Exagium: pesar el mundo con palabras

Marcelo Varas Miranda


El ensayo es la literatura en su función ancilar
Alfonso Reyes

El ensayo se presenta como una especie de lámpara sostenida en la mano del pensamiento: no busca iluminar para contemplarse a sí mismo, sino para dejar que la luz revele la trama del mundo. En esa imagen cabe la tensión esencial que define su oficio: la luz que procede del autor —su inteligencia, su temple, su lengua— debe servir para mostrar lo que existe fuera del cristal del yo, y no para transformar el cristal en la excusa de la mirada. Por ello, cuando el autor se dispone a escribir, lo hace desde una doble modestia y ambición: modestia frente a la potestad del objeto —que resiste o exige— y ambición por dar forma a la experiencia colectiva que lo excede. Esta actitud no es fría ni técnica; tiene, al contrario, un matiz profundamente afectivo, porque la fidelidad a lo real exige amor por lo real: amar no para poseer, sino para entender y para nombrar con fidelidad. En este punto se escucha la máxima de Nicolás Gómez Dávila: «Una gran inteligencia acaba creando la verdad de lo que afirma» (Escolios a un texto implícito). Leída sin cuidado, la frase podría sonar temible: pareciera autorizar la construcción voluntaria de una verdad privada. Pero interpretada en clave exegética y práctica literaria, lo que propone es otra cosa: la verdad del ensayo no brota de la mera ocurrencia, sino del trabajo mental que ordena, confronta y sostiene pruebas. Una gran inteligencia “crea” verdad en tanto estructura y hace visible lo que antes estaba disperso; no inventa hechos, sino que revela sentido. Esta distinción convoca a la disciplina: el pensamiento que crea verdad se mide con la resistencia de las cosas y con la historia de las palabras.

En la misma línea crítica, G.K. Chesterton advierte con ironía: “Todos los días nos cruzamos con alguien que afirma que sus opiniones quizás no sean correctas, cuando es evidente que si no lo fuesen no serían sus opiniones” (Ortodoxia). Chesterton denuncia la ambigüedad de una modestia verbal que enmascara certidumbres no examinadas; el ensayo veraz, en cambio, no se conforma con fórmulas retóricas de duda, sino que somete las afirmaciones a la prueba de las fuentes, a la comparación y a la argumentación. De aquí deriva una primera consecuencia metodológica: el ensayo seriamente objetivo no es la negación del sujeto, sino su disciplina. El autor no se borra, pero somete su voz a procedimientos que evitan que la experiencia íntima se convierta en ley general sin fundamento. Pensar el ensayo como exégesis curva la vista hacia la palabra ajena, hacia la obra, hacia el hecho: el ensayo escucha antes de hablar. Esta escucha exige lectura atenta, contexto histórico, genealogía de argumentos, y un diálogo con los textos previos que permita situar la consideración presente dentro de una tradición de discusión.

Georg Lukács describe un momento decisivo de esta empresa hermenéutica: “El momento del destino para el crítico adviene, pues, cuando los objetos se truecan en formas, cuando todos los sentimientos y experiencias que no la alcanzaban o que lo trascendían, adquieren una forma, se fundan y se condensan en ella. Es el místico instante de la fusión de lo externo y de lo interno, del alma y la forma; un instante tan místico como el que corresponde en la tragedia del héroe y su sino…” (Esencia y forma del ensayo). Lukács introduce aquí una imagen que debe ser tomada literalmente y poéticamente: la forma no es simple envoltura, sino el punto donde lo experimentado se endurece en figura, donde lo heterogéneo se unifica en sentido. El ensayista que consigue esa transformación ha realizado no un acto de poder, sino un acto de correspondencia: la unidad que aparece es fruto de una tensión resuelta entre testimonio y forma lingüística. Martín Cerda, retomando esta herencia, aclara la modestia del gesto ensayístico: “[…] el ensayo está siempre orientado hacia la verdad, pero, al mismo tiempo, le está vedado postular que cada texto suyo sea la verdad. Cuando Grimm, Schlegel o Dilthey se esforzaron en configurar coherentemente la figura de Goethe, cada uno de ellos ofreció una visión del mayor escritor alemán, pero ninguno de ellos pretendió que ella correspondiese al ‘verdadero’ Goethe…” (La palabra quebrada). Esta observación ilumina una regla ética del ensayo: la orientación hacia la verdad exige evasión de la pretensión totalizadora. El ensayo puede proponer una visión, una interpretación potente y plausible, pero tiene la responsabilidad de presentarse como aproximación, como forma discursiva que amplía la comprensión sin clausurarla.

