Viaje a Italia

Nápoles © Archivo.

Alonso Cuéllar Ledesma

No desconfíe, señora, sólo quiero charlar. ¿Puedo sentarme? Es usted muy amable. No queda gente como usted, ¿sabe? Todos desconfían. Hoy, en este mismo parque, he sido rechazado tres veces. Confieso que usted es mi cuarto intento. ¿Ve al señor que está sentado en ese banco, al lado de la estatua? Bueno, él me dijo que no podía charlar, que no tenía tiempo. Me mintió, claro. Lleva cuarenta minutos ahí, sin hacer nada. La siguiente en despreciarme fue una chica rubia. Estaba sentada en la hierba, sola, distraída. Me acerqué por un perfil y la saludé. Ella se sobresaltó. Tenía la boca entreabierta y parecía desorientada. Entonces vi el bastón, los ojos grises, sus ojos grises, de ciega. Me disculpé y me fui. Entendí que ese contacto inicial, aciago por lo brusco, hacía imposible cualquier convivencia posterior. Mi tercer fracaso fue un muchacho muy flaco. Estaba hecho como de nudos, se lo juro. Cuando me vio acercarme se puso de pie. ¿Qué quieres?, me dijo. Charlar, le contesté. ¿Qué?, me respondió, con una expresión de idiota. Charlar, le dije, sabiendo de antemano que la repetición era inútil. Vete, puto loco, me dijo él. Así lo hice. Salí de esa zona del parque y volví aquí, al lago. Entonces la encontré a usted.

Verá, señora, lo que aquel muchacho tan flaco y hostil no comprende, y seguramente no comprenderá jamás, es que nosotros, los seres humanos, tenemos la necesidad absoluta de contar. Piense en los psicólogos, en los confesionarios, en los amigos… ¿Para qué sirven? ¿Cuál es el verdadero fin de esos vínculos? Está claro: sacar lo que nos altera la sangre y tirárselo a otro. Los locos, los borrachos y los solitarios, sobre todo los solitarios, no necesitan a nadie para contar. Ellos son emisor y receptor al mismo tiempo. Hablan de sí mismos en tercera persona, en segunda persona, en lo que haga falta, vaya. Yo, como Narciso, me perdí en ese charco. Pasaba horas y horas dando vueltas en mi habitación, contando mi historia y hundiéndome en la bruma. El soliloquio es una bruma, ¿sabe? Una bruma viscosa, como de pantano. ¿En su pueblo hay un pantano? Vaya, que casualidad. Claro, señora, no todos los pantanos son viscosos. Es una forma de hablar. El caso es que mi delirio terminó hoy mismo, en la madrugada. Mi compañera de piso me encontró a oscuras, dando vueltas, viciado, murmurando con la mano apretada contra la boca. Ella se perturbó y yo me morí de vergüenza. Estuve la noche entera cavilando. Concluí que debía contar mi historia, curarme, purgarme. Repasé mis opciones, mis posibles oyentes. Descarté el psicoanálisis. El catolicismo me tentó, pero también lo descarté. Yo tengo para mí que son pura charlatanería, literatura fantástica. ¿Un diario? No. Eso sería mi soliloquio de antes pero por escrito. Y por escrito las cosas se vuelven siempre más graves. Quedaba una opción, señora, la opción insensata de los amigos. Pero, ¿podría citarme con un amigo en un bar o en mi casa, contarle algo tan humillante como esto que le voy a contar a usted y verlo, a la cara, en los ojos, al día siguiente? Claro que no. Además, confesarse con las personas directamente circundantes es algo así como un boicot invisible a nuestro yo futuro, ¿no cree? Cualquier día las cosas se tuercen y uno queda desnudo, con todas las fealdades expuestas. La dulzura del desconocido me tocó como una luz benigna, señora. Uno saluda, libera la fuga con el anónimo y se va. Ya ve por donde voy. Entonces, ¿qué opina, señora? ¿Acepta el trato secreto? ¿Sí? Me alegro. Es esencial que mantengamos el anonimato, al menos por el momento, al menos el mío. Usted puede decirme su nombre si lo desea. Muy bien, señora, no me lo diga. Le contaré todo y no volveremos a vernos.

