Entregarse por fin

Micaela Paredes Barraza


Cuando hay que escribir y no sé por dónde empezar, comienzo a deshilvanar la madeja de las palabras para llegar a sus formas primarias. No sé qué hacer del ensayo sobre el ensayo que se me invita a ensayar aquí. Recurro a la etimología y me sorprendo. La primera definición que encuentro de la palabra «ensayo» en la web del Diccionario Etimológico Castellano en Línea, que me acompaña bastante en mi día a día y que curiosamente es obra de un chileno, nacido en Lota, de padres rusos y que vive en Estados Unidos (de ahí, intuyo su amor por escudriñar las raíces y sus diversificaciones), dice que la palabra viene del latín exagium, que significa «peso», en el sentido de medida, examen, deliberación. Lo hermoso viene después: se cree que uno de sus significados estaba relacionado, en sus inicios, con las pruebas que se les hacía a los actores de una obra teatral, en tanto que exagium está compuesta del prefijo ex- y del verbo griego agere, «hacer». Ensayar sería «hacer cosas que le salen (a los actores) de adentro». Pero lo aún más hermoso aparece a continuación: la entrada incorpora más abajo un extenso comentario de una internauta, «Helena», (no es ni la de Troya ni el nombre de alguna IA; la página incluye, no hace mucho, un mensaje que asevera que todo el material es producido por humanos sin usar inteligencia artificial), que hace algunas rectificaciones a la descripción inicial y dice que la historia de los actores es moderna y no tiene nada que ver con sus usos más primitivos, que derivan, en realidad, del verbo exigere, que sí está compuesto por ex- y agere, pero esta última acción tiene la sutileza de poner el énfasis en el «mover, llevar adelante». Según Helena entonces, la definición más precisa de la etimología de ensayar sería «empujar, mover para hacer salir algo de un interior».

Las cursivas las pongo yo, ahora, porque me resulta a la vez inaudito y natural darme cuenta de que el ensayo que estoy escribiendo se empezó a escribir, sin que yo lo supiera, mientras leía hace algunas semanas a María Zambrano, a la que regreso de vez en cuando —como se vuelve a las viejas pasiones, de las que se renegó y más tarde se volvió a querer con sana nostalgia—. En sus escritos recopilados con el título de Hacia un saber del alma, me dice (a mí y a nadie más en ese momento), que el corazón, órgano real y simbólico desde el que surge ese saber otro que reconocieron los presocráticos y tantas culturas ancestrales anteriores a la griega, tiene la particularidad de entregar su secreto sin dejar de conservarlo, o, mejor dicho por ella: «El corazón es la víscera más noble porque lleva consigo la imagen de un espacio, de un dentro oscuro, secreto y misterioso que, en ocasiones, se abre. (…) Suprema acción de algo que sin dejar de ser interioridad la ofrece en un gesto que parece podría anularla, pero que sólo la eleva. (…) Y esto es: interioridad que se ofrece para seguir siendo interioridad, sin anularla. Es la definición de intimidad».

Ensayar en la palabra es, para mí, abrirme a dejar que la escritura misma sea ese secreto que, en su hacerse, se descubre tal y se anhela compartido. En el entregarse, la escritura invita a las y los que la reciben a entrar en la intimidad creada por ella. Ese algo que se empuja desde un interior en el ensayar es la palabra misma, que se vuelve forma concreta a través de las lenguas silenciosas que son los dedos sobre el teclado, pero que se origina en ese centro que llamamos corazón, y que en realidad es, como Hécate, una deidad triple. Pensamos —lo dice la neurociencia— con tres vísceras: el cerebro, el corazón y el aparato digestivo. Esos son los tres centros de poder que se congregan en un acorde, a veces desafinado y probablemente menor, y lo que no sé que voy a escribir se convierte en secreto compartido.

*

Estoy en la biblioteca pública José Hierro, en Madrid, donde vivo hace un año y medio. El barrio se llama Usera y acoge a personas en su mayoría migrantes. Es jueves, 14 de agosto, y la sala de lectura recibe a más de alguien que no viene en busca de un libro, sino de un refugio contra el calor abominable (y tan extraño para mi cuerpo, que desconoce esta temperatura y atmósfera vacacional en mitad del año). El ritmo que había comenzado a tomar este ensayo es interrumpido por los enérgicos pies de un hombre sentado a mis espaldas, al que imagino con el ceño fruncido y escuchando metal, por el tipo de compases que las suelas de sus zapatos imprimen en el piso y el aire que compartimos, y no puedo seguir tirando del algo que había empezado tan frágilmente a desenrollar. Me es imposible bailar dos ritmos a la vez; la atención del cuerpo y sus tres corazones se desvía hacia el estímulo más fuerte, el exterior, que proviene de los pies rabiosos del metalero sin rostro.

