El ensayo como forma trágica: máscara y mentira

Jesús de la Rosa Álvarez


La armonía oculta es superior a la manifiesta

Heráclito de Éfeso, Fragmentos

Pasar del tratado al ensayo, es pasar del trabajo a la conversación (Malraux), apuntaba Eduardo Gruner en un alusivo parafraseo al polémico personaje francés, así como Martín Cerda, por su lado, construía un argumento en torno al limitado campo de consultas que este elevado arte ofrece: Falta una historia sociológica del ensayo moderno que, entre otros asuntos, permita precisar en qué circunstancias se ha desarrollado preferentemente esta forma (en el sentido más puro de Lukács) y determinar cuáles han sido los principios que han decidido sus variaciones más significativas desde el siglo XVI hasta hoy. Será oficio para otro autor referirse a la etimología del ensayo como forma literaria en su estado embrionario, ya que, sin muchas meditaciones, quiero subrayar lo siguiente: Michel de Montaigne es un idioma en sí mismo, y este perfila el magma de la literatura ensayística.

Me tomaré de algunas breves anotaciones para poner en tabla las primeras formas que este arrastra: 1) La tesitura del ensayo es de espíritu francés, ya que su carácter es sentencioso, refinado y hermético; 2) El ensayo busca, de forma inevitable y recayendo en su propia anatomía, permitirse serlo todo;3) El ensayo literario es similar a una tesis elaborada dentro de la Academia, ya que ambas tienen de cabecera la recursividad argumentativa. En ella residen tres ejercicios de alta complejidad: la precisión, la definición y la cita literaria. En el ensayo, libre albedrío, pequeñas partículas desordenadas que esbozan la belleza del autor estando desnudo; en las tesis, belleza intencionada para no caer en el olvido mediante un lenguaje cuidadoso, con ropaje y cubiertas. 4) El intermediario entre el ensayista y el ensayo siempre será el espacio de intimidad: la casa. Recordemos que la casa es nuestro rincón del mundo (Bachelard);5) El ensayo tiene una naturaleza ritual, ofrecemos una forma, la iluminamos con citas, y la descuartizamos para obtener un resultado elevado, que pueda alcanzar seriedad y gusto. Estamos en busca de lo sagrado.

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Escribir ensayos —con la literatura como un auxiliar— exige separar, fragmentar y trabajar a sangre fría sobre un escrito. Esto no es solo intuición: es serena perversión sobre la materia a punto de ser abierta. El ensayo no es una clave con la que se lee el mundo de las ideas, sino una forma de convivir con él incómodamente, ciertas veces siendo discrepante e irritante consigo mismo. Gyorgy Lukács, en Sobre la esencia y forma del ensayo (1911), ya reconocía esa incomodidad: textos que no se dejan clasificar, que no son ni ciencia ni arte, pero se rozan entre ambos. Se asume, momentáneamente, una descripción del ensayo.

Una condición natural de este género (sin género) es ser fragmentario, esto significa auto proporcionarse una herida para otorgarle a cada idea su propia habitación, que incluya un escritorio y una luz cálida. Panorámica a la Grecia Clásica: Heráclito de Éfeso, un ermitaño que escribió grandes obras en una lejana época, escribió elevados pensares en forma de trozos. La particularidad de este, restando grandes anecdotarios que marcaron su vida —según relata Diogenes Laercio en su biografía—, es una escritura fundada en la precisión y brevedad, vertidas en sentencias, las que conocemos hoy por Fragmentos. La forma de escribir —pensar— de este presocrático es aforística en su totalidad, lo que resuena con el eco del ensayo del siglo XVI de Montaigne, el cual busca abrir las ideas mediante la precisión, el no menos importante arte de las citas y un continuo debate entre el ensayista y lo que se ensaya. Casos distintos, pero —ensayísticamente— paralelos.

En Precisiones,Martín Cerda subrayaba —a propósito de esa máscara que porta el escritor y el debate consigo mismo—, que “Escribir es una doble ironía. El escritor debe, en efecto, distanciarse del mundo en que vive y, a la vez, no identificarse jamás con el mundo que escribe. De no hacer lo primero, enmudece, y lo segundo, enloquece”. Este género sobre la mesa, en su hondura más íntima, no es solo una forma contemporánea del discurso: es un ritual de exposición y resguardo, donde se ofrecen ideas, apuntes o glosas —simbólica y conceptualmente— para ser disecadas por nuestra propia mano y palabras. Como en los ritos antiguos, hay en el ensayo un mecanismo de desplazamiento: en primer lugar, un conflicto interno, generador de incomodidad e inquietud por estudiarlo; en segundo lugar, el deseo de elucubrar pulcramente un discurso limpio de errores; por último, este se sacrifica en la forma. Ya la máscara, que lo contiene, ha tomado el lenguaje. Lo que el ensayista cree decir es, apenas y con todo el esfuerzo humano, un diminuto umbral: en el proceso, lo que termina por decir ya no le pertenece por completo a él mismo, ha perdido algo. Para ese momento, es la máscara quien la tiene. Esta no encubre, sino que transforma, y en ella opera un rasgo ovidiano de la literatura, que obliga al ensayo a ser una pequeña parte de lo que quiere alcanzar, la máscara es lenguaje humano.