No sé cuántos años cree que tengo, pero lo cierto es que tengo veintidós. Sí, soy muy joven. Lo que le quiero contar comenzó hace dos años, en primavera. Yo tenía veinte recién cumplidos y me fui diez días a Nápoles, solo. Pagué el viaje con los ahorros de varios meses de trabajo y dormí en el hostal Atenas, un edificio de dos plantas que parecía subterráneo. Mi pieza era un hueco con una cama y un baño enano. No hice drama. La verdad es que yo estaba contento y solo usaba la pieza para dormir. Nápoles no es una ciudad para todos, señora. A mi me fascinó, pero entiendo la inclinación que los turistas sienten por Roma o Milán. Nápoles no tiene un Duomo ni un Coliseo. No. Toda la ciudad se siente como un rincón precario y salvaje. ¿Sabe que los napolitanos han levantado un templo de Maradona? Sí, en serio. Ellos lo adoran. Los italianos son encantadores, señora, cantores y embusteros, como dice la canción. Y aquellos que visitan el paese no tardan en descubrir que su sistema de transporte es un desastre. Para salir de la ciudad tuve que recurrir al autostop. Un viejo muy amable me llevó a las ruinas de Pompeya sin cobrarme nada. Hablamos del café, de la camorra, de Maradona, de lo mucho que se parecen nuestros idiomas, de la pasión común entre italianos y sudamericanos. Oh, yo soy chileno, señora, pero vivo aquí desde los siete años. Madrid es una buena ciudad, una ciudad-villa, y Pompeya es una ciudad-víctima. Las víctimas son una especie lastimera, pensé. No tienen ninguna gracia. Los criminales, por otra parte, están hechos de otra fibra. Visualice esta composición: el Vesubio, el asesino, se asoma entre las piedras y el sol, contemplando su escena del crimen desde las cumbres. Matar y pasarse los siglos viendo el cadáver… Estremecedor, ¿no cree? Perdón, señora, a veces pierdo el hilo. Sigamos. Alucinado por el volcán, me senté en un escalón del Teatro grande y observé a la gente que recorría las gradas. Entonces los vi por primera vez. Él estaba haciendo lo mismo que yo. Giraba la cabeza y de repente se detenía en una pareja japonesa o en una familia alemana. Ella miraba el Vesubio con unos binoculares negros. Los dos me parecieron hermosos. Créame, señora, sus cuerpos, sus rostros, eran bellísimos. Y no solo eso, ahí, sentados en las gradas erosionadas del Teatro grande, se me figuraron antiguos. Eran jóvenes, pero yo los imaginé rompiendo una costra de lava volcánica para resurgir de la tierra y vivir en nuestro tiempo. No, no me drogo, señora. Bebo de vez en cuando, como todo el mundo. Pero eso no es importante. Ellos se fueron del teatro y poco tiempo después yo hice lo mismo. Cuando salí de las ruinas crucé la carretera y me senté en la terraza de un restaurante muy pequeño, casi doméstico. Comí demasiado y pedí café en lugar de postre. Iba a pagar la cuenta cuando ellos, los del teatro, atravesaron la carretera y se sentaron en una mesa que había a mi derecha. Pedí otro café y esperé. ¿A qué? No lo sé, pero esperé. No pasó nada. Comencé a impacientarme. Me puse un cigarrillo en los labios y, aunque notaba mi confiable encendedor zippo en el bolsillo del pantalón, me dispuse a levantarme para pedirles fuego. Yo creo que el tipo me leyó el pensamiento y decidió adelantarse, porque en ese mismo instante se puso de pie, caminó hacia mi mesa, viéndome, y me preguntó si tenía un mechero. La mujer nos miraba desde su silla. No sé cómo, señora, pero cuando quise darme cuenta ya habían migrado a mi mesa. Él se llamaba Nicólo y ella Miranda, vivían en Milán y tenían veintisiete años. No me quedó claro si eran novios, amigos o amigos de la otra especie. Oh, eso quiere decir amigos que follan, señora. Sí, hoy en día las relaciones abiertas, así las llaman, son muy frecuentes. Bebimos bastante vino y yo me solté. Les conté, por ejemplo, mi idea sobre el Vesubio, el exterminador. Miranda sonrió y me dijo que Lucilla Camilleri, una poeta que no he leído, ya había escrito varios versos sobre el asunto. Salí del hechizo cuando vi que el sol estaba naranja y recordé que dependía del autostop para volver a Nápoles. Nosotros vamos a Nápoles. Te llevamos, dijo ella. ¿Por qué zona estás?, me preguntó él. Se lo dije y nos fuimos. La noche nos encontró en la carretera. Los españoles se parecen mucho a nosotros, dijo Nicólo, viéndome desde el retrovisor. Es verdad. Pero yo soy chileno, le dije. Bruto, añadió Miranda. Nicólo se disculpó entre risas y me dijo que al día siguiente iban la ida por la vuelta a la costa amalfitana. ¿Quieres venir?, me preguntó Miranda. Claro, le dije. Increíble, ¿no? Así es, señora, ese día todo me salió bien. Nos despedimos en el Atenas y al día siguiente, a las nueve de la mañana, ya estábamos saliendo de Nápoles a cien kilómetros por hora. 

