
Felipe Arriagada
Elijo no silenciar mis vicios, para no volver he escogido mantenerme en ellos. Es lo que pasa con mi bálsamo, que me ha acompañado más que parejas, mascotas o la familia. Dejé mi casa apenas pude, y durante ese tiempo el bálsamo ha ayudado, clarificado el mundo. Primero lo he llamado mi frasco, lo mejor es disfrazar algunas cosas porque en los vecinos y las abuelas, la sociedad tiene oídos.
Pero el frasco era transparente, un sonido demasiado nítido que levantaba sospechas, miradas indiscretas. He ido a Tacna –el paraíso de los frascos, lo ha llamado alguien– y con la jeringa aun en mi mano, he recibido de la calle el rasgueo de un vals y la voz de un viejo cantando:
droga divina
bálsamo eterno
El émbolo empujó el líquido hacia mis venas y supe que bálsamo es como llamaría a aquello que encierra el frasco, aquello que ensucio con sangre y luego viaja por mis venas. Luego el viejo ha insistido en la guitarra con otra canción:
Voy a hacer de tu vida
la gloria,
quiero así compensar
lo que has hecho por mí
El bálsamo es otra cosa, en la vida trato de irme, pero al final siempre termino en un bus viajando de noche, mientras las siluetas del paisaje pasan afuera. Al bajar me encuentro donde mismo, de espalda al mar, de frente al cerro, el bolso golpeando mi espalda. El bálsamo no pesa, solo espera mis venas, como el resto de la subida en espera de mi escalada.
Hago una pausa en la subida, entro al negocio del barrio, compro un cigarro suelto. En el estante encima de los fideos, de las salsas, una casa en miniatura forrada con papel lustre. La vieja canuta pregunta por Laura, por cuándo volví. Pienso en ella su bamboleo a la hora de almuerzo tarareando boleros de Lucha Reyes, los mensajes insistentes de mi tía hace unas semanas contando su salida del hospital. Miro los detalles de la maqueta, las ventanas hechas con dos tonos de papel lustre café, los trazos sobre el techo simulando tejas. Recojo las monedas, el cigarro se enciende con un fósforo, las casas van pasando una tras otra, un piso, una línea de fachadas rectas ¿Por qué alguien de aquí haría un modelo de casa tan distinto? ¿Con un antejardín, dos pisos, ramas de arbusto pintadas con témpera para simular árboles? Seguro adentro del negocio la dueña ya comenta mi ropa, mi delgadez, el sucio de mi pelo, el recuerdo de mis gritos en la calle, lo insultos con Laura, la rehabilitación.
-o-
Alguna vez vi un rayado: «Dios es bueno». Si algo proclama su bondad, que salva, lo sabio es correr en dirección opuesta, pero yo no puedo correr, la ley me amarra. El hospital es un gran nudo. Grito, me amarran, golpeo a un enfermero, me amarran, un loco me suelta un combo, me amarran, yo me agito, pero me amarran igual. Cállate, loco culiao, mi grito rebota en las paredes, en los otros locos, me canso, duermo como un niño, pero no soy un niño tampoco un loco. Yo no estuve loco, solo me intenté ir, pero siempre vuelvo a las cosas. Solo a veces me perdí en el bálsamo, pero yo no ando cochino, ni domestiqueando viejo culiao, vieja puta, a ti se te frió el cerebro con el hocico pegado a las latas, dame mi cigarro, solo quedan dos minutos de esta media hora. Qué cómo sé, porque mira, ese loco de ahí cuenta los minutos.
Yo caí del árbol porque la droga estaba en mí y la rama que escogí era demasiado delgada. El bosque era hermoso porque la droga es la belleza, llena la realidad de astillas de colores, crea cosas. El bálsamo sabio escogió un bosque hediondo de boldo antes del atardecer, una bella postal de muerte, pero no pensó en los detalles, la rama se quebró y caí, el cuello me ardía, mis rodillas estaban embarradas. Volví al cerro, inútil, inútil, me dije una y otra vez, mirando a Laura con un cigarro apretado entre los labios. Drogadicto, me lanzó a lo largo del pasillo cuando todavía llevaba vestón de colegio. Drogadicto, me volvió a repetir, pero yo ya tenía mi ropa hedionda a grasa y trabajo, y no volví a la casa, el bálsamo siguió el camino de mi brazo, pero la rama no resistió y mi cuello todavía ardía.
