
El habla secreta de Huidobro fue definida tiempo ha, por el mismísimo Dante en su tratado de mayor enjundia poética: “llamo ‘lengua vulgar’ la que aprendemos imitando a la nodriza, sin obedecer ninguna regla” (De Vulgari Eloquentia). Pasa que la nodriza de nuestro poeta, no es la misma que procuró, a punta de espada, la belleza del Medioevo. Hoy su presencia es fugaz, discreta, selectiva. Ya no amamanta con la ambrosía del mito. Y apenas logra dibujar una sombra en los ojos del crío, quien esperanzado por decir el mundo, acaba tropezando con su misterio. He ahí la revelación del creacionismo. La primera palabra del último hombre.
Juan Pablo Rojas Vargas
“Si la palabra perdida está perdida, si la palabra usada está usada
si la palabra no dicha ni oída
no está dicha ni oída;
tenemos la Palabra no dicha, no escuchada, Palabra sin Palabra”
(T. S. Eliot)
I
En algún momento de la Creación, circa 4000 a. C. ‒según especulaciones astrológicas del Bajo Renacimiento, nace el sueño del poeta por trovar la primera palabra. Desde el principio de todas las cosas, el rayo divino ha exhortado al hombre a nombrar todo cuanto le rodea. Criaturas, formas, ideas, daimones. En las visiones del Gran Esteta, el silencio aún no había profanado del todo la superficie del lienzo cósmico. Todo estaba escrito para que fuera cantado. Cada trazo, cada bosquejo, sediento por descubrir su nombre, esperaba la invocación del exégeta que canta desde lejos. “Poetizar sobre el milagro”. Esa fue la tarea de Adán ‒patriarca de una genealogía de poetas perdida en el tiempo. Su encuentro con la primera palabra no es muy complejo de rastrear en la historia. Según Dante (el científico del trasmundo), “Dios” fue lo primero y lo más valioso que se dibujó en sus labios (De Vulgari Eloquentia). Y por más de medio milenio, nadie se atrevió a impugnar la creencia del florentino. Después de todo, ¿Qué otra palabra es la que encierra mayor significado poético en su misterio sino esa? Mas, tal como su melodía se presentó ante el oído del primer hombre, su eco terminó por disiparse entrada la Modernidad. Hoy solo queda un leve susurro de lo que fue. Imperceptible por la mayoría. Desde entonces los poetas han intentado superar esa pérdida. Y con el debido perdón de los dioses: silenciar el silencio.
II
El lugar de los movimientos de vanguardia en esta búsqueda representó un punto de inflexión para la posteridad, cuya esencia multiforme se condensa en el epígrafe que precede a este escrito. En la primera mitad del siglo pasado, fueron labrados diversos caminos para acercarse a este nuevo lenguaje, erigido sobre las ruinas de una babel pestilente. Por un lado, con el mecenazgo de Apolo, estaban Ezra Pound y T. S. Eliot, más conocidos como los adversarius de Nemrod (“por cuya impía idea no se usa en el mundo un solo idioma”). Ambos herederos de la tradición clásica y artesanos de un nuevo trovar para el hombre moderno: el cantar de la tribu de la raza humana. En la vereda de enfrente, yacía parapetado el Avant-garde con Breton a la cabeza. Sus detractores, pese a no encontrarse en la misma trinchera que sus secuaces, convergen en un mismo punto del espacio. Las coordenadas estéticas ‒y por qué no decirlo, también éticas, tanto del futurismo como del dadaísmo y del movimiento surrealista, se ubican en las antípodas del orden tradicional, en el fuego nihilista de la última palabra que la destrucción del DADÁ llevará hasta sus últimas consecuencias.
Vicente Huidobro (1893-1948), poeta que nos convoca como lectores en el presente ensayo, está en el medio, creando en el ojo de la tormenta; entre la tensión de las fuerzas contradictorias que dominaron el mundo de las artes en aquel entonces. Huidobro, merced a la indoblegable propuesta de su proyecto poético, se erige como una rara avis en la fauna del caos vanguardista. Es un poeta huérfano, pero al mismo tiempo, un pater familias. Su movimiento, el creacionismo, de ambiciosas pretensiones, llega con Altazor (1931) a su clímax y a su propia realización de imposibilidad. Pese a ello, la voz de nuestro poeta se ha convertido, con el paso del tiempo, en la del último hablante de la tribu que esconde en su incesante balbuceo, la llave que se asoma por el cerrojo de la Modernidad y que volverá a abrir las puertas de lo nunca nombrado. En el caso que nos atañe, la primera palabra de su “Adán científico” es hasta el momento incapaz de decirse. Sólo sabemos que, por uno y mil motivos, debe ser más grande que la palabra de Dios:
“Yo hablo en nombre de un astro por nadie conocido
Hablo en una lengua mojada en mares no nacidos” (Canto I).