La música de la palabra haciéndose es frágil; requiere, si no de silencio, del murmullo fértil de ese fondo sin forma del que nace, y de la compañía de otras músicas sutiles, orgánicas. Nunca escucho música cuando escribo. Como no vivo rodeada de naturaleza, a veces me pongo los audífonos y siento, muy bajo, el sonido del agua: lloviendo, fluyendo por un río, rompiendo en la orilla de una playa. Y esa sensación del agua por todas partes, a veces, hace aparecer en el presente el eco de alguna frase o verso leído en otro tiempo-espacio; un puñado de palabras que me ayuda a retomar el hilo del ritmo interno; a escribir escuchando.

*

El espacio predilecto desde el que escucho y escribo es el verso. La prosa se me vuelve, como ahora, un «amasijo de cuerdas y tendones» y me voy por las ramas de las oraciones subordinadas que comienzan a decir algo y que, en su intento de descubrir qué dicen, terminan desdoblándose para reflexionar sobre cómo están diciendo eso que las acerca a lo que intentan decir. Y aquí llega el eco de Marguerite Duras: «Escribo para saber qué escribiría si escribiese». Esa frase siempre está presente, disponible dentro, desde que la leí.

*

Suelo jugar a la libromancia cuando no sé qué hacer, cuando necesito ayuda, dentro y fuera de la escritura. Y así como Zambrano cuenta que sus queridos griegos iban al santuario de Delfos cuando necesitaban escuchar a su daimon interior, me asomo al oráculo de Duras, abro el libro al azar y dejo que me hable:

Nadie puede.

Hay de decirlo: no se puede.

Y se escribe.

Lo desconocido que uno lleva en sí mismo; escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.

Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez.

La escritura llega como el viento; está desnuda.

Este libro no es un libro.

No sé si este ensayo es un ensayo, pero es lo que está empujando desde adentro en este presente, el presente de la escritura que no deja de sorprenderme en su tejido sincrónico y que hace posible continuar el movimiento. Y si bien a veces una vibración interrumpe y entorpece a la otra, hay momentos de verdadera orquestación cósmica, en que todo nos habla de lo mismo, y Helena puede conversar con María y con Margarita, y hasta con los pies rabiosos del prójimo.

*

Dilaté durante varios días (semanas) el presente de la escritura. No tenía idea de qué podía yo decir sobre el ensayo como asunto en sí, siendo una escribiente de poesía y solo circunstancialmente de prosa. Decía antes: el verso sobre todas las cosas. A pesar de mi naturaleza lunar geminiana, que tiende al análisis, mi energía mercurial nace de cáncer y se cobija en la síntesis misteriosa del verso, que es, antes que nada, canto. Cuando escribo en verso, no saber qué llegará a ser eso que comienza a aparecer no es una preocupación; no me genera ansiedad, sino una expectación que deviene en alivio, una vez fuera. La prosa ensayística, en cambio, por muy poética, fragmentaria o cercana a la confesión que sea, tiene la impronta del lenguaje discursivo: ese algo que aparece en la palabra debe tener un tema, una intención comunicable, dar cuenta de un contexto, seguirle la pista de manera razonable y razonada a una idea o intuición primera que aparece, la mayoría de las veces, antes de empezar a escribir.

He escuchado a más de un escritor, más o menos relevante, de aquí o de allá, de antes o de ahora, siempre hombre, decir que la escritura y su organización empiezan en la cabeza, antes de sentarse a escribir. Yo no puedo escindirme del acto físico, corporal, de escribir. Por eso también prefiero el verso, porque siempre empieza en el contacto orgánico de la mano con el lápiz y las vueltas de la tinta sobre la hoja, y solo más tarde en esta maquinita.

*

Vuelvo al diccionario etimológico:

Prosa.  De prosa oratio, «discurso en línea recta», y prorsus: «dirigido hacia adelante».

Verso. De versus, que en su primer sentido sustantivo significa «surco»; de la raíz vers/vert: «vértebra, vertical, vértigo», como en vertere (girar, volver) y versare (dar vueltas).