No podemos negar que el ensayo adopta la naturaleza de muestrario epocal, acogiendo las inquietudes más profundas del mundo en el momento en que es descrito. Su esencia es, principalmente, y como lo trabajó Martín Cerda hacia los años ochenta, fragmentaria. La palabra quebrada (Ensayo sobre el ensayo) es la representación más clara de esta hipótesis, pues la obra está compuesta de cuatro partes que —a consideración personal, la tercera parece ser la mejor lograda—, tejen una cadena de fragmentos y meditaciones, de carácter personal, que terminan por mostrar cómo funciona el ensayo en su primera torsión. Ahora bien, proponerse entender el funcionamiento estético, o el propósito de esta naturaleza fragmentaria, parece ser un gesto pedregoso, ya que pretender abarcar la mayoría de ideas sobre el ensayo solo cavará la vista al bache de forma más presurosa.

La definición contemporánea del ensayo no es de mi total agrado, pues ha perdido el tono sensible que alguna vez tuvo este divino ejercicio, aunque no por ello es menos serio. En los años en que Montaigne escribía en la biblioteca de la torre de su castillo, el francés entendía que la palabra essai funcionaba como un préstamo del latín tardío exagium, palabra que aludía al acto de “pesar algo” o “ponerlo a prueba”. A sabiendas de aquello, le otorgó un matiz mucho más íntimo: someter a examen sus propios pensamientos, alimentando una idea incipiente con las voces de otros autores que, de alguna u otra forma, lo acompañaban en aquel tercer piso.

Atendiendo a la hipótesis de que el ensayo es, en una de todas sus cualidades, un ejercicio sagrado y elevado, considero necesario recoger la definición que empleó Roger Caillois de este término en El hombre y lo sagrado (1939). Caillois, para referirse a algunas definiciones dentro del fenómeno religioso, dice que “en su forma primitiva, lo sagrado representa ante todo una energía peligrosa, incomprensible, difícilmente manejable, eminentemente eficaz”; lo cual me hace pensar que el ensayo, en su forma oculta, está cerca de convertirse en una práctica sagrada, ya que al ser híbrido, también a momentos vil y mendaz, se revela como una de las formas más complejas de trabajar en la literatura.

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Alegoría de la mentira y la máscara

Otra hipótesis a trabajar es la siguiente: el primer ingreso al ensayo puede tener ajustes y redefiniciones de orden alegórico: ensayar es —subrayo lo siguiente— decir mentiras mediante la verdad. Uno de los riesgos al leer ensayos es que la “verdad”, al menos la idea de ella, es modificada hasta volverse una representación de la “mentira”. Para este caso pienso en Sous bénéfice d’inventaire, una antología compuesta por siete atípicos ensayos que escribió Marguerite Yourcenar hacia los años sesenta. En uno de esos extraños ensayos, sobresale uno: Yo tengo un castillo, un texto que puede leerse —a pesar de su ostentosa presentación histórica— en distintas claves, precisamente debido a que su forma inicial  tiene cercanías con la forma clásica de un cuento. Así se mantiene portando una extraña máscara. Lo llamativo: sostiene una estructura ensayística en secreto. Aunque su argumento rastrea la condición y evolución moral del castillo de Chenonceau y de las viudas que lo habitaron, resulta (a mi juicio como lector) cerrado e incompatible para leerse como una pieza ensayística totalmente acabada. Esto no resta la vastedad intelectual y escritural de la que padece Yourcenar, sino al contrario, la hace recogerse en sí misma para dilucidar tan sólo una de todas las formas que porta el ensayo. La pulcritud a la que apunto: Yo tengo un castillo y el género del ensayo se ve silenciosamente penetrado por una oscura forma de la literatura, ya sean máscaras, engaños o directamente la mentira.

