
Los símbolos y las referencias bíblicas señalan un orden divino que guía las causas y consecuencias de los hombres. El anatematizado debe morir indefectiblemente, aunque no haya perseguidor que pueda dispararle, incluso si esto implica romper el realismo del relato y revestirlo del elemento fantástico.
Tomás Veizaga
Ninguna persona separada como anatema podrá redimirse;
indefectiblemente ha de morir.
Venganza trágica, tragedia vengativa, muerte simbólica, alegoría del mal… son muchas las interpretaciones que se han dado respecto a la naturaleza de la muerte del protagonista de “El hombre” de Juan Rulfo, una de las narraciones más singulares de El llano en llamas (1953). Queremos exponer otra: el castigo divino. Esto implica que el protagonista de este relato muere mortificado, condenado por una fuerza sobrenatural, superior, que impone ciertas reglas al mundo creado en este relato, reglas contra las cuales no se admite rebelión. El cuento es, por tanto, del género fantástico y su motivo no sería la venganza sino el castigo ineludible. No hay un perseguidor, no hay una muerte que provenga desde afuera. Viene desde adentro y desde las entrañas del Antiguo Testamento.
José Alcancía huye al descampado porque mató a una familia. Su pecado lo persigue a través de la culpa: «No debí matarlos a todos». Carga el peso de su crimen, pues los muertos «lo aplastan a uno», e intenta salir del mundo de los hombres para incorporarse al mundo de los animales en el llano. Allá donde solo hay lagartos y aves, y no hay condenas ni venganzas. Por ello sus pies dejan una huella deforme, «como si fuera la pezuña de un animal», y transita creando senderos nuevos con su machete hacia el espacio intransitado, donde debe comer raíces e intentar sobrevivir como las bestias. El hombre habla solo, e invoca la voz de un supuesto perseguidor que le quiere poner una bala en la nuca. Eso le motiva a huir. Pero la voz se oye como «una cosa falsa», porque no hay nadie siguiéndolo, y así él mismo se percata de la ficción que le pisa los talones: «supo que era él el que hablaba». El perseguidor no es más que la manifestación de su consciencia afiebrada, culpable y marcada por el pecado. El Antiguo Testamento lo decreta así: «Tropezarán los unos con los otros como si huyeran ante la espada, aunque nadie los persiga» (Lev. 26:37). Dios, entonces, es el perseguidor; y ha condenado a José Alcancía a morir en el llano, sea como sea. Lo natural sería pensar que morirá de sed, de hambre, insolación, frío o —como cree él—, de un balazo, pero nada de esto ocurre. Huye de todas las anteriores, pero no puede escapar del verdadero perseguidor.

