Sofía López Martínez
Hay una frase de Nicomedes Guzmán (1914-1964) que recomiendo leer en su totalidad, pero por ahora me quedo con una parte: “existo luchando”. Pienso en lo relevante que resulta esta afirmación a la hora de leerlo y, a mí parecer, en su narrativa esta lucha se encarna, primordialmente, en el enfrentamiento de dos fuerzas, la ternura y el horror. Quizás, muchas veces, más que enfrentamiento, hay una resistencia, he ahí la lucha. Sus obras son crudas, pero cálidas, como un tajo en carne viva. Son húmedas y caninas, podría decirse que huelen a perro mojado. Perro quiltro, para ser exactos. Y es con este animal que Nicomedes va creando un certero contraste entre la ternura y el horror en su novela La sangre y la esperanza (1943).
En la novela se introduce a Enrique Quilodrán, un niño de ocho años que habita un conventillo junto a sus padres proletarios y su hermana mayor. Enrique narra sus vivencias y las de sus pares, a quienes se refiere como animalillos y camaradas. Los animalillos hacen alusión a aquella infancia indefensa, abandonada en la multitud del conventillo. Los camaradas son lo contrario; los amigos de Enrique que han tenido que trabajar, los que a sus ojos ya son hombres y, por lo tanto, poseen la agencia necesaria para enfrentarse al horror y no solo resistirlo. Dentro de esta dualidad, nuestro narrador es un animalillo que desea convertirse en hombre, pero todavía no puede.
En la dicotomía lobo-perro amaestrado, el quiltro yace en un espacio confuso, inquietante, de resguardado salvajismo. El quiltro de conventillo habita una jungla incierta que muta con el animal, quien es testigo del horror. La experiencia animalizada expuesta en la novela destaca aquel carácter perruno; la infancia humana muchas veces se ha sentido más cercana a las vivencias de un perro quiltro que a las de un humano adulto. Y ¿qué cosas ve un perro a lo largo de su vida? ¿Cuántas crueldades fallecen en la memoria de un perro callejero?
La impotencia de la infancia expuesta por el autor se perfila a partir de distintas instancias en las que se da a entender que lo canino es una cualidad innata al niño:
Era ella una mujer. Una extraordinaria mujer con los zapatos empapados, con el delantal también empapado sobre el vientre y los pechos tibios, con las manos encarrujadas, reblandecidas por el desmanche, con los brazos enrojecidos de frío, con el moño un poco caído, con los ojos tristes… Era mi madre. Yo pestañeaba, reclinaba la cabeza. Podría, indudablemente, ser lo mismo un niño o un perro pequeño (152).
En el extracto anterior, se aprecia a la madre de Enrique, quien enaltece sus cualidades heroicas de madre. Pero, al mismo tiempo, el ojo agudo del infante no ignora el sufrimiento ni el cansancio de la mujer. Es espectador de ello, pero no puede hacer nada para cambiar su situación. Sin embargo, la imagen más conmovedora que evoca Nicomedes se encuentra al final de la cita: los ojos largos, la cabeza reclinada que funden al pequeño con un cachorro, pues tienen la misma esencia.
El ojo agudo del niño-quiltro, denuncia a lo largo de la novela los sacrificios de las madres obreras, así como también el dolor de su propia especie. Las jaurías desganadas de quiltros, de dos y cuatro patas, pueden encontrarse habitando el conventillo a lo largo de la novela, observando los horrores sin ser observados de vuelta. Esto se evidencia cuando un amigo de Enrique, Zoro, tras perder a su padre es invitado a una velada en honor a él —y a otros muertos—, allí, a pesar de haber sido invitado como un adulto, nadie más que Enrique le presta atención: “Y Zoro largó de nuevo a llorar. La gente que había cerca de nosotros no se preocupaba de su llanto” (40). Un niño llorando a su padre muerto, parece ser igual a un can que llora de frío.
Los perros y los niños no son ajenos a la literatura chilena. No está demás mencionar la brillante novela Patas de perro (1968) de Carlos Droguett, compañero de generación de Nicomedes y que en su novela logró desarrollar aún más la animalización de la infancia. La sangre y la esperanza, unas pocas décadas antes de Droguett, nos presenta la siguiente pesadilla de Enrique:
Pero yo era un perro. Un perro que, de pronto, reíase a ladridos. Un perro que, queriendo reír, no podía hacerlo. Ni siquiera gemir. Un perro que lloraba de improviso hacia adentro todos sus dolores. ¡Y mi madre estaba allí! ¡Blanca, tétrica! ¡Yo no podría ni ladrarle! Me levanté entonces y paré la pata. Era un perro, y debía parar la pata. Sonaban los orines en las tablas del piso (281).
La condición tierna del can supone una maldición para el niño. Quiere luchar, pero no puede ser escuchado. “Sonaban los orines en las tablas del piso” (281), no había nada más que decir, la infancia busca una forma de ser vista, aunque reciba un castigo en el intento. De esta forma, como un animalillo, el niño-quiltro resiste.
La esencia perruna de la obra de Nicomedes que bien podría ser incidental, logra, en importantes momentos, acentuar la experiencia animalizada propia de la infancia. El autor le entrega protagonismo al perro que busca agua en casas que no son suyas, al niño aquiltrado a quien nadie escucha llorar. Nos presenta, entonces, a la sangre con las heridas de los personajes, su sufrimiento, sus desgracias; y a la esperanza, presente en destellos de ternura de aquellos que hacen el intento de contrarrestar el trauma y el horror. Y así, de forma heroica, les da voz a los testigos de la miseria, a quienes adornan el paisaje urbano.
Obra citada
Guzmán, Nicomedes. La sangre y la esperanza. Santiago, LOM Ediciones, 2014.

Sofía López Martínez (Valparaíso, 2000). Profesora de Castellano y licenciada en Literatura.

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