Frente a estos argumentos indefinibles, sólo es posible percibir un descenso a una oquedad de esquivas respuestas. Una bondad de este género es que, cuando se pretende estudiarlo, recaemos en sus mismos lineamientos para su desmitificación, ciertas sentencias parecen aludir a este de forma indirecta, mediante asuntos que versan sobre guerras, políticas o, en última instancia, botánica. En Moralia —u Obras Morales y de costumbres— de Plutarco, un apunte para extrapolar lo anteriormente dicho: en el Libro II, se presenta un diálogo entre Cratón, Filón y Sóclaro (personaje que aparece escasamente en la obra de Plutarco). El pasaje tiene lugar en el jardín de este último, espacio donde deliberan sobre fenómenos naturales, donde les explica que “entre las plantas, sólo las resinosas no admitían por naturaleza tales mezclas, pues no se ve ni un cono, ni ciprés, o pino, o abeto criar un árbol de otra especie”, refiriéndose al aceite que se les injerta a estas especies, las cuales (aquellas nombradas) permanecen aisladas, reacias a cualquier tipo de injerto lejano a su especie. En esta atractiva cita de Plutarco, como tan intrusa, sólo puedo pensar que las claves de lectura tienen sus propios supuestos y normas que varían según el lector: el ensayo, en el nicho de la literatura, parece adoptar la esencia del pino y el abeto.Según la sentencia: un género que, aun teniendo cuestiones semejantes a otras, no se deja injertar.

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El ensayo no es, en estricto rigor, un artificio directo y transcrito de la condición intelectual o de lo leído, aunque este beba de la duda y de la reflexión humana; pues, es un gesto de lo más trágico que preserva su singularidad, negándose a injertos ajenos como lo harían las resinosas de las que habla Plutarco en el Liber II. La tragediaen el ensayo —no como un simple adjetivo con el que señalamos la realidad de las cosas—, encuentra aprobación en su propia condición generativa y constatable: sabe que jamás alcanzará la totalidad que persigue y, sin embargo, se arroja en busca de una idea difusa. Conserve o no el fondo de la tragedia clásica, este parece avanzar hacia un final que conoce de antemano —la fragmentación, la idea trozada, la pérdida de control sobre la palabra— y lo asume como parte de su forma. La máscara no es entonces un ornamento decoroso, sino la encarnación de esa paradoja: oculto para su revelación, mentir para decir lo verdadero, así también el ensayo es profundamente pagano. Esto se gana mintiendo.

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En el inicio de Aguas Mentales, el segundo capítulo de La literatura y los dioses de Roberto Calasso, encontramos un punto al que deseo retornar con el fin de no perder de vista el ensayo y su correspondencia con lo sagrado: La manifestación de los dioses es intermitente, sigue la expansión y los reflujos de aquello que Aby Warburg denomina «ola mnémica». La expresión, que se encuentra al comienzo de un ensayo póstumo sobre Burckhardt y Nietzsche, se refiere a esas eventuales sacudidas de la memoria que golpean a una civilización en la relación con su pasado, en este caso con aquella parte del pasado occidental que está habitada por los dioses de Grecia. Ahora bien, puesto que cada época se ve atravesada, hendida y perpetrada por un eco de hitos y tradiciones que arrastra, no resulta menos importante lo que es dicho a partir de ella, añadido a cómo eso dicho se retoma mediante el lenguaje, es decir, cómo se ensaya y describe.  De cualquier modo, los supuestos de Aby Warburg —mencionados por Calasso— se adhieren a la documentación y un esbozo a la historiografía, pero cuidadosamente hago hincapié en cómo esas eventuales sacudidas de la memoria tienen por consecuencia una poco conocida red de relaciones que revelan un nexo inmediato con el lenguaje y la antigüedad. Sentirse sacudido en medio de cualquier actividad humana, por un eco de la primera impresión de Grecia o lo sagrado, nos hace retornar al origen para elaborar una escritura sentenciosa, tal como resulta el ensayo o un pensamiento de orden aforístico. Lo sagrado es una vía de retorno para poner a prueba nuestros pensamientos.

En suma, para hablar del presente arte es inevitable retornar, una y otra vez, a la cita literaria y al rastreo, pues aunque este gesto adopte la forma de una esfera que persiste en su propia recursividad, no existe un límite ni una definición contundente de aquello que pretende conocerse por ensayo, si se quiere tratar con seriedad esta materia. Comprender la poética que lo habita acaso sólo sea posible acudiendo a esa biblioteca ideal que evocaba Calvino: esa de orden personal, con el propósito de filtrar cada idea, buscando la viga más alta y reposar en ella, para así luego levantar otra y pronto construir un recoveco de descanso con vista a un jardín, así como el de Sóclaro junto a sus árboles.


Jesús de la Rosa Álvarez (2003). Licenciado en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispanoamericana por el Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Su investigación de pregrado se situó en Martín Cerda y Gaston Bachelard (La poética del espacio), estudiando así la simbólica de la casa en La palabra quebrada. Anteriormente, publicó ensayos de literatura y teoría del arte en el sitio web 49 Escalones, además de reseñas sobre novedades editoriales de otros ensayistas en el mismo espacio.

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