Laura fuma con el cigarro apretado en los labios, la punta del cigarro se enciende. La tijera corta pedazos de papel lustre, grandes cuadrados de papel lustre.
–Si hubiéramos tenido plata, sería arquitecta– dice.
Un cigarro tan recto no es algo bueno. «Dios es bueno», pero Laura no. Chupa el cigarro y devuelve el humo en un silencio tirante, tenso como para rasguear un vals peruano.
Si un día equivocaste tu camino
Rectificaste a tiempo los errores
Si Dios el juez supremo nos perdona
porque la ley terrenal te condena
aquel que no ha pecado no es humano
aquel que no ha querido no ha vivido
Los cigarros están encima de la mesa, recuerdo sus palabras, quiero, pero me contengo. Laura deja unas tijeras a la altura de mis manos y fuma.
–Me acuerdo que cuando eras chico tenías el pelo tan largo que parecías una niña.
Las cicatrices vuelven a palpitar, no puedo permitirme perder. No le bastó con presionar a mi madre para que se fuera, con esclavizar a mi tía para asegurarse una cuidadora gratis para la vejez. Laura, lanza reproches, pero yo las repito para mí y uno tras otro los voy rebatiendo.
Convoco imágenes, Laura insultando a mi mamá por tomar una cerveza afuera de la iglesia, Laura llamándome idiota por no terminar el liceo, por encontrar mi amor en una flaca rapada que se rió de su crucifijo.
–Tu mamá nunca te cuido bien, yo creo que por eso saliste así –dice Laura.
Me paro sin mirarla.
-o-
Despierto, Laura sigue cortando pedazos de papel lustre en la mesa del comedor. Me siento, el hambre invade. «Está servido», dice Laura. Mi cuchara tintinea mientras vacio un plato tras otro. El cuerpo no rechaza la comida, pide más.
La comida me envuelve en su trance. Me baño, salimos cerro arriba hacia la parroquia. Debe ser el guiso, me digo y miro la bolsita de terciopelo verde que cuelga del pecho de Laura. Saca una llave, entramos a la iglesia, los pasos resuenan bajo los vitrales. Se acerca al altar, hasta la caja dorada donde guardan al dios, uno lo sabe, se lo han dicho de niño. Otra llave, levanta el copón dorado, se arrodilla ante él, de la bolsa de su pecho sale una cajita diminuta como una galleta, adornada de un sol también dorado. Levanta al dios que no es dorado, sino de un amarillo deslavado, se persigna y lo guarda en la cajita.
Aun siento el guiso en mi estómago y mis labios. De pronto estamos en los sillones de una vieja. Lleva bata y se mueve con andador, su voz es áspera, sus ojos demasiado azules. Cinco, ocho, doce gatos, nos rondan entre las piernas. Laura me presenta, es del cerro, la he visto. Volvió, me dice, y el olor del vino viaja hasta mí. Laura despeja una mesa, instala un pequeño mantel, un crucifijo dorado, una vela, abre el bolso aterciopelado, deja la caja-galleta encima de la mesa. La vieja deja el andador, se sienta. Se persignan y Laura comienza. Recita una oración tras otra, que la vieja repite. Laura de pie frente a la vieja con su trozo de Dios en la mano. La vieja teje unas palabras sobre que ella no es digna, su lengua asoma como una luna para acunar el pedazo de Dios.
Vamos cerro abajo, mi polerón está cubierto de pelos de gato, en mi espalda cargo una bolsa de basura llena de cajas hediondas a vino.
Laura, siempre escueta, antes de irnos de la casa de la vieja ha dicho:
–Las cajas.
La vieja ha pedido perdón, rengueando, dejando caer su cuerpo en el andador, la vieja ha buscado detrás del sillón, bajo el lavaplatos, encima del televisor hasta llenar una bolsa de basura con cajas de vino.
–Si viene para la otra semana le puedo llenar otra bolsa.
En la casa noto una mancha burdeos sobre el pantalón.
