El ensayo o la escritura de la vanidad

Víctor Campos Donoso


A Ismael Gavilán, poeta, ensayista y amigo.

¿Por qué intentas aferrar, ingenuo, una imagen fugaz?

Ovidio

El ensayo es excusa, luminoso pretexto que motiva una escritura del porque sí. No enfrenta ni concede nada salvo a sus propias ideas que, en forma de rabiosas gotas de lluvia o en forma de matutino rocío meditabundo, se baten entre las mismas líneas que las contienen. Idea agazapada, el ensayo no es sino rito del intelecto: retórica de sí misma, pensamiento del pensamiento. Es quizá por ello un texto necesariamente vanidoso: se alimenta insaciable de aquello que es, palabra expuesta al mundo sin una verdadera razón última. Montaigne ensaya sobre la elocuencia de Monsieur Poyet y de Severo Casio para, finalmente, contarnos sobre su propia elocuencia como ensayista. Son esas líneas los trazos de ese “pintarse a sí mismo”, principio que perfila sus Essais y quizá todo texto que le procede. Así, el ensayo pareciera ser una vanitas sin metafísica: un adulto melancólico de pueriles pensamientos que toma nota.

Si el ensayo pretende una finalidad acaso práctica, hipoteca su vanidosa naturaleza y se convierte en cualquier cosa: panfleto, artículo académico, excusa justificada. El ensayo solo se humilla ante sí mismo y ante su realidad. Al no hacerlo, se humilla —sea por defecto, sea por voluntad— ante algo fuera de sí: abdica de su vanidad para tornarse torpemente humilde. El cuerpo del ensayo está hecho de palabras que vienen escapando ya de otras: su escritura, concordemos, es una diferencia y no una equiparación. Octavio Paz o Emil Cioran conservan hasta en la última de sus líneas esa realidad de sus ensayos que los diferencia de viles imitadores: la poesía como un acto de revelación o el llanto de un santo como voluptuosidad de su dolor son, respectivamente, sus realidades únicas. Ellos comunican, sí, pero en la medida que su escritura es la manifestación de un mundo glosado, es decir, de un ejercicio que comunica a partir de otra cosa antedicha pero siempre incluida en las líneas del ensayo. Lo antedicho se vuelve entredicho. De aquel ejercicio de realidad aledaña vienen las palabras, y a partir de él los vocablos se extienden hacia otras lindes que no son sino las propias.

El siglo pasado, que se suponía como la consolidación de la luz ilustrada, fue muchas veces la consagración del horror. Más que meros testimonios o piedras halladas en una inoficiosa tarea de arqueólogo, las voces de Georg Trakl, Wilfred Owen o Paul Celan son gritos que, a lo lejos, oímos como melodías. Søren Kierkegaard comparaba al poeta con un hombre torturado lentamente, a fuego lento en el toro de Falaris, cuyos alaridos no llegaban hasta los oídos del tirano para horrorizarle, pues a este le sonaban a dulce música. Aún hallamos humanidad en la poesía de aquellos versos, aunque se encuentre soterrada, aunque figure in extremis de un macabro ditirambo moderno. Con algunos ensayistas del pasado siglo no hallamos ese revés. La prosa ensayística, al renunciar a la metafísica de la vanitas, se conforma y exalta con hundirse en las tierras de un nihilismo sin horizonte más que el de su propia prosa. El sol se esconde en una linde de palabras. Por ello, si Fernando Pessoa o Cioran nos parecen el desarrollo de una exageración (y no de una exclamación, parafraseando la expresión de Valéry) es porque hicieron de su estilo, con el tono y ritmo propios de sus líneas, una manta con la cual esconderse y dormir: Pessoa y Cioran nos parecen superlativos y hasta exagerados porque se refugian en su estilo, en esa aludida manifestación glosada. Con todo, sus ensayos, a la larga, son oscuridad que alumbra más que ensombrece, negrura que aún ilumina tenue entre la precariedad de nuestro mundo. Acaso resida otro tipo de humanidad allí que tendríamos que prever. 