Amalfi es un pueblo casi vertical. No miento, señora. Las casitas irregulares se amontonan en unos picos de piedra que dan al mar. Visto de lejos, desde la autopista, me pareció una maqueta de cartón, se lo juro. Pero esa lámina postal es solo eso, una apariencia. Cuando llegamos a la playa me di cuenta de que no tenía pantalón de baño. Nicólo se rio y me llevó a una tienda en la que me sangraron quince euros por una bermuda roja. Miranda se quedó en la arena, y cuando Nicólo y yo volvimos ya se había puesto el bañador y la crema solar. ¿Dónde te cambiaste?, le preguntó Nicólo. Ahí, dijo Miranda, señalando un rincón que había entre unas rocas y un muelle de madera. Nicólo se fue al muelle y yo me senté al lado de Miranda. Muy moderno, me dijo, burlándose de mi plástico rojo. La última moda en Milán, le dije, alargando la broma. Miranda se levantó, me dio la mano y me llevó al mar. Flotamos un rato hasta que Nicólo se nos unió y propuso una carrera. Hasta esa roca grande de ahí, dijo. No podemos alejarnos mucho, dije. Nuestras mochilas… No estamos en Chile, cara mia, dijo Miranda, cortándome. Yo le clavé los ojos, sonriendo, consciente de que me iba a dejar llevar a donde fuera. Estuvimos en Amalfi todo el día, nadando y secándonos al sol. ¿La aburro, señora? Sea sincera. Me alegro. Sí, es una historia muy juvenil, muy agradable. Sigo contándole. A eso de las siete nos vestimos y volvimos a Nápoles. Esa noche, cuando me dejaron en mi cuarto del Atenas, me masturbé pensando en Miranda. No me mire así, señora. Es algo perfectamente natural.

Los días que siguieron fueron muy parecidos a ese. Una mañana, caminando por una bajada, Nicólo y Miranda se besaron. Después de comer, Nicólo fue a comprar tabaco. Miranda estaba distraída, observando la plaza soleada desde dentro del restaurante. ¿Es tu novio?, le pregunté. ¿Qué?, dijo ella, todavía sin mirarme. Repetí la pregunta. Volvió la vista hacia mí y sonrió. Sí, dijo después de pensarlo un poco. La séptima noche fue distinta, me atrevo a decir que fundamental, y no podría omitirla aunque así lo quisiera. Estuvimos en un bar hasta tarde y mi cama en el Atenas me pareció infinitamente lejana. Puedes dormir en nuestro sitio, dijo Nicólo. Te hacemos un hueco. El hotel se llamaba Royal Continental, y la pieza de mis amigos no tenía nada que ver con la mía. Mientras Nicólo se daba una ducha, Miranda y yo nos besamos y nos desvestimos. Nicólo salió del baño y se unió a nosotros con toda naturalidad, como el agua en el agua.