–A ella le mataron al hijo –ha dicho Laura.
– o –
Me recibe mi tía, siempre al lado de Laura. Mi mamá se fue porque no soportó a Laura, con los años yo aprendí a odiarla, pero un niño no tiene donde ir, siempre es llevado y yo no cabía ni entre las frazadas enrolladas, ni en la mochila de jeans con que mi mamá dejó el cerro. Yo inventé fugas, pero el rebote me trajo de vuelta, recordándome que la sangre siempre es un lugar cuando uno no tiene donde ir. Demoré en irme, demoré que Laura no me reprochara en con su mirada. Caí las suficientes veces, hasta que pude pararme, armar suficientes casas, escuchar suficientes historias e irme.
Eso le faltó a la tía, caer un par de veces y luego levantarse, ocupar las manos, recuperar el tono de la piel. Porque la tía siempre estuvo ahí, me bañó cuando fue necesario, recibió los reproches ¿Cariño, deuda? ¿Quién sabe? El bálsamo no entrega palabras, apenas un vals en una calle de Tacna. Une ese rasgueo a los mensajes de mi tía, las llamadas perdidas, las palabras desgranándose en el chat, hablando de Laura corriendo un día de lluvia para abrir la iglesia a la hora, cayendo por los peldaños del altar, su pierna dada vuelta, los meses de hospital, el llanto durante las visitas, la pregunta por mí.
–Aquí estoy –digo cuando mi tía abre la puerta.
El perfume de mi tía me confirma que ya he llegado. Hay algo que no reconozco en ella. ¿Las capas de maquillaje, el vestido planchado, su labial desprolijo? Me besa, me aprieta de los hombros, recuerda el tiempo. Sus pies bailan ansiosos en las tablas de la entrada. Me habla de Laura, dice que duerme, que lo más probable es que siga durmiendo hasta mañana, que no se puede levantar. Hay que ayudarla en el baño, dice. Para ti hay guiso, yo no vuelvo hasta el lunes, dice, y su sonrisa crece.
Las palabras quedan flotando entre las motas de polvo, mientras los pasos de la tía ya han alcanzado la calle.
El bálsamo parece gritar en el bolso, la sangre también en mi brazo.
El control es mío, me repito, primero debo ver a Laura. Camino con cuidado, sin tocar, empujo la puerta, en el medio de la pieza, apenas sobresaliendo su cabeza gris veo a Laura. Su cuerpo parece pequeño, quizás por el efecto del techo alto. Cierro.
Voy a la que era mi pieza y que ahora hace las veces de una bodega. La última vez que entré a rehabilitación Laura sacó todos mis afiches. Los rastros de pegamento, las escaras en la pintura todavía enmarcan cuadros vacíos sobre la pared desnuda. En el bolso busco el estuche aterciopelado, como el arsenal de un médico, lo despliego sobre la cama. El bálsamo aparece en toda su transparencia junto a las jeringas compradas en una farmacia del norte. Cargo dos, tres, jeringas, me espera una noche larga. Atento al teléfono, dijo la tía, Laura no tiene voz así que te llamará por teléfono si te necesita. Afuera el cielo se va apagando. Voy a la radio y le doy play a un cassette de cantos gregorianos que le robé alguna vez a Laura. Me recuesto en la cama, la vena aparece fácil, subo el émbolo, la sangre mancha la droga incolora. Dejo caer mi cuerpo, cierro los ojos y una vez más veo mi muerte.
Abro los ojos, el teléfono vibra a mi lado. Trato de alcanzarlo, pero el bálsamo solo me entrega un leve movimiento del dedo índice. Insisto, obligo a mi cuerpo a moverse, a voltear mi cuerpo otra vez. Ahora estoy sobre el teléfono, las vibraciones suben a través de mi cadera, doy otro impulso y caigo de la cama. Siento los dedos de mi pie doblarse contra el suelo, mi cuerpo todo golpeando el piso. El teléfono ha caído junto a mí. Lo logro acercar hacia mí. Miro la pantalla: aparece solo un nombre, Laura.
-o-
Las cajas se van volviendo casas. Laura trae recuerdos de la infancia, de un yo disfrazado de tigre, de rey feo, de duende, un duende con la mirada perdida en la punta enroscada de sus zapatos.
