En el interregno

Benjamín Carrasco Bravo


“No puedo conocer sino aquello cuyo «germen» llevo en mí, y mi primer cuidado debe ser favorecer el «desarrollo orgánico» de todos esos gérmenes interiores”, deduce Albert Béguin de la estrella matutina de Novalis. Detrás de cada ensayista se halla esta encendida conciencia volcada hacia las fuentes de su mundo interior, el principio por el cual, una vez contemplándose a sí mismo, vierte las aguas —corriendo igual suerte si aclara o enturbia— hacia el exterior. Concluye el ciclo solamente cuando lo descubierto vuelve a él en forma de palabras, con las que renueva una y otra vez el mundo objetivo. Así el ensayista, al mismo tiempo que escribe sobre aquello que descubre, se inventa.

*

Pocos géneros tienen tal necesidad de preguntarse sobre sí mismos como el ensayo. El “centauro de los géneros”, como le diría Alfonso Reyes, cada tanto vuelve a la palestra. Las genealogías no son escasas, como tampoco lo son los escoliastas o comentaristas del género. Pero, ¿qué lo hace particular? ¿Es su siempre vigente expresión de libertad? Si es así, lo es también su arbitrariedad para establecer variables, abrirse a nuevas constelaciones, delimitar el curso de los acontecimientos y hechos dentro de su discurso ensayístico. Su heterodoxia (la de las formas y la de las ideas) se encuentra en un egotismo más o menos disimulado. Único soberano de su prosa, establece un interregno durante el cual desciende al yo para avivar las llamas de un viejo cáliz; lo despide el ahogo por nuevos vocablos.

*

Los grandes ensayistas de nuestra tradición tienen una poco oculta inclinación por el hedonismo lingüístico, esto es, por una relación con el idioma que busca la buena forma de expresar su saber internándose en las grandes salas del edificio del lenguaje. De Alfonso Reyes recordamos, por ejemplo, su “agraciada” prosa de cordialidad inaudita para los tiempos que corren, que exigen la frase abrupta y vacua, con poco espacio para el humor de lenta urdimbre. De Ricardo Latcham, el hecho de que su erudición no lo sobrepasó nunca para volverse contra él, dejándonos páginas de cultivada lucidez en las que no hay espacio para enfangarse. Qué decir de la prosa hechizada de Lezama, el humor ladino de Borges, el ritmo consagrado de Octavio Paz. Tanto en ellos como en otros encontramos, lo que diría, lo mejor que puede ofrecer un ensayista: invitaciones a la lectura. Su arte de la palabra no concluye con la frase acabada ni con la conclusión categórica. Son conducidos por la siempre rica y fértil tradición literaria, a la que se suman con pesquisas, especulaciones, el pertinente dato objetivo, para alumbrar con ello nuevos campos y expandir el imaginario de ese eterno diálogo que es la literatura. El mundo, en sus palabras, también se ensancha.

*

A muchos les sería natural dejarse persuadir por, lo que dirían, la “cáscara” que recubre las ideas, como verdaderos ornamentistas, pero entonces olvidarían que es justamente en esa interpenetración entre forma y sentido cuando sus ideas alcanzan verdadero carácter y personalidad. Una vez que la fuerza de la sintaxis marca su rumbo, las palabras caen como el tañido de un alambicado mecanismo, que es el golpe de la expresión que se abre paso en contra de su propio contentamiento. Si no es con “el peso de la frase” (Gómez Dávila), ¿cómo, de otro modo, reconocer una buena prosa de otra vulgar y corriente? La marca de la prosa es la auténtica marca del pensamiento. Cada oración es un artefacto precioso de la lengua y el lector ha de detenerse en cada una que desafíe sus expectativas y su espantoso conformismo. Así pues, como un mal vicio, el ensayo debe en lo posible alejarse de la frivolidad: no entregarse al lector a cambio de monedas melladas (como ocurre cuando de la hilación de ideas pasa al anecdotario o ala hiperestesia) si con ello alcanzara tan sólo amagos de imaginación. Las metáforas de fogueo, como también se las puede llamar, aparecen cuando más cerca se está de la demagogia y al servicio de ideas preconcebidas. Eso no lo libra de sofisticar su escritura como lo haría un esteta o, en su defecto, retoño de academia cultural: para inflamar el estilo, el uno, para usar el término de moda, el otro. Todo escritor, por más mediocre que sea, puede llegar a unas cuantas frases felices.

