Ensayo filosófico, escritura desamparada

Valentina Vera Cortés


El ejercicio de ensayar ha sido desplazado y en gran medida olvidado en los círculos intelectuales de la filosofía, diversos aunque limitados. En los actuales entornos de formación filosófica se percibe una escasa o nula vinculación con el gesto reflexivo de ensayar. Un gesto que emerge precisamente en los albores de la filosofía moderna, aunque de forma indirecta mucho antes. En particular, parece haberse perdido de vista aquello que hace nacer la ensayística filosófica. Montaigne, desde los orígenes del género, advertía a su lector contemporáneo sobre el propósito que dio umbral a sus Ensayos: se trataba de un proyecto «doméstico y privado», cuya materia no es otra que el «yo mismo». Ahora bien, si consideramos la versatilidad que ha alcanzado la filosofía en relación con las diversas formas de escritura, cabría incluso argumentar la absoluta prescindibilidad del ensayo. ¿A quién le importa ensayar la filosofía, o ensayar filosóficamente? Ello nos impulsa a interrogar si existe una necesidad de la ensayística filosófica a la luz de ciertos elementos propios de esta forma que merecen ser considerados para su desarrollo y eventual necesidad.

Es probable que muchos, durante su formación más elemental —al menos en el ámbito de las humanidades— hayan padecido el ensayo hasta el cansancio; es decir, lo hayan trabajado de manera constante como ejercicio de entrenamiento cognitivo e intelectual, muchas veces con el propósito de evidenciar reflexión, autonomía, o aquel llamado pensamiento crítico. Mientras la teoría describe y deduce, el tratado expone sistemáticamente, pero el ensayo —como recordaba Bense— examina, tantea, intenta (Versuch). Su utilidad, en ese contexto, parece incuestionable sin mucho conflicto dentro de los esquemas de evaluación de cualquier candidato a licenciado o profesional. Sin embargo, y tras la superación de la formación inicial, el ensayo comienza a presentarse, para el académico y el docente, como un hermano olvidado e innecesario de la publicación académica, al artículo indexado o al paper. Pareciera que el ensayo tuviera su pertinencia únicamente durante el tránsito hacia la mayoría de edad intelectual. El imperativo lema de la Ilustración filosófica (sapere aude!) ya no se ensaya: más bien se redacta con frialdad, en tono eminentemente objetivo, como un resultado deducido a partir de una metodología estrecha, que no interroga ni conmueve, que no vuelve sobre sí misma.

¿Hemos olvidado ensayar en filosofía? ¿Acaso nos importa este eventual problema? ¿Será que se valora la ensayística como medio al desarrollo de ciertas habilidades mínimas del intelecto, pero no como un fin en sí mismo? He aquí la razón instrumental del ensayo o de la ensayística. No resulta descabellado, ante tal sospecha, trasladar por un momento la reflexión al período clásico de la filosofía, donde el espíritu experimental y lúdico se manifiesta en la naturaleza dialéctica —y hasta dramática— que ahora reconocemos en la ensayística. La forma ensayo, de ser realmente una forma, se ofrece al juego de abordar los múltiples aspectos del objeto que aprehende: lo examina y lo experimenta de modo exhaustivo, escorzando su temática, sus matices y las posibilidades de dichos tintes a través de la escritura. Sin pretensiones de objetividad —incluso tal vez sin pretensiones de ningún tipo— este ejercicio evidencia las múltiples dimensiones que le son accesibles, sean apariencias o profundidades, meras sombras o abismos insondables. De este modo, el apremio casual a la vez que autoimpuesto, el cual recae sobre el escritor que ensaya, no es en modo alguno meramente estético o, por otra parte, exclusivamente formal —como tantas veces se ha planteado en contextos escolares—, sino más bien se trata una ejercitación que resguarda bajo sus principios la necesidad de empeño en el abordaje inquisitivo de su objeto. Aquello hace posible no solo la crítica tan usual en el ensayo, sino también la sátira, el escepticismo, el cinismo o la ironía: figuras igualmente decisivas en la dialógica clásica de la filosofía.