Muchos símbolos y marcas identifican al protagonista como un hombre impuro, contaminado por el pecado. En términos del Antiguo Testamento, ha sido declarado anatema, abominación. Como Caín, está señalado: «Le falta el dedo gordo del pie izquierdo. No abundan fulanos con esas señas». Pero sus marcas además de físicas son morales, fruto de un «corazón lleno de pudrición». Él es consciente hasta cierto punto y sabe que está directamente singularizado por su pecado: «este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire». Sabe, además, que es una mancha imborrable y por eso decide huir de las miradas de la gente: «aunque no quiera, tengo que tener alguna señal». No sirve disfrazar su apariencia, esta marca es de otra naturaleza.
Otro indicio de que este hombre es anatema, abominación, es su vínculo con las serpientes. Cuando va a matar, lo hace escondido «como una mala víbora». Cuando suelta su machete, este cae al suelo y «brilla como pedazo de culebra». Además del conocido rol de la serpiente en el mito adánico, Levíticos es claro respecto a estos animales: «todo reptil que se arrastra sobre la tierra es abominación» (11:41). Así, por trasgredir las leyes divinas, José Alcancía huye al llano que, figuradamente, lo va señalando como un hombre impuro a cada paso. Aunque al principio sabe que va a buscar su muerte, luego parece cambiar de opinión. El hombre regresa, se rebela contra su destino y es visto por un borreguero.
El inocente pastor se topa con un anatematizado, pero no lo sabe. Aun así, no deja de notar las marcas. Lo ve bañarse en el río desnudo, lo que prescribe el Antiguo Testamento como ritual de purificación en el campamento de Moisés. Pero el que fue declarado anatema no puede ser redimido, «indefectiblemente ha de morir» (Lev. 27:29). Así, José Alcancía continúa revelando su estado impuro: al beber agua del suelo se traga un puñado de ajolotes. Esto va en contra de los animales que permite el Antiguo Testamento, y es bien particular al respecto: «Todo lo que no tuviere aletas y escamas en las aguas, lo tendréis en abominación» (Lev. 11:12). El hombre no puede dejar de demostrar su impureza, incluso el borreguero que no lo conoce queda pasmado ante las señales del desconocido que parece venir muerto de hambre y sed. Tiene tanto apetito que se come a uno de los animales que «murió de enfermedad». Sin embargo, esto también es marca de impureza y trasgresión: «si algún animal que tuviereis para comer muriere, el que tocare su cadáver será inmundo» (Lev. 11:39). Comer animales prohibidos, tocar inmundicias, la desesperación de hambre y sed, todo parece demostrar el castigo inexorable que se cierne sobre José Alcancía. Todo parece seguir lo instituido por Dios, pues esto prescribe para quienes incumplen sus mandatos: «enviaré sobre vosotros terror, extenuación y calentura, que consuman los ojos y atormenten el alma» (Lev. 26:16). Y de la misma manera el borreguero no puede dejar de notar la mirada consumida de José Alcancía: «Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como cuevas». El hombre que huye está singularizado por Dios, y el castigo indefectible se acerca. Primero huyó del pueblo. Después huyó de la muerte de las bestias en el llano. Intentó rebelarse y regresó, pero su impureza es irreversible y la sentencia debe ser ejecutoriada de una manera u otra.
Si de verdad viniera un perseguidor, un afuerino, sería tan disruptivo en ese terreno inhóspito como el perseguido, y por ende el borreguero no dejaría de notar sus huellas. Pero allí no transitan los humanos. Lo que encuentra, en cambio, es el cadáver de José Alcancía boca abajo en el río, con «la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado». Pero es curiosa la descripción, sobre todo en una tierra tan deflagrada por las armas como lo es el llano de Rulfo. «Le balearon la cabeza», diría si no tuviera razones para dudar sobre la causa de muerte. Ahora, si bien esta forma de morir es similar a la que le deseaba su perseguidor, no es igual: la promesa era solo «un» balazo en la nuca. Antes de que la voz narrativa cambiara y pasara de extradiegética a ser intradiegética (cuando asume la narración el borreguero), una de las últimas cosas que sabemos de José Alcancía es que en la cabeza «le rebotaban burbujas de sangre», al tiempo que recuerda a la familia durmiente que mató: «después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida». El ronquido, que supone una insuflación de aire, puede provenir de su conciencia creando verdaderas burbujas, que luego revientan por su nuca al intentar beber agua en el río. Una por cada miembro de la familia. Esa agua, la misma que prescribían los rituales de purificación, no tiene efecto sobre el hombre que está en el inapelable estado de abominación.
Y, lamentablemente para el borreguero, el Antiguo Testamento también tipifica su situación: «No hagáis abominables vuestras personas con ningún animal que se arrastra, ni os contaminéis con ellos, ni seáis inmundos por ellos» (Lev. 11:43). El cándido testigo declara ante la justicia: «¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato!». A esto, el castigo divino es explícito y severo: «aquella persona será cortada de entre su pueblo» (Lev. 7:21). La ignorancia sobre los crímenes que había cometido José Alcancía no es excusa para librar al borreguero de su culpa, de haber ayudado al anatematizado y contaminarse de su abominación, pues Levíticos prescribe: «si después llegare a saberlo, será culpable» (5:3).
Así las cosas, pareciera que el mundo de este relato se rige por mandatos que no tienen que ver con la justicia terrenal. Los símbolos y las referencias bíblicas señalan un orden divino que guía las causas y consecuencias de los hombres. El anatematizado debe morir indefectiblemente, aunque no haya perseguidor que pueda dispararle, incluso si esto implica romper el realismo del relato y revestirlo del elemento fantástico. El borreguero debe ser separado de su pueblo por haber tenido contacto con él, y así se insinúa que irá preso por encubridor, a pesar de que esto haga que el sistema judicial desvirtúe todo principio de justicia que debería regirle. Estos elementos se explican por preceptos divinos que parecieran no ser percibidos por los personajes, los cuales chocan con ellos y sufren las consecuencias sin que proceda excusa al respecto, pues el viejo Dios del Antiguo Testamento es una deidad severa que no admite áreas grises ni se compadece de los hombres. Aún más: es cruel y genocida. Para convencerse basta examinar parte de su prontuario. Inundó la tierra con un diluvio por haberse arrepentido de crear a sus propios hijos (Gen. 6:7); condenó a dos ciudades enteras a ser consumidas por lluvias de fuego y azufre (Gen. 19:24-25); y, como si no fuera suficiente, pareciera que aún ordena la destrucción completa de todos los enemigos de Israel (Deut. 20:16-17).

Tomás Veizaga es un escritor chileno especializado en narrativa breve. Nació en Antofagasta en 1990, en 2005 se trasladó a Santiago y en 2008 comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Chile. Abandonó la carrera en quinto año. Desde entonces ha realizado distintos trabajos, algunos de ellos relacionados con el rubro de las mascotas y los acuarios; otros relacionados con la traducción y creación literaria. En 2022 tradujo la novela "La luz que falló" de Rudyard Kipling. En 2023 ingresa a estudiar Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, ya teniendo alguna experiencia como escritor. En 2023 publica como coautor la Antología de Poesía y Cuento "Vereda Sur" (Editorial Esperpentia), y el mismo año su cuento "La calle de don Nicasio" es publicado en la Revista Nota Al Margen de la Universidad Nacional de Córdoba. Participó en la Revista Iberoamericana Casapaís con su cuento "El Cangrejo" en 2024. Adicionalmente ha publicado relatos y reseñas en diversos medios digitales y escritos, como: "Acta Literaria" de la Universidad de Concepción, Revista Oropel, Portal Letras de Chile, Revista Carcaj, Revista El Coloso, Revista Elipsis, Revista Montaje,Plataforma El Mal Menor, Revista Ceniza, LAM, y otros. "Faunario" es su primer libro, con trece relatos, a publicarse por la Editorial Oso de Agua en junio de 2025.

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