Los guisos, las sopas, el ají de color dibujan heridas en el caldo. Las canciones hablan de perdón, de retornos y venganzas.
minutos nada más, me quedan ya pa’ respirar
la silla lista está, la cámara también
a mi pobre viejita, que desesperada está
entréguele este recuerdo de mí
Laura se levanta de mañana y va a la parroquia, habla del cura, un congoleño que domina varios idiomas. Ayuda con las flores, visita enfermos y por la tarde, todas las tardes, coopera en la misa entregando pedazos del dios. En la misa hay diez, cinco, tres personas, pero siempre está ahí ella y la vieja Fany.
Trae recuerdos del cerro, de un cerro disfrazado de barrio, de un cerro sin torres. Laura habla, el papel cubre los restos de la borrachera de la tullida. Mi piel mejora, la pesadumbre de mi cara igual, habla de los secuestrados una cuadra más arriba, desaparecidos por años y vueltos a botar en la misma esquina; habla de la vieja Fany, una fanática, igual que ella, yendo a misa todos los días; un esqueleto vestido de velo y ropa café sentada en la segunda banca de la iglesia. La vieja Fany que señaló a varios, que dijo este hizo y tal cual, que hizo correr rumores sobre la misma Laura, que señaló hasta el cura, que dejó la iglesia del cerro, cruzó la quebrada, y solo dejó de señalar cuando un pilar (del otro cerro) cayó sobre ella en el terremoto; que volvió a la iglesia, los huesos aun sin soldar y se sentó otra vez en la segunda banca. El cura interrumpió su lectura para decirle que siempre esa sería su casa.
A mí nunca se me dio la bienvenida, solo caldos primigenios y valses que vienen del mar. Yo no siento que esta sea mi casa, pero tampoco las casas que hemos hecho con Laura. Esta calle se llama Dolores ¿Por qué por aquí todo tiene esos nombres? Miro las maquetas que hemos armado: simulan los condominios que crecen como callampas de plástico donde termina la ciudad.
En mi estómago ya nada tira. Por las tardes visito amigos del cerro, me siento en la plaza, miro los niños patinar, olvido los gritos, las amarras y las jeringas.
– o –
Me golpeo varias veces antes de poder pararme, mis gestos son robóticos, avanzo apoyado en la pared hasta que alcanzo la puerta de Laura. Ha prendido la pequeña luz de su velador, su cabeza gris asoma apenas por entre la ropa de cama.
–Abuela –digo, y evito acercarme.
Me saluda apenas.
–Tu tía me dijo que llegarías. Necesito un vaso de agua.
Trato de ganar tiempo, le digo que estoy terminando de cocinar, que me espere unos minutos. El bálsamo dibuja imágenes tornasoladas en el costado de su cara. Cierro la puerta, avanzo por el pasillo tratando de recuperar la estabilidad, como puedo voy hasta el baño, me mojo la cara. Busco un vaso, sosteniéndolo con las dos manos lo lleno de agua. Camino a pequeños pasos para no perder estabilidad, ni derramar el agua.
Vuelvo a la pieza, Laura sigue con su cabeza solo asomada, me acerco a la cama tratando de disimular mi caminar. Lo logro, me apoyo con una mano en su cama para estabilizarme. Me mira:
–¿Viajaste recién? Tienes unas ojeras terribles. Necesito que me ayudes a levantarme. Tienes que estar firme, no puedo mover la pierna aún.
Me hace un gesto para acercarme. Dudo un momento, su cuerpo huele a shampoo y colonia de bebé, su camisón es suave. Fijo mi cuerpo, meto mis manos abajo de su axila, toco su brazo, más delgado de lo que recuerdo. Cuento hasta tres y la levanto, Laura suelta un quejido y se sienta. Tomo el vaso con las dos manos y se lo entrego, el temblor hace caer unas gotas sobre el cubrecamas.
–Parece que no has dormido.
Retrocedo y me dejo caer en un sillón en frente de la cama. Miro el suelo, Laura sorbe un poco de agua y deja el vaso en el velador, parece mirar la virgen en frente de ella. El efecto del bálsamo ha bajado, los colores de la virgen brillan, pero de a poco se van apagando.