A partir de lo anterior, es posible apuntar algunas insinuaciones que revelan aspectos que nos parecen importantes sobre la naturaleza del ensayo, y que aquí vincularemos específicamente al ensayo filosófico. Una de ellas, inevitablemente, proviene de Theodor Adorno, quien caracteriza el ensayo afirmando que la actualidad del mismo «es la actualidad de lo anacrónico». Si bien muchas de sus observaciones podrían aplicarse también al ensayo literario, este escrutinio —a nuestro parecer—se dirige con claridad a la filosofía. Y es que el ensayo filosófico, por la misma adjetivación que lo define ahora mismo en este escrito, supone una forma de asalto particular de los fenómenos que esgrime. Su proceder admite la espontaneidad del uso de conceptos, tanto desde su carga etimológica, metafísica o estética, por mencionar algunas de las contingencias conceptuales más asiduas. El ensayo filosófico visto así augura las posibilidades, fortunas y quimeras de lo ensayado, pero sin que dichas contingencias se inhabiliten al plantearse, pues no se buscan redactar como un resultado absoluto o estático. Aún menos se trata de componer ideas cuya laxitud extravagante termine soportando cualquier comentario inconexo o incongruente respecto de lo que se forja en la escritura. El trabajo ensayístico bien podría entenderse como el resultado de una ars combinatoria que tiene en vistas un empeño genuino por esbozar el surgimiento de relaciones, ideas, aspectos que —tal vez—para el ensayista no han sido ofrecidos previamente tal como los concibe ahora, en el momento de ensayar, en el momento de intentar.

En muchos sentidos, el lenguaje escogido (ya se le llame estilo, contenido, ambos a la vez, ninguno de ellos o quizá algo distinto) que el ensayo pone en juego constituye la evidencia de esta ars que describimos. Surge y se configura desde la meditación del intelecto en su vuelco sobre sí mismo, en particular al volcarse sobre aquello que interrumpe y revela a través del lenguaje. Tal vez —y porque ahora mismo se padece esa meditación al escribir estas líneas— se trate de una lucha y, al mismo tiempo, de una tentación: hacer explícito el espíritu y sus intuiciones, sus sospechas y disquisiciones, así como también sus contradicciones, que se despliegan palabra a palabra entre luces y sombras.

Ya no se trata de un pensamiento ajustado a implicancias prácticas o teóricas en un lenguaje depurado, simplificado y sintético —tal como lo consigue la forma de escritura triunfante de la academia contemporánea—, sino de un discurrir a menudo enrevesado ad nauseam, al menos para quienes privilegian la eficacia argumentativa de la inscripción académica. En este contraste, la distancia entre escritura ensayística y escritura académica se abre como un abismo incómodo, aunque franqueable según las necesidades de una mirada instrumental. La primera de estas formas suele terminar concebida como una efigie quebradiza, en apariencia innecesaria frente a la segunda; pero igualmente se vuelve indispensable en el plano circunstancial de la formación intelectual del escritor contemporáneo.

Bien conocida para algunos puede ser la breve pero entrañable anécdota que expone Emil Cioran en Desgarradura, a propósito de los momentos previos a la muerte de Sócrates, mientras le preparaban la cicuta que pondría fin a su vida. El filósofo es sorprendido intentando aprender una melodía en flauta. Se le interroga inmediatamente el propósito (el para qué) de aprender aquello, y justo ahora. ¿Por qué querría un hombre emplear su tiempo —sus últimos momentos de vida— en semejante irrelevancia? «Para saberlo antes de morir», responde. Y es que precisamente los últimos instantes del filósofo pudiesen ser mejor consignados en despedirse de sus amigos, su familia, incluso en filosofar seriamente, como habría de esperarse de quien siempre antepuso la filosofía y el ejercicio de filosofar como una forma de vida auténtica y preferible por sobre cualquier otro modo de vivir. ¿Qué habría de especial en la acción de privilegiar el conocer y practicar una melodía en flauta, teniendo plena consciencia de que el tiempo apremia, pues la muerte llega? La única justificación—sostiene Cioran—tras aquella acción, que puede parecer incomprensible para muchos, es la «voluntad de conocimiento» aunque se haga patente incluso poco antes de la muerte.

Confrontamos esta escena en este punto para evocar una última imagen del espíritu abandonado de la filosofía de nuestro tiempo. Ese espíritu que acaso hemos entrevisto en la ensayística filosófica aparece hoy como una potencia desamparada del ejercicio filosófico. Se trata, quizá, de cómo se ha dejado de ensayar: de probar en el sentido de intentar, practicar, escrutar sin más, antes que dictaminar o proponer conjeturas finales de manera escueta. Es decir, de cómo se han sustituido los tanteos por resultados ya cerrados, expresados en una escritura que únicamente declara lo que —tal vez ya reflexionado— permanece oculto en su gestación, guardado, sin ofrecerse ni transparentarse al lector en un acto genuino de sensatez intelectual.