III
“Titanes a la vista”. In nuce eso fue lo que dijeron los tan mentados críticos de la técnica del siglo XX. A nadie debería sorprender esta aseveración. Poca cosa se podía hacer, más que dar cuenta del avistamiento de aquello que se venía. Y finalmente, lo que amenazaba con el ocaso, sepultó la aurora a perpetuidad. Las creaciones de ese período, productos del triunfo indiscutido de la revolución industrial sobre el espíritu humano, ocasionaron en la poesía de vanguardia una sensibilidad que, para bien o para mal, era percibida como un elemento indisociable de la creación artística. Mientras que, en las vanguardias anglosajonas, el ferrocarril atravesaba las obras de Joyce, Eliot y Pound (el propio abuelo de Pound había construido una línea ferroviaria en Wisconsin); el aeroplano y el automóvil se ganaban el corazón de los futuristas italianos. A ojos de estos últimos, la cruzada prometeica que el hombre había emprendido contra naturam, a costa de la calidad de vida de los trabajadores que producían dichas máquinas, era visto como algo digno de ser cantado por el poeta.
En Ecuatorial (1918), despunta un anuncio visionario en relación con los inventos que cambiarían el rumbo de la humanidad. El telégrafo, el zeppelin, “el divino aeroplano”. Siendo este último el que tendrá una mayor trascendencia en la poesía creacionista, así como todos aquellos animales que surcan los cielos en el bestiario de Altazor ‒siendo el de las golondrinas el caso más notable de todos. Sin embargo, habrá una sutil diferencia con este rasgo futurista: la “belleza de la velocidad” (Marinetti) del proyecto moderno no es asumida como tal de buenas a primeras por el poeta. Si bien hay una suerte de admiración por lo “nuevo”, también un temor o, cuando menos, un resabio que evoca cierta desconfianza. Dicho esto, no hay que caer en la ingenuidad. Huidobro es un discípulo de Prometeo ‒uno muy particular valga decir. Y aunque la máquina no es el problema en tanto máquina, si lo es su creador. El hombre que la conduce, que la arma, que la toca. Es él quien trasmite su corrupción, como una enfermedad crónica, a cada uno de los engranajes dispuestos en el mecanismo:
“Cuidado aviador con las estrellas
Cuidado con la aurora
Que el aeronauta no sea el auricida
Nunca un cielo tuvo tantos caminos como éste
Ni fué tan peligroso” (Canto IV).
IV
Altazor es un aeronauta en caída. Su catábasis, al contrario de otros exploradores míticos, no tiene aspiración alguna de transhumanar hacia el paraíso. El paracaídas es la barca de Caronte, que goza de la presencia de un solo tripulante lo suficientemente temerario como para estar dispuesto a morir en la búsqueda de un ideal nunca realizado. El viaje no es de ida y vuelta como el de Orfeo; es una empresa de mayor riesgo y ambición: irrumpir en el corazón del antro de los demonios y reformar el inframundo desde sus vísceras. Allí abajo se encuentra la realidad estéril del poeta, afectada por un lenguaje anquilosado e impotente, que ya no puede dar sentido al canto gutural de la raza humana. Victor Hugo, quien es añadido por Breton en la lista de autores surrealistas, tuvo esta misma idea, hace más de un siglo: “la tarea del infierno es cambiarse en edén” (La boca de sombra). Altazor quiere trastornar las cosas, en el sentido más anárquico de la expresión. Aun cuando el precio por dicha proeza sea el trastorno de la propia psiquis. Nadie que intente destruir el abismo puede salir indemne del fuego que todo lo purifica. Menos cuando, para peor suerte, se piensa trasladar el empíreo a las profundidades, poniendo molinos de viento en lugar de ángeles custodios:
“Sacudiré la nada con blasfemias y gritos
hasta que caiga un rayo de castigo ansiado
Trayendo a mis tinieblas el clima del paraíso” (Canto I).