–¿Cómo se ha sentido? –le suelto.
No me contesta, sigue mirando la virgen durante varios minutos. Después de un rato dice:
–Todavía siento los fierros pegándose a mi carne.
Recuerdo mis hospitalizaciones, los sueros, las vías, los pinchazos.
–¿Y le dieron algún calmante en el hospital?
–Me ofrecieron morfina, pero la rechacé, tenía miedo de hacerme adicta –vuelve a beber un sorbo corto, mira a la virgen otra vez–. A mi compañera de sala la mató una bacteria, duró dos días, a la que llegó a la misma cama le tuvieron que amputar la mano.
Nos quedamos en silencio, aprovecho de mirar su piel, demasiado blanca, la comparo con mi mano tostada por el sol del norte.
–Hace unos años el padre me ofreció hacer el curso para dar la comunión. Más que lo ofreció, me obligó. Yo no quería, lo comenté con tu tía que insistió que si me lo ofrecía era por algo. Sentía que no era digna, que no estaba limpia, que he cometido demasiados errores como para entregarle a dios a la gente. Hice el curso, pero cada vez que el padre me requería, yo buscaba una excusa, un trámite, cuidarte a ti. Pero un día ya no pude negarme, me maquillé y partí a la misa. El cura me hizo pasar adelante y me presentó a la gente de la parroquia, como si no supieran quién soy, como si no te conocieran a ti, a tu tía…a tu mamá. La misa avanzó y cuando me entregó las ostias mis manos temblaban, sentía que se iban a caer. El padre lo notó y se puso detrás mío. Yo no creo que conocieras a ese padre, era francés, estuvo en la guerra, le mataron a un compañero en una población en Santiago…le tocó limpiar los sesos del otro cura de su biblia, me contó una vez…. esa vez también me confidenció que después de eso le empezó a gustar el vino…. Con las hostias en la mano pensé en todo eso, por el costado de los ojos vi el metro ochenta del cura, sentí su mirada en mi nuca y miré la fila de conocidos que se acercaban a mí. Ahí yo creo que superé el miedo.
Vuelve a guardar silencio, el bálsamo ya ha bajado de mí. Desde la calle llega el rumor de un vehículo, los ladridos de un perro. Con una voz quebrada dice:
–Mijito… necesito que traiga agua –miro el vaso casi lleno sin entender–…es que manché el camisón.
Abro los ojos y comprendo. Esta casa ya me es desconocida, pero en la cocina encuentro una olla, la lleno de agua caliente. De un closet saco una toalla floreada. Voy al baño, tomo el jabón y el bálsamo. Vuelvo a la pieza, Laura sigue sentada sobre la cama su mirada fija en la virgen. Evita mirarme, me va dando instrucciones, pero ya no es la voz tajante de la niñez, la que condenaba a sus hijas, reprochaba a sus pololos. Es otra voz la que va diciendo como debo echar la ropa de cama de atrás, ponerla de costado, quitarle el camisón atravesado de un rastro oscuro.
Miro a Laura de espaldas a mí, desnuda. Su cuerpo se ha encogido con los años, la piel se pega a sus huesos. Ya no da órdenes. Tomo un paño, lo empapo y lo paso por su cuello. La droga parece volver. El agua cae, limpia, vuelve a caer. Su piel casi no tiene arrugas, brillante, casi nueva. El paño surca la espalda de Laura, baja hasta el comienzo de las piernas. El bálsamo ha vuelto, estrujo el paño sobre la olla, miro a la virgen, luego a Laura. Imagino un vals que hable sobre un amor antiguo, sobre su piel casi transparente repleta de pequeñas venas azules. Escucho la canción en mi cabeza y sigo limpiándola.

Felipe Arriagada (Valparaíso, 1990). Profesor de Castellano y escritor. En 2021 publicó en Buenos Aires la novela Pasillos ciegos (Hora Mágica). Ha publicado artículos en medios como Plataforma Crítica y ha aparecido en antologías de Balmaceda Arte Joven. Actualmente trabaja como docente de lenguaje en el interior de la V región, además de ejercer de corrector de textos.

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