*

Nuestra última vuelta a Valparaíso nos regaló los Ensayos de una casa, de Macarena García Moggia. Mientras evitaba comenzar a escribir este ensayo, recordé el muro impenetrable que describe la voz de ese conjunto sutil y sensible de caminos posibles para habitar la casa de la lectura y la escritura:

Las palabras aparecen como palabras, objetos sueltos que no alcanzan a hilarse. (…) Veo el blanco de los ríos que las separan, y por ahí se cuelan los pensamientos, irrumpen tumultuosos como una oleada que las arrasa y las revuelve y acaba expulsándome hacia la orilla en la que me encuentro, sola, frente a la página, sin poder entrar.

Para entrar, continúa la voz, el lenguaje nos exige cierta transparencia: ventanas (siguiendo el imaginario de la autora) y no paredes (como las que levanta mi apellido paterno); un espacio por el que se filtre y penetre la luz de la palabra ajena, que solo se transforma en reflejo cuando bajamos la guardia y nos abrimos —como el corazón de Zambrano— a la intimidad del espacio compartido por esas dos lejanías que conforman el presente de la lectura. La única manera de entrar en el lenguaje, ya sea como lectoras o como escritoras, es aceptar el vacío primero. Hacer un espacio, hacerse una misma espacio, para que la palabra deje de ser letra muerta y se transforme en acontecimiento.

A propósito, otros ecos, de otras pasiones antiguas: «Lo único que el artista acaso crea es el espacio de la creación», José Ángel Valente. Y de la misma escuela radical, pero desde una vereda no solo poética sino ética, Simone Weil: «Quien por un momento soporta el vacío, o bien obtiene el pan sobrenatural, o bien cae. El riesgo es terrible, y hay que recorrerlo, e incluso exponerse a un momento sin esperanza. Pero hay que arrojarse a él». La palabra, fruto del vacío, puede ser la gravedad o la gracia. A veces, una sola palabra basta para salvarnos, o para desterrarnos al abismo.

*

El título azaroso que le puse a este ensayo es, en realidad, el nombre de una crónica de Clarice Lispector —una pasión que nunca se seca—, a la que no he mencionado, pero que ha estado revoloteando todo el tiempo, queriendo entrar en la conversación. Ya llegará su momento, pensé al poner el título, propicio para hablar: «El placer es abrir las manos y dejar correr sin avaricia el vacío-pleno que se estaba aferrando encarnizadamente. Y de repente el sobresalto: ¡ah, he abierto las manos y el corazón y no he perdido nada!».

*

Es la primera vez que escribo un ensayo en primerísima persona. Supongo que en la academia aprendí a evitarlo. Como también aprendí a escribir razonablemente sobre cosas que no me interesaban en absoluto. Y a pesar de que sí he escrito algunos ensayos en los que he estado involucrada en cuerpo y alma, confieso que la mayoría de los que me ha tocado escribir hasta ahora nacen de una voluntad otra; de la invitación de alguien más que me anima a pensar sobre algo o alguien en particular. Y esta no es la excepción.

No soy una intelectual, aunque un tiempo aspiré a serlo. Cada vez me interesa menos la palabra como ejercicio crítico, en el sentido del análisis relativo a quien rompe, separa y juzga (kritikos). No deseo romper para analizar (como se disecciona un cadáver para estudiarlo) sino para vivenciar en la palabra la «crisis», el momento cúlmine de algo que, en la medida que está naciendo, muere, deja atrás una parte de sí que no alcanza a encarnar en la forma, y entonces se quiebra para transformarse y seguir dándose a luz.

La alquimia de la palabra es la que me lleva a escribir, la que me urge a hacerlo. La metamorfosis donde memoria, imaginación y cuerpo se entrelazan para dar forma a lo que siempre está pidiéndola y esquivándola a la vez.


Micaela Paredes Barraza (Santiago de Chile, 1993). Se dedica a la escritura, la edición y a guiar talleres de exploración creativa. Se licenció en Letras Hispánicas (Pontificia Universidad Católica de Chile) y realizó un máster en escritura creativa (New York University). Ha publicado los libros de poesía Nocturnal (Cerrojo, 2017), Ceremonias de Interior (Cerrojo, 2019) y Propétides (Devenir, Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2024). Recibió el Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral 2024 a mejor novela inédita, que será publicada a fines de este año. Actualmente vive en Madrid.

Deja un comentario