Esta doble disposición —crear verdad mediante el orden intelectual, y simultáneamente renunciar a la pretensión absoluta— es la que delimita la distancia entre el ensayo que contribuye y el escrito que se aísla. El ensayo que se aísla confunde el temperamento con la norma y transforma el testimonio en dogma. Para comprender mejor esta diferencia conviene detenerse en la figura del autor territorial o intimista. En su modalidad extrema, la escritura subjetiva funciona como cartografía de sensaciones: el panorama del mundo se reduce al mapa de las experiencias del autor. Estos textos tienen, por supuesto, valor cuando articulan una sensibilidad genuina, pero flaquean si aspiran a fundar deducciones universales sin el trabajo hermenéutico que exige la comprobación intersubjetiva. Lo que distingue al ensayo objetivo no es la ausencia de voz —la voz persiste y es necesaria— sino la subordinación de la voz al trabajo de verificación. El autor objetivo no oculta sus inclinaciones; las enuncia y las pone a prueba. La palabra ensayo precisamente proviene de Exagium: el acto de pesar algo, de someterlo a prueba frente a una contingencia. Esa puesta a prueba puede implicar la citación de fuentes, el contraste de datos, la reconstrucción de contextos y la exposición de contraargumentos. El método ensayístico se parece, en ese sentido, a una investigación con herramientas literarias.

Georg Lukács ofrece otra imagen esclarecedora sobre la aspiración y el destino del ensayo: “Es cierto que el ensayo aspira a la verdad; pero lo mismo que Saúl, quien salió a buscar los asnos de su padre y se encontró un reino, así el ensayista capacitado para buscar realmente la verdad, hará de hallar al final de su camino la meta que no ha buscado: la vida” (Esencia y forma del ensayo). Con esta parábola Lukács recuerda que la búsqueda intelectual puede desembocar en una ganancia que excede el enunciado teórico: la vida. No se trata de un sentimentalismo menor; se trata del reconocimiento de que la comprensión profunda transforma la existencia del autor y del lector. El ensayo, entonces, no es sólo enunciado, sino acontecimiento: suscita vivencias nuevas, ordena la percepción y modifica la manera en que se entra en contacto con el mundo. Desde esta perspectiva, la profundidad del ensayo depende de su capacidad para integrar la rigurosidad con la presencia vital: pensar con disciplina y sentir con responsabilidad.

En contraposición se perfila la escritura ensayística de corte subjetivista o sentimentalista: textos que proclaman la autenticidad mediante la exhibición de lo íntimo, pero que, sin la mediación crítica, corren el riesgo de convertirse en capricho. El peligro no está en el relato personal en sí, sino en la pretensión de que ese relato agote la complejidad del fenómeno. El ensayo comprensivo, en cambio, reconoce la singularidad del testimonio y lo inserta en una matriz mayor de sentido. En la práctica, trabajar un ensayo de este carácter exige una serie de hábitos intelectuales: paciencia para la acumulación de datos y lecturas; humildad para admitir lo que aún no se comprende; rigor para articular argumentos; y estilo para transformar la argumentación en palabra viva. El autor como artesano verbal debe aprender a sostener el ritmo largo del pensamiento, evitando la fatiga del juicio rápido y la seducción de la prosodia emotiva que no se sostiene en la prueba.

La exigencia estética del ensayo no contradice su exigencia epistemológica; por el contrario, ambas se refuerzan. Una forma literaria cuidada ayuda al discernimiento y hace posible que el lector siga el hilo argumental con claridad. La forma aquí funciona como instrumento de verdad: no se ornamenta para producir efecto, sino para permitir que la idea encuentre su contorno y su luz. Finalmente, la convivencia entre la voz del autor y la integridad del objeto conduce a una práctica ética del conocimiento: el ensayo no pretende aniquilar la controversia sino transformarla en diálogo enriquecedor. Presentar una interpretación con todas sus reservas —mencionando lagunas, dudas y alternativas— es un gesto de honestidad que fortalece la persuasión en vez de debilitarla. Así pensado, el ensayo se revela como una disciplina de la mirada que, sin renunciar a la poesía, se mantiene vigilante frente a la autoindulgencia. Engarza la belleza del lenguaje con la seriedad de la investigación, y de ese anudamiento surge la posibilidad de lo profundo: no la profundidad que oculta arbitrariedades, sino la que se conquista mediante la confrontación constante entre la inteligencia y la realidad.

Si se vuelve la vista hacia las citas fundantes que han guiado esta reflexión, aparece un sentido unitario: Gómez Dávila recuerda la capacidad de la inteligencia para estructurar verdad; Chesterton advierte sobre la pereza de la humildad retórica; Lukács señala la fusión mística entre alma y forma y, al mismo tiempo, la posibilidad de que la búsqueda termine en vida; Cerda establece la prohibición ética de reclamar para cada ensayo la posesión de la verdad. Juntas, esas voces configuran un mapa orientativo: el ensayo es trabajo, forma y oficio moral. En suma, el ensayo deseado es aquel que aproxima sin absolutizar, que crea rigor sin secar la palabra, que escucha sin abdicar su palabra, y que trata la verdad como norte y no como tributo. En su luz —la lámpara que abre la página— la mirada se afina y el mundo, por un instante, se vuelve más legible.


Marcelo Varas Miranda (1999). Estudiante de Pedagogía en Castellano en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha publicado ensayos en 49 escalones y Revista Asociación de Estudios Humanísticos.

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