Planteado así, el conflicto se muestra ahora con mayor nitidez y, a la vez, deja entrever sin disimulos —o reconocer sin más— la crisis de fondo que motiva este escrito. Ya lo había anticipado Montaigne: hemos renunciado a lo honesto por lo útil, incluso aunque lo útil no sea necesariamente algo deshonesto. El propio filósofo advertía en pleno siglo XVI que resulta «muy notable que las cosas […] hayan llegado al punto de que la filosofía sea, aun para la gente de entendimiento, un nombre vano y fantástico, que se considera de nula utilidad y nulo valor, tanto en la opinión como de hecho».

No se trata de insinuar que los filósofos y filósofas contemporáneas carezcan de quehacer por inútil, sino de advertir que la filosofía misma ha terminado por plantearse y escribirse bajo el parámetro de lo útil o inútil, muchas veces sin conceder espacio al intento crédulo de ensayar. Hoy por hoy, lo que se solicita, lo que se demanda y lo que se escribe bajo ese escrutinio de la utilidad somete el ejercicio filosófico a su tiempo y a sus necesidades, no precisamente a las urgencias que emergen de una reflexión auténtica —si es que aún subsiste esa forma de cavilación.

Las razones de esta renuncia parecen responder más a la necesidad que a otra cosa. Y, sin embargo, cabe sostener que la filosofía sobrevive al menos en su capacidad de adaptarse a nuevas formas de escritura —sin olvidar que la escritura no es su único soporte, pues la oralidad resulta igualmente medular para su continuidad.

Ahora bien, si llevamos esta reflexión al debate sobre la autarquía intelectual en tiempos de inteligencia artificial, la crisis se agudiza: podríamos perder toda orientación en la ciénaga del pensamiento humano, incluso más allá del propio ejercicio filosófico, extendiendo la desorientación (¿acaso hubo orientación alguna vez?) a otras áreas del conocimiento.

Ante el dilema al que nos enfrentamos, partimos por reconocer nuestras limitaciones frente a las preguntas abiertas, aun cuando no siempre las hayamos inaugurado de manera explícita. La interrogante acerca de si necesitamos ensayar en filosofía la abordaremos desde una reflexión previa a nosotros, pero que cobra actualidad y sentido en el marco de este escrito. Para ello retrocedemos a la Inglaterra del siglo XVII, cuando el Parlamento discutía, hacia 1643, la ordenanza para la regulación de la imprenta (Ordinance for the Regulating of Printing), que exigía a los autores obtener una licencia gubernamental antes de publicar cualquier obra.

En ese contexto, el poeta John Milton pronunció un alegato en defensa de la libertad de imprenta sin autorización previa; es decir, sin la exigencia de un permiso que funcionara como filtro entre los lectores y las ideas que se pretendía difundir. Lo tituló Areopagitica, inspirado en el orador griego Isócrates y en su Areopagiticus, disertación que denunciaba la corrupción y decadencia de la democracia de su tiempo.

Retomando la voz de Milton, hallamos en su discurso la célebre afirmación ante el Parlamento británico: «Bien sabe quien acostumbra a la reflexión que nuestra fe y nuestro saber prosperan con su ejercicio, al igual que nuestros miembros y complexión». A nuestro juicio, en esas palabras se insinúa lo que constituye la raíz misma del valor —más allá de toda utilidad práctica, tenga o no tenga cabida— del ejercicio de ensayar filosóficamente.

Del mismo modo que la fe, el saber reflexivo se fortalece en la medida en que se practica, adquiere forma y se convierte en un proyecto vital. Ensayar significa, en ese sentido, probar, intentar, ejercitarse, entrenar. Y como advirtiera Aristóteles, «porque una golondrina no hace verano, ni un solo día», tampoco un ensayo aislado basta para mostrar la necesidad de la escritura filosófica en clave ensayística.


Valentina Vera Cortés (Villa Alemana, 2000). Profesora y Licenciada en Filosofía por la Universidad de Valparaíso, Magíster en Historia Económica por la Universidad de Santiago de Chile. Sus intereses y trabajo investigativo se centran en la historia del pensamiento económico, la filosofía de las ciencias y las tradiciones intelectuales del mundo anglosajón.

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