*

El ensayista va detrás de las apariencias, no a la sombra que contornea el fuego, sino al fuego. A veces lo que descubre no lo puede sino insinuar con arriesgadas interpretaciones, o sólo describiendo sus efectos más inmediatos, sin llegar a cerrar el cerco; antes alcanzar otra descollante relación de la cual sujetarse a duras penas resulta en un estimulante juego de las palabras. No es ocioso ni deliberado ejercicio. Que este escribiente batalle a menudo con sus propios demonios, traspuestos a sus objetos de estudio, da cuenta de la propia necesidad que tiene el pensamiento para darse a entender. Precisamente, su inteligibilidad y honestidad expresiva están dentro de las virtudes menos asimiladas, hoy por hoy. Este “darse a entender” es relativo a cuanto se piensa en los otros, su deseo de comunicar con una menuda transparencia sus devaneos es lo que convierte una experiencia personal en algo transmisible. “Darse a entender” tiene lo de “entregarse al otro”, como un noble principio de comunión. El ensayista que esté totalmente ensimismado difícilmente pueda oír más que su propio palpitar de ideas sin sosiego. Ya escribir es salirse de uno mismo, de algún modo. El interlocutor al que se dirige, por muy cruel y enemigo que se le presente, espera del ensayista las mejores palabras, y una palabra bien dispuesta y empleada es entre los puñales el más efectivo.

*

Acosado por su propia conciencia y su prurito crítico, el oficiante de este género sucumbe al largo diálogo consigo mismo, pero no como un ser pasivo ante la prosa del mundo, sino conmovido por la duda, la contemplación que moviliza el espíritu. Obra sobre la obra. Figura sobre la figura. Reconstruye lo que se le ofrece, rumia a jirones el conocimiento. Urge en su mente la curiosidad y, por qué no, también la polémica (pólemos), puesto que en toda palabra se libran oposiciones, de las que si el ensayista en buena hora no se hace cargo, desfallece de imprudencia (“Nada perjudica tanto al intelectual como la falta de oposición”, Croce-Zweig). Hablo del ensayista y del ensayo a riesgo de usarlos indistintamente, porque en el uno siempre hay más de lo que uno querría del otro. El “yo” oculto no sólo expresa su conocimiento, pone allí cuanto hay de su sensibilidad, su visión política que con suerte logra esconder en su elección de palabras; pone allí su sentido histórico de la época, “de los conflictos que se agitan en ella, de los poderes y de las fuerzas en campo”, como diría Filippo La Porta.

*

En sus marcos de apreciación, el ensayista se sigue ocupando de diversas expresiones estéticas y aun políticas o históricas. Los hay quienes utilizan el cine, la fotografía, la música (aunque considero que lamentablemente pocos), como fuente de sus preocupaciones. Otros continúan la gran tradición americanista para reflexionar sobre este puñado de tierra y su lugar en el mundo. Allí no sólo se solapan sus más variadas preocupaciones, que por de pronto le vienen de afuera, sino que se trasunta en una quimera difícil de expurgar. Con frecuencia esto ha llevado a pensar al ensayista como un “semiólogo de la vida cotidiana”, cuando el tema se superpone a la forma y pretende justificarse por sí mismo.

*

Hoy en día abundan, para nuestro mal, estos últimos, junto a aquellos de invariable vocación académica, que más se parecen a valijas terminológicas, es decir, los que adolecen de tendencia y tema. El ensayo es un acto inquisitivo. No lo funda el tema sino el modo en que se aproxima a él o, en su defecto, en que de él se aleja. A menudo lo traiciona, descubriendo nuevas grutas por las que se interna su vertiginoso caudal de ideas, y en esa traición se encuentra su carácter, tan decididamente opuesto a la prosa del especialista. En otras oportunidades vuelve al tema sólo para cerrarlo con un vuelco apenas sugerido en la suma de imágenes, recuerdos, citas que ha acumulado; o quizás no lo haga nunca, producto de su inagotable apetito que no pocas veces lo arrincona frente a sí mismo. Es el tema, por lo tanto, la ocasión específica, el lugar premeditado. Lo que le confiere sustancia es la calidad de la conversación, la naturaleza del diálogo que el ensayista logra elaborar en tres frentes: con los materiales que reúne, consigo mismo y con su “público” imaginario.