Para alcanzar el ideal creacionista de este pequeño dios, Altazor debe descender por todos nosotros, del mismo modo en que Cristo expió nuestros pecados en la cruz del calvario. El significado oculto de lo sacrificial en el poema es evidente. Empero, esta renuncia no tiene garantizada una retribución inmediata o incluso, a largo plazo. “Amarga conciencia del vano sacrificio” (Canto I)… Lo que importa entonces, es el viaje. Altazor se adentra en el sueño, despojado de toda esperanza del despertar. A contracorriente de los surrealistas y sus teorías heredadas de Freud (sobre el omnisciente poder del mundo onírico), Huidobro ostenta una visión más clásica, donde el hombre aún no está completamente abandonado a sus pulsiones interiores. He ahí su distancia en lo relativo al automatismo psíquico y otros métodos experimentales de creación. Altazor es el protagonista de su pesadilla y desde un principio conoce su fatum. Está signado en las líneas de sus manos, que revelan una imagen futura, por todos conocida: Altazor siendo el único testigo de su desaparición.
Y aún no termina todo: “todavía más abajo yace el caos sin nombre” (Hugo)…
V
Afasía: del griego ἀφασία (aphasia), indica la incapacidad del habla; a(sin) phanai (hablar).
La profecía del silencio eterno de Altazor nos asalta por sorpresa. Es un relámpago imposible de asimilar con la mirada. Mas, su tronar, su flagelo contra la tierra es lo que retumba en nuestro oído, como si todos los sonidos que escuchamos alguna vez no fueran más que un grito post-mortem. El Canto VII es sin dudas, el tramo más peligroso de la caída. Pocos son los que sobreviven a tal profundidad. Y es que la herejía que comete nuestro personaje es sólo comparable con la que en su momento infringieron los gnósticos del siglo II d.c. (denunciados categóricamente por las principales autoridades eclesiásticas de la antigüedad). Clemente de Alejandría, en su denuncia como heresiólogo, escribe sobre la doctrina del eón supremo del susodicho grupo sectario, en los siguientes términos: “Silencio ‒dicen‒ es la Madre de todos los seres emitidos por el Abismo; por cuanto no estaba en su mano decir nada sobre el Inefable, guardó silencio; por cuanto comprendió, lo pregonó imcomprensible” (Extractos de Teódoto). ¿Qué comprendió Altazor y por qué lo pregona incomprensible? Una respuesta satisfactoria a ambas preguntas es siempre una quimera para los intérpretes ‒esta no es la excepción. Aun así, las señales siguen estando desperdigadas por el abismo. El balbucear de Altazor y la consciencia de su afasia poética, no son más que los vestigios del canto del poeta que ha descendido a las entrañas de nuestro espíritu. “Dios” es ahora una palabra prohibida en el jardín. Y mientras Altazor tienta a la serpiente el designio de Adán es recobrar la inocencia perdida. Retornar al vientre del kósmos: al silencio, escrito con mayúsculas. El habla secreta de Huidobro fue definida tiempo ha, por el mismísimo Dante en su tratado de mayor enjundia poética: “llamo ‘lengua vulgar’ la que aprendemos imitando a la nodriza, sin obedecer ninguna regla” (De Vulgari Eloquentia). Pasa que la nodriza de nuestro poeta, no es la misma que procuró, a punta de espada, la belleza del Medioevo. Hoy su presencia es fugaz, discreta, selectiva. Ya no amamanta con la ambrosía del mito. Y apenas logra dibujar una sombra en los ojos del crío, quien esperanzado por decir el mundo, acaba tropezando con su misterio. He ahí la revelación del creacionismo. La primera palabra del último hombre.
Referencias Bibliográficas
Alighieri, Dante. De Vulgari Eloquentia. Madrid: Ediciones Cátedra, 2018. Impreso.
Alighieri, Dante. Comedia. Barcelona: Editorial Acantilado, 2020. Impreso.
Breton, André. Manifiestos del Surrealismo. Buenos Aires: Editorial Argonauta, 2012. Impreso.
Eliot, T. S. Poesías Completas. Vol. 1. Madrid: Visor Libros, 2015. Impreso.
Hugo, Victor. Lo que dice la boca de sombra y otros poemas. Madrid: Visor Libros, 2015. Impreso.
Huidobro, Vicente. Altazor. Madrid: Compañía Iberoamericana de Publicaciones S. A., 1931. Digital.
Huidobro, Vicente. Ecuatorial. Santiago: Pequeño Dios Editores, 2011. Digital.
Huidobro, Vicente. Adán. Santiago: Imprenta Universitaria, 1916. Digital.
Marinetti, Filippo Tommasso. El Manifiesto futurista. s. f., Digital.
VV. AA. Los gnósticos. Madrid: Editorial Gredos, 1983. Impreso.

Juan Pablo Rojas (Valparaíso, 2001). Lector. En ocasiones librero. Es estudiante de la carrera de Pedagogía en Castellano y Comunicación (PUCV). Ha publicado anteriormente en La Antorcha Magacín y en la revista digital 49 escalones.

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