A la mañana siguiente, antes de desayunar, intenté besar a Miranda. Me rechazó, señora, esquivó mi beso y no me dijo nada. Después, por la tarde, cuando salimos del museo de arqueología, Nicólo intentó besarme y yo le hice lo mismo. Miranda sí aceptaba los besos de Nicólo, pero muy de vez en cuando y con una incomodidad que paraba el tiempo. No volvimos a follar. Es más, diría que no volví a tocarlos hasta el último día, cuando me despedí de ellos. Apalabramos vagamente la posibilidad de vernos algún día en Milán o en Madrid.

Nada de tomarse las cosas a lo dramático, pensé. Fue divertido y eso es lo único que importa. Madrid me gusta, señora, pero es la ciudad de mi rutina y eso la vuelve el infierno tan temido, ¿no? Sí, tiene razón, El Retiro sirve para descansar, para extraviarse un poco. Sí, conviene que le siga contando. Ya está oscureciendo. Entré a la facultad de derecho y mi viaje a Italia pasó como otro de tantos recuerdos, agradable pero insulso. Eso sí, la experiencia del trío me reveló ciertas habilidades que supe aprovechar muy bien. Ya me entiende. ¿Ha hecho un trío alguna vez? Pues se lo recomiendo, señora. Es muy divertido. Pasaron unos meses vacíos y después un año. Demasiadas fiestas, demasiado trabajo, demasiada gente y pocas horas de sueño débil en sofás y hasta en alfombras. La mística de la vida universitaria, señora. Nada del otro mundo. Conocí a Luisa, a Marta, a Paula y finalmente a Celeste. Celeste es un nombre precioso, ¿no? Sí, sus padres fueron muy originales. Nos gustábamos, señora, pero nunca la quise, y creo que ella tampoco me quiso. Da lo mismo. Estando juntos no éramos infelices, y eso ya es mucho. Celeste me dijo que quería viajar en verano, y una mañana de julio me enseñó unas fotos de la catedral de Milán. ¿A Milán?, le pregunté. Cuando asintió yo ya tenía la mente salida en Nápoles, en Nicólo, en Miranda, en el descubrimiento de Nicólo y Miranda en el Teatro grande de Pompeya. Imaginé un nuevo crimen del Vesubio, la destrucción del templo de Maradona, del hostal Atenas, de Nápoles entera con todo y Amalfi. A veces tengo esas fugas, señora. Sí, es muy raro. No, no se parece a soñar. Celeste habló un rato. O tal vez no, no lo sé. Yo estaba viendo la lava, las babas del volcán. Sonreí y le dije que sí, que compráramos los billetes de avión cuanto antes.

Milán es otra cosa, señora. No tiene nada que ver con la rabia napolitana. Los milaneses son casi suizos. ¿La catedral? Es un edificio muy intelectual, más impresionante que bello. También entramos al Teatro de La Scala. Celeste fue a la taquilla y compró dos entradas para la función de medianoche. ¿Qué obra es?, le pregunté. Viaje a Italia, me dijo. ¿Y de qué trata?, insistí. No lo sé, dijo. Lo importante es la experiencia. A las diez volvimos al hotel, nos arreglamos y salimos. ¿La Scala? Un lugar muy elegante, señora, todo dorado y con asientos de terciopelo rojo. Butacas F24 y F25. Lo recuerdo muy bien. Mi memoria está llena de basuritas, señora. Sí, es enfermizo acordarse de tanta cosa inutil. La sala empezaba a llenarse y Celeste me besó. Una pareja francesa ocupó las butacas F22 y F23. Celeste habló con ellos y yo, para evitarlos, abrí el volante de la obra y leí. Los franceses me preguntaron algo. Los escuché como si no existieran. Me tomó unos segundos dejar el volante y dirigirles la mirada. Celeste me hundió los ojos, expectante y un poco seria. No supe qué hacer y salí de la sala sin decir nada. ¿Dove sta andando, signore?, me preguntó el hombre que repartía los volantes en la entrada. Al baño, le dije. Non indugiate. Lo spettacolo inizierá presto, me dijo. Entré al baño y pensé que me iba a cagar encima, señora, se lo juro. No son ellos, me dije. ¿Cuántos Nicólos, cuántas Mirandas hay en Italia? Miles. Incontables. Me lavé la cara y mi convulsión intestinal desapareció. Cagar en un lugar tan pulcro y marmóreo debería ser un delito, pensé. Me reí yo solo y volví a mi butaca, la F25. ¿Estás bien?, me preguntó Celeste. Estás sudando. Le dije que sí, que no me pasaba nada. Los franceses me miraron descaradamente, muertos de intriga. Yo los fulminé con el cerebro, señora. Les tiré todas las babas del Vesubio encima. Abrí el volante nuevamente para comprobar los nombres. Tal vez los leí mal la primera vez, pensé. Estaba en eso cuando la oscuridad se tragó las letras, a Celeste y a la sala entera. Y el escenario, señora, el escenario se recortó iluminado e inminente ante mis ojos.

