexionar sobre una política radical más allá de la distinción heredada entre izquierda y derecha. Lo que importa es relevar que este autor pone sobre la mesa la exigencia de pensar la radicalidad en un mundo donde el progresismo ilustrado derivó en un culto a la innovación y la “destrucción creativa” del liberalismo económico, que hoy por hoy amenaza el porvenir mismo de la humanidad.
La expresión “políticas radicales”, mucho más común en el mundo angloparlante que en el hispano, ha sido tratada desde enfoques distintos. Tal como se advertía más arriba, unos insisten en el indisoluble matrimonio entre progresismo y radicalismo, viéndose así abocados a la necesidad de estipular nuevos significados a lo que se pueda comprender como progreso y radicalidad, mientras otros consideran que abandonar el punto de vista de la totalidad y hacer caso omiso a los límites de un progresismo desenmascarado como ideología, equivale a renunciar a un pensamiento político auténticamente radical.
No se debe olvidar que “radical” significa “ir a la raíz”, a las causas profundas de los fenómenos y de las estructuras sociales que urge transformar. En ese sentido, Cédric Biagini, Guillaume Carnino y Patrick Marcolini (2013), con el objetivo de remarcar las diferencias entre los enfoques sobre la radicalidad a los que se aludía recién, han distinguido una serie de aproximaciones (económicas, tecnológicas, culturales y políticas) que pueden ser calificadas de radicales, en oposición a posturas que son publicitadas como tales pero que abundan en la apología del poder liberador de la tecnología de punta o de las mutaciones culturales celebradas por el mercado. Entre los referentes de esta última postura se menciona a autores como Antonio Negri y Gilles Deleuze, mientras que para la primera encontramos nombres como el de Ivan Illich, George Orwell, Moishe Postone, Jacques Ellul, entre otros. Lo relevante de la polémica impugnación de la french theory esbozada por Biagini, Carnino y Marcolini, es que nos exhorta a considerar con más cuidado los criterios a los que acudimos para calificar como radical una posición política y nos incita a desmitificar la relación estricta entre lucha de clases, desarrollo tecnológico y progreso social.

Coordenadas de la radicalidad
Para redondear la pregunta que anima estas consideraciones, es pertinente repasar la diferencia entre pensamiento político y filosofía política, con el propósito de esbozar algunas coordenadas que permitan identificar eso que se denomina “pensamiento político radical” y discernir sus niveles analíticos. Asumimos una concepción dinámica y/o constituyente de la “filosofía política”, según la cual se trataría básicamente de una actividad y campo de estudios, reflexión y debates caracterizado por su tensión y apertura respecto de otros saberes –filosóficos o no filosóficos–, prácticas y discursos, dados en diversos contextos históricos, económicos y sociales. De ahí que la distinción entre pensamiento político y filosofía política que aquí se postula, se nutra de los propósitos o intenciones con que se despliegan reflexiones, decisiones, críticas y justificaciones de orden político y social en diversos contextos. En ese sentido, esta encuentra cierta afinidad con la propuesta de Vernon van Dyke (1962), quien identifica un “análisis filosófico de la ciencia política” a partir de la premisa de que la filosofía es básicamente “pensamiento acerca de pensamiento”, mientras que la “ciencia política” puede comprenderse como un saber que aborda hechos, discursos y acciones asociados a la política, enfocado en su identificación, sistematización y entendimiento a partir de la operacionalización de determinadas categorías de pensamiento. En ese marco, el análisis filosófico se comprende como reflexión sobre estas categorías.
Ese “pensamiento acerca de pensamiento” –o análisis filosófico– desde luego que no es cualquier pensamiento (en tanto mera actividad mental), sino que un análisis reflexivo, crítico y riguroso de categorías, conceptos, argumentos, métodos y principios que constituyen algo así como los recursos del pensamiento, materializados y/o experimentados a través de prácticas y discursos. De este modo, la filosofía política corresponde a ese análisis crítico y riguroso enfocado en la ciencia política y en el pensamiento político, mientras que este último se comprende como la articulación de categorías, conceptos, métodos y principios en la constitución de corrientes políticas, atribuibles a grupos o individuos que las asumen, desarrollan y/o despliegan en sus prácticas, en contacto estrecho con sus entornos inmediatos, aunque no menos que con determinadas culturas políticas.
Dada la extensión a la cual queda expuesta la expresión “pensamiento político”, siempre será necesario introducir precisiones con el propósito de intentar acotar las referencias y rectificar significados. Obviamente es el caso de lo que se denomina como “pensamiento político radical”, expresión con la cual se alude a varias corrientes de pensamiento y, más precisamente, a un modo en particular de comprender la actividad política. Dejemos de lado ese sentido plural de la expresión, que se restringe a la función meramente descriptiva de aludir a la diversidad de posiciones que históricamente se han reclamado o se reclaman de la radicalidad. Para dar con la radicalidad política, lo importante es partir por tomar la suficiente distancia filosófica, estipular su contexto histórico, económico y social, focalizarse en aquello que hace radical a un pensamiento (y actividad) político (auto) proclamado como tal, neutralizar la carga pseudo radical de discursos y arengas sediciosas, identificar la red de conceptos con los cuales se articula y, por último, refigurar el mapa político en cuestión y redefinir sus ejes. Sólo así será posible discernir la radicalidad de los medios o de los fines, o la fatiga terminológica de corrientes políticas que no pasan de domesticar la ansiedad subversiva de los descontentos, sean de izquierda o de derecha.

