
Juan Pablo Rojas Vargas
el ensayo: ese centauro de los géneros
Alfonso Reyes
El centauro es esquivo. Desde que Montaigne imaginó su existencia, galopa a rienda suelta por las llanuras del pensamiento. El centauro es indócil. Su anatomía biforme lo hace incompatible con cualquier tipo de montura, sea esta filosófica, histórica o literaria. Nadie, salvo a duras penas el ensayista, es capaz de cabalgar su incierta figura. El centauro es el punto exacto que separa la posibilidad de múltiples oquedades. El ensayista, entendido como jinete del intersticio, arrea el lenguaje para estrechar la distancia que hay entre lo real y lo que aún no lo es. Entretanto, detrás de su estela de aciertos y errores, el lector de ensayos es arrastrado por el yermo al igual que Héctor tras ser abatido por Aquiles. La presente muestra ensayística es un esfuerzo por cuestionar la mentada esquividad de la bestia a partir de la única forma de diseccionar sus reflejos exiguos. Propalando el rastro sangriento del troyano entre los lectores.
Cada uno de los textos que aquí se presentan al público fueron escritos en torno a una acción catalizadora: pensar al centauro. “Pensar”, de acuerdo al espíritu mismo de la muestra, quiere decir, aproximarse a las lindes del género para ensayar sobre su esencia diseminada. En este tenor, nos acogemos a la tradición iniciada por autores chilenos como Martín Cerda o Manuel Espinoza Orellana. Nos reconocemos abiertamente deudores del dogmatismo de la palabra y del escepticismo del intelecto para enfrentar los avatares de un género que exige la difícil precisión de lo contradictorio. Tal consigna es la quimera que apremia a nuestros/as ensayistas. La frontera última a la que han debido acercarse por intermedio de aproximaciones y alejamientos.
Ensayos con ínfulas de bestiarios. En cada texto el bramido del centauro se oye de forma distinta. Mientras que Jesús de la Rosa percibe al ensayo como aprehensión de las siluetas deiformes presentes en nuestra más íntima realidad, Víctor Campos, sirviéndose de la agudeza de la prosa satírica, encuentra la verdad del ensayista —el origen de sus cumbres fraseológicas y refinamientos exquisitos— en el célebre Mito de Narciso.
Por otro lado, Natalie Israyy sublima un “ensayo del yo” en su aproximación autobiográfica al género, mediante referencias significativas que, de alguna u otra manera, han repercutido en su quehacer literario; lo que quizás hace de su tentativa la más cercana al primer impulso de Montaigne: leer lo universal desde su propia lectura de vida. Su contraparte ensayística, a todas luces, es la propuesta por Marcelo Varas con su patente “ensayo del nosotros”. Forma colectiva de objetivar las inquietudes, miserias y anhelos de una época determinada, alejándose de personalismos y ensimismamientos que, en su prisma, resultan contraproducentes para la gestación de un zeitgeist o, cuando menos, de un clima intelectual compartido.
En una lectura atenta de las reflexiones hilvanadas por el grueso de ensayistas se puede advertir la vislumbre de una discreta centauromaquia. Cosa inevitable si es que se pretende responder a la pregunta axial: ¿Qué es el ensayo? El texto de Valentina Vera, procedente de la más pura impugnación filosófica, pretende ofrecer una respuesta por vía negativa. El ensayo como “hermano olvidado” del paper académico. Fraternidad que, si alguna vez la hubo, descreo que lo haya sido del todo. Sostengo, con el debido conocimiento de causa, que esta generación de jóvenes ensayistas se inclinan intelectualmente por el fratricidio. Ensayos que rehúyen de la ortodoxia académica. Trazos teñidos de un cainismo legítimo. Improntas caracterizadas por la nula complacencia biempensante. ¿Quién, acaso guiado por la cerrazón de su ceguera, podría argüir lo contrario? Sabido es que bien pensar es pensar a contrapelo. El texto de Benjamín Carrasco quizá sea el crisol de esa afrenta. Fragmentos ensayísticos que dialogan con lo liminal sin perder de vista la tan necesaria insinuación de certezas. La razón se cierra allí donde se clausuran senderos. “La palabra se abre cuando accede a la entrelínea”.
Caso aparte es el de Micaela Paredes Barraza. Poeta que ensaya. O prosista que agoniza. De la peculiaridad de su acercamiento afloran inquietudes cuya resolución no es concluyente. Entre la inocencia del poeta y el cinismo del ensayista existe un trecho no menor. En ocasiones, imponderable. Cabe preguntarse a la luz de su lectura si es posible la erotización de la palabra en la práctica ensayística. O si, por el contrario, el vuelo poético del ensayista siempre estará sujeto al imperativo de la comunicación. Tal vez baste con leer un párrafo de Lezama Lima para zanjar esa disyuntiva. No obstante, la cuestión prevalece en torno a la muestra. La indagación de la poeta funciona entonces como pivote. Como puerta de entrada al lector que se encuentra a la siga de verdades parciales. Con la suerte de su lado, Príamo acudirá en su auxilio para reclamar su cadáver ultrajado por la infatigable cólera del justo decir.
Juan Pablo Rojas Vargas (Valparaíso, 2001). Profesor en Lengua y Literatura (PUCV). Colaborador habitual de la revista digital 49 Escalones.

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