Si la idea se mueve, las palabras que la sostienen y cifran lo harán también. Sin embargo, escritura caprichosa siempre la del ensayo, suspende la vida para pensarse: costo del ensayista por las líneas que escribe (¡el peso de la medalla de Montaigne!). Vivir es no pensar, escribió Pessoa en reiteradas ocasiones dentro de ese ensayo fabuloso que es el Libro del desasosiego. Inevitable pináculo del pasado siglo en estas materias, lo que allí se puede leer no es sino una poética de la ensayística escrita a la manera de diario de vida, de fragmentos, de impresiones, de sueños y de prosas imaginativas y poéticas; lo que le da la razón a Martín Cerda en cuanto a que el ensayo es escritura discontinua, exploratoria y sobre todo fragmentada. En el Libro del desasosiego hallamos a un hombre entregado a la contemplación de la vida y a su ensoñación con tal de cobrarle —por momentos nos lo revela— la palabra a Hipócrates (Ὁ βίος βραχύς, ἡ δὲ τέχνη μακρή). A pesar de ello, el grueso de la tentativa del portugués se despliega en un océano de amargura, consolación y vacío: son olas que se alternan y mutan. Su tragedia es la de aspirar a un imposible: no la de autoaniquilarse, sino la de no haber existido nunca. Bernardo Soares se bate entre el transeúnte pálido y el poeta, entre el ayudante de tenedor de libros y el soñador, entre los días monótonos y las noches luminosas de Lisboa. Con todo, nuestro autor enseña, entre tantas cosas, que el cuerpo del ensayista está hecho de sus propias palabras: su existencia corporal es el discurso de sí mismo. Entonces, el gesto del heterónimo es más bien un certero acto que arroja luz sobre nosotros como pregunta: ¿será el ensayo mera estética de un solipsismo, de aquello que sólo podemos convocar reuniendo letras y que fenece allí por ser idea?

A propósito, los talleres de escritura ensayística que han aparecido recientemente en nuestro orbe superficial valen nada al lado de una sola página de Fernando Pessoa; en este último reside el temple capital de todo este asunto: desplegar la palabra con el único peso de la subsistencia discursiva del porque sí. Sólo con su Diario íntimo, Luis Oyarzún alcanza con creces el título de ensayista. Soy de los que creen que el ensayo, como cualquier escritura verdaderamente literaria, no puede enseñarse salvo en el enfrentamiento riguroso con la lectura; el poema llama al poema, la prosa llama a la prosa. Creamos realidades tan aledañas como propias cuando leemos. Me basta con imaginar a un joven Cioran o a una joven Simone Weil tomando talleres de cómo escribir aforismos o fragmentos para reír febrilmente. Hoy hemos entregado el arte a las bestias de la usura y la especulación (cuadros en subastas absurdas, poesía desechable como papel higiénico, música sin espíritu); no concedamos a esas fieras el dominio perdido del pensamiento, la realidad glosada que vive cuando toda prosa se yergue en lo único que puede y vale apoyarse para ella. ¿Escribir ensayos? Lea primero a Pessoa.

La vanidad, cabe advertir, es hermana del hedonismo: no sólo Cioran, sino que también autores como Roland Barthes admiten hallar en la prosa propia de este tipo de textos una complacencia cuasierótica. La vanitas del ensayo, al ser excomulgada de la metafísica, se regocija con la fugacidad de la materia. Allí donde la cosa está a punto de perecer, el ensayista está presto a escribir, dotando dicho perecer de refinada —e inmanente— voluptuosidad. Perder placer es triste, confiesa un desolado Cernuda. Al contrario, si el ensayo puede ganar algo es esa concupiscencia de sí. W. G. Sebald, al escribir libros como Los anillos de Saturno, hace del recuerdo no precisamente una nostalgia en blanco y negro, a pesar de sus fotografías adosadas, sino una voluptuosidad viva: imágenes resurrectas por los vocablos. Gustaf Sobin, al ensayar sobre los avatares de los acueductos romanos, no hace labores de frío historiador ni de pedante sociólogo, sino que nos enfrenta con la precariedad de las ruinas que nuestros antepasados dejaron, con la fragilidad de lo que alguna vez fue grandeza (la piedra que otrora sostuviera esos verdaderos templos de agua ha devenido en vulgar bloque de mall), y lo hace por medio de palabras que en su transparencia exclaman la llana voluptuosidad del pensar. Sobin no ensaya sobre las ruinas, sino que las hace hablar con nosotros, lectores de esa realidad entre líneas, entredicha. He allí su vocación última. Retomando la imagen que aludiera al inicio, mientras que Sobin y Sebald ensayan en forma de matutino rocío meditabundo, Pessoa y Cioran lo hacen en forma de rabiosas gotas de lluvia. No arriesgaría a hacer otro distingo, so pena de parecer aún más pretencioso de lo que ya parezco.