Referencias
BIAGINI, CÉDRIC, GUILLAUME CARNINO ET PATRICK MARCOLINI (2013). “Introduction. Prendre le mal à la racine”. En CÉDRIC BIAGINI, GUILLAUME CARNINO ET PATRICK MARCOLINI, EDS. Radicalité. 20 Penseurs vraiment critiques. Montreuil: L’échappée.
COOPER, LUKE AND SIMON HARDY (2012). Beyond capitalism? The future of radical politics. London: Zero Books.
GIDDENS, ANTHONY (1996). Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radicales. Madrid: Cátedra.
ISRAEL, JONATHAN (2002). Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity 1650-1750. Oxford: Oxford University Press.
JONES, STEVEN E. (2006). Against Technology: From the Luddites to Neo-Luddism. New York: Routledge.
PUGH, JONATHAN, ED. (2009). What is Radical Politics Today? Hampshire: Palgrave Macmillan.
RUDÉ, GEORGE (1971). La multitud en la historia. Los disturbios populares en Francia e Inglaterra. 1730 – 1848. México: Siglo XXI.
VAN DYKE, VERNON (1962). Ciencia política: un análisis filosófico. Madrid: Editorial Tecnos.
Jorge Budrovich-Sáez. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, Universidad de Valparaíso. Licenciado y Magister en Filosofía con mención en pensamiento contemporáneo. Editor de la Revista de Humanidades de Valparaíso (UV). Entre sus publicaciones se cuentan: “Del clamor de la realidad a la creación heroica: notas para un «marxismo peligroso»” (Patricio Gutiérrez (ed.). José Carlos Mariátegui: Defensa del marxismo. Edición chilena de 1934 comentada), “Después del marxismo, después del anarquismo: Laín Diez y la crítica social no dogmática” (Revista Pleyade, n° 15: 157-178), “La trama y la fiesta en la ruta de la transformación social. Un ‘camarada de Chile’ en los preliminares del mayo francés” (Revista Actuel Marx/Intervenciones. nº 25), “The Port is a debate…” (Neilson & Rossiter, eds., Logistical Worlds. Infrastructure, Software, Labour. Fibreculture Books), “Cómo explicar el Octubre Rojo chileno de 2019: ¿Crisis, revolución, ‘estallido social’?” (Junto a Hernán Cuevas; Almonacid, Zúñiga y Cuevas (eds.). La rebelión contra el orden: octubre de 2019-presente. LOM). Correo electrónico: Jorge.budrovich@uv.cl

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