Ese Marco Steele es un prodigio de actor, dijo Celeste. Estábamos volviendo al hotel, siguiendo la línea del Naviglio Grande, uno de los dos canales que atraviesan la ciudad. Y la forma en la que el tipo y la mujer se enamoran de él… La escena del trío… La muerte de su relación después del trío… Es muy sutil… Sí, le dije. Y ese tercer acto onírico… La erupción del Vesubio… Celeste estaba alucinada. Deberías escribir una reseña, le dije. Y así lo hizo, señora. Volvimos a Madrid y Celeste publicó un artículo sobre Anthony Arrouzet y el método actoral que utilizó para Viaje a Italia. ¡La vivencia como simulacro de la ficción!, exclamó Celeste. Es loco, ¿no? Sí, le dije. Espero que ese pobre tipo nunca vea la obra, dijo Celeste. La forma en la que lo utilizaron… Para ellos fue un ensayo, ¿sabes? Se merece lo que le hicieron, dije. Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta del engaño. Deberías compadecerlo, dijo Celeste. Recuerda que es tu compatriota. Sonrió. ¿Cómo dices que se llama?, pregunté. No lo sé, dijo Celeste. Arrouzet no ha revelado su identidad. Por respeto, supuestamente. Si supiera su nombre iría de cabeza a buscarlo, dije. Para revelarle la verdad. Y solté una risa, más bien una tos. Eso es. Una tos irónica y cansada.

A Celeste no la vi más. Después de Milán nada pudo funcionar para mí, señora. Por aquella época escapé de la facultad y conseguí trabajo como vigilante nocturno en un centro comercial. Era aburridísimo, pero yo mataba los turnos leyendo. ¿Me creerá si le digo que leí mucho sobre dramaturgia? La verdad es que el asunto me fascinó. Agoté los anaqueles de la biblioteca en busca de teorías, lecciones, artículos sobre escuelas clásicas y corrientes marginales. Siguió lo que usted ya sabe: el aislamiento, la desconfianza, las horas de soliloquio en mi habitación, la repetición incesante de mi historia… ¿Arrouzet? Un loco que tergiversó el sistema de los rusos. ¿Nicólo y Miranda? Unos encantadores mentirosos profesionales. Pero descuide, señora. Nada de eso me duele ahora. No les guardo rencor. Al contrario, los admiro y me he propuesto ser como ellos. La semana que viene iré a mi primera clase en la sede madrileña de Arrouzet Method Acting. ¿No la conoce? Es una academia internacional de mucho prestigio. Sí, es cara, pero ¿en qué más puede gastar su sueldo un tipo como yo? Gracias, señora. Sus palabras son reconfortantes. Cuando tenga mi gran estreno le haré llegar un par de entradas. Solo le pido que no me salude.

Alonso Cuéllar Ledesma (Puebla, 2005). Estudiante de literatura. Ha colaborado con el espacio de exposiciones Ramón Luján 78, en Madrid.

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