¿Será que el ensayista ve en la fugacidad de las cosas el reflejo de la fragilidad de sus ideas? ¿O no será más bien el ensayo un intento fallido por dar cuerpo a esa idea ya fugada del pensamiento? El ensayo, cualquiera sea el caso, aparece como pensamiento de un pensamiento que se ha ido, como germinación de la incompletitud, como huella de aquello que ya pasó. El fundante hito edificado por Michel de Montaigne hacia fines del XVI sigue resonando como un eco de brutal nitidez: ensayar una idea sobre aquello que pienso saber. Así, el ensayo ilumina hacia dentro de sí mismo, y no hacia afuera; lo luminoso es el pretexto, la excusa, no sus palabras en cuanto afán de verdad inamovible. Rimbaud, ensayista por accidente, iluminó hacia dentro de los dominios oscuros de la poesía; volvióse un Prometeo portando una linterna sorda a voluntad de su capricho, de su vanidad (je dis qu’il faut être voyant, se faire voyant). Cuando Rimbaud les pide a los poetas hacerse videntes, en realidad lo que hace es pedírselo a sí mismo.

En cada pluma de un ensayista se esconde un pequeño Narciso. Posando la mirada en su propia imagen refleja, nota que las aguas de su idea son las que reverberan en el arroyo. Acaso las líneas que leemos de un ensayo no sean sino esa imagen dibujada entre las líneas del agua: “Ista repercussae, quam cernis, imaginis umbra est: / nil habet ista sui; tecum venitque manetque, / tecum discedet, si tu discedere possis”[1], escribe Ovidio. De allí que la vanitas latina al anular su para algo, se convierta finalmente en vanidad a secas, una presunción del intelecto por divertirse y presumir su propia liberación en el cuerpo de la prosa, en ese estanque en donde se reflejan las ideas. Ensayista, no depongas tu vanidad y escribe porque sí.

El título de ensayista es una condecoración por defecto. No es carrera ganada, sino tropezón imprevisto: rasmillón en las rodillas del pensamiento. Del rasmillón brotan palabras como sangre, palabras a borbotones que intentan explicar algo que siempre es otra cosa y que, para  colmo, se regocijan en el rasmillón abierto. El ensayista es un hombre herido de palabras. Siendo preciso, sus heridas están hechas de palabras. Y para él, la herida es solo la enunciada en un fragmento de prosa, fragmento que pretende engañarnos con que nadie lo leerá. Sea aquella la vanidad de todas las vanidades, por cierto; la medalla de Montaigne, una vida no vivida por pensada.

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P.S.: Hace poco adquirí La realidad y el deseo en Editorial Alianza. Al revisar el poema “Qué ruido tan triste”, noto que el primer verso omite su dramático “se” final. El verso quedó así: “Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando aman”. Tal vez escriba un ensayo ante tamaña indignación.

Nota

[1] “Esta imagen que ves reflejada no es más que una sombra, no es nada por sí misma; contigo vino, contigo se queda y contigo se iría, si tú pudieras irte”, en la traducción de Ely Leonetti Jungl.


Víctor Campos Donoso (Iquique, 1999). Estudiante del Magíster en Letras de la PUC. Ha escrito reseñas y ensayos en los siguientes medios: Cine y Literatura, La calle Passy 061, WD40, Phantasma, Anales de la Literatura Chilena, entre otros. Sus poemas se han publicado en La Antorcha Magazín y Círculo de Poesía. Además, forma parte del comité editorial del sitio web 49 escalones, realizando constantes colaboraciones. Actualmente se encuentra desarrollando su tesis en la poesía de César Vallejo y trabajando en su poemario inédito Epitalamio.

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