*

Entre los horizontes más prometedores que hoy vislumbra el ensayo está el de aliarse cada vez más a la literatura, campo en el cual invención e imaginación, dos motores de la verdadera actividad del pensamiento, más acogen su semilla creadora. El ensayista ha de poseer el “ojo transformador” que hace de las asociaciones un nuevo objeto. Lo que recibe, reinventa; lo que recoge, reacomoda. Hace de las apariencias y ambigüedades los puntales en que apoya gran parte de su “hermosa aventura del intelecto”, como diría Manuel Espinoza Orellana, a propósito. Este “ensayo creador” es la forma en cómo a través de la prosa ensayística se pueden ahondar las especulaciones de la propia poética, en un sentido amplio, y replantear las incógnitas de la experiencia humana que a cada uno le son más tocantes. Puede, al mismo tiempo, tomar el camino contrario, el que va del artificio ficcional al artificio interpretativo. ¿Cómo, de otra forma, nos explicamos los pasajes más ensayísticos de Trilogía de la memoria de Sergio Pitol? Libros alumbrados por la invención en los que podríamos dudar de todo lo otro, menos de la arquitectura que lo sostiene: el volver de forma omnívora a la lectura y a los libros a través de la crónica o que el diario haga las veces de ensayos encapsulados en fechas. O si se piensa en otra fascinante trilogía, como lo es la de Los sonámbulos de Hermann Broch, en la que en su montaje narrativo se intercala tanto la “idea en situación” como la “situación en idea”. Ya quisiera alguno hacer de la “Degradación de los valores” un opúsculo filosófico aparte, pero su mutilación significaría la pérdida de la síntesis crítica que las novelas proponen: crítica de las ideas y crítica de la vida.

*

Me gustaría cerrar este breviario de apuntes pensando cuál es la relación del ensayista con la actualidad. Diría que es, primero que todo, lo que lo distingue del crítico cuando de literatura se trata. El ensayista va un paso atrás o, si se quiere, un poco más adelante de la actualidad. No está atado a ella. Su monóculo está puesto en todo lo que el pasado aún le muestra. Esto es posible porque en su secreta pasión está el apropiarse de una realidad que no le pertenece, de la que toma distancia como un observador exquisito para el cual, aunque ajeno, el objeto se revela únicamente frente a sus palabras. Cuando se trata de libros, en algo se parecerá a las meditaciones monacales, aquellas de exégesis lenta y hacia atrás. Aligerado de la carga de la novedad, la confronta poniendo en vigencia lo anterior, que casi siempre serán sus refugios espirituales o sus preocupaciones históricas, tanto como pueden serlo los libros, los autores, la mitología, una cita, quizás. Si viene a cuento, recordemos al ya citado Filippo La Porta, a quien creo que le pertenece esta sentencia: “Leer, en un mundo sin Dios, se parece a una oración secular”. Al fin y al cabo, el ensayo existe cuando le exige a los libros o a la realidad más de lo que estos le entregan en primera instancia, que es razón de sobra para pensar que no puede haber ensayo sin buena literatura. Con esa exigencia se adentra en su propia prosa. Como un espeleómano explora lo oculto, lo fragmentado, lo tardío en las cavidades del pensamiento. Si el ensayo es un escenario del naufragio, el ensayista es asimismo el caminante de ruinas que va a grandes palmos por los dominios desolados. La palabra se abre cuando accede a la entrelínea. No a lo efímero, sino a lo que permanece. Lo pasajero es notorio porque el presente siempre es evidente. Lo permanente se opone a lo evidente.


Benjamín Carrasco Bravo (1997). Licenciado en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha colaborado con ensayos, notas y reseñas en distintos medios nacionales y extranjeros. Es parte del comité editorial del sitio de literatura y crítica 49 escalones. Ha publicado La palabra ciega (Ediciones Altazor, 2025).

Deja un comentario