El archivo historiador y su soporte

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La experiencia usual de un historiador trabajando en un archivo, durante mucho tiempo, al menos hasta hace treinta años, era la de copiar –conservando todos sus detalles– esos documentos. Los copiaba para luego elaborarlos, pero no debemos engañarnos: la operación historiográfica no comienza, secundariamente, en el escritorio del historiador, sino que la comprensión del pasado se inicia en el mismo archivo.

Pablo Aravena Núñez


Uno de los rasgos característicos del conocimiento histórico, de esa forma específica de tratar con el pasado llamada “operación historiográfica” en el concepto de Michel de Certeau, es el partir de lo obvio, de aquello que hoy consideramos como algo dado (eterno o natural), para mostrar luego qué serie de arbitrariedades, contingencias y azares del pasado están a la base de nuestro presente. (Lo opuesto a naturalizar es historizar).

Pero dicha operación debe ser aplicada a la misma historiografía, pues, como toda institución, afronta siempre el peligro del anquilosamiento de sus prácticas, es este el sentido último de la existencia, dentro de ella, de una línea llamada historia de la historiografía mediante la cual se procura una aproximación crítica a “el método”. En este sentido, para quien se inicia en el cultivo o estudio de la historiografía, como de cualquier otra vía documental de acceso al pasado, es indispensable desmontar el mito del archivo, cuestión que se ha venido efectuando desde algunos años en el contexto del llamado giro archivístico, que ha avanzado principalmente por dos vías, que podríamos denominar heurística e institucional. En la primera acepción la pregunta fundamental quedaría esbozada del siguiente modo: ¿qué puede ser un archivo, cualquier archivo, sino un modo de organización y conservación de documentos escritos que quedaron como remanentes de prácticas pasadas? Pero el Archivo (ahora con mayúscula) también es un lugar específico, un lugar oficial. El archivo ejemplar es el Archivo Nacional: allí van los historiadores, a tal punto que los que no se encuentran en sus salones no son reconocidos como tales por la institución historiadora local.  

Acá despacharé en pocas líneas la segunda acepción –la institucional– para centrarme en la primera, en su genealogía, dado que me interesa asomarme a las posibles consecuencias de su transformación en la era de informatización e imperio de lo digital, ya que a menudo esta es vista como una vía “económica” para asegurar la pervivencia de las huellas documentales del pasado, como también de su clasificación y acceso. Entonces de la acepción institucional no haré más que repetir cosas más o menos sabidas, y que suscribo, como que la creación de archivos en la fase colonial de América Latina obedecía a necesidades de administración, sobre todo en el siglo XVIII con las reformas borbónicas: se trataba de producir datos para conducir un gobierno eficiente, es decir que obligase a estos pueblos a comportarse como colonias. Más tarde la construcción del Archivo estuvo íntimamente relacionada con la constitución del Estado-Nación, al igual que lo fueron otras instituciones “fundamentales”, como la Escuela Pública, la Biblioteca Nacional y el Museo Histórico-Nacional. ¿Fundamentales para qué? Pues para construir una comunidad a la medida de la institucionalidad republicana proyectada, que en Chile se viene forjando con notables límites y exclusiones, patentes hasta el día de hoy– desde la primera mitad del siglo XIX.

Pero me parece que sobre la primera acepción –que he llamado heurística– se ha dicho menos en el diálogo público, situación que creo se desprende de la relación directa que establecemos aún entre el orden y la clasificación con la forma de la razón. La arbitrariedad y la contingencia siguen encontrando acá –pese a los miles de páginas de crítica a la razón– una buena coartada, pues no tenemos mayor dificultad en admitir que “detrás” de los archivos coloniales estaba la necesidad de la administración colonial, y del Archivo Nacional (y de las Historias Generales que permitió fundar) la delimitación forzosa de una comunidad homogénea (con una memoria). Pero, ¿qué podría haber detrás del archivo, de cualquier archivo, como mero modo de organización y conservación de documentos escritos que quedaron como remanentes de prácticas pasadas? Nada hay de natural en esta concepción, de hecho no fue posible ni necesaria hasta mediados del siglo XVIII.

En primer lugar, como lo mostrara Carlo Ginzburg,[1] la predilección por el documento escrito en el propósito del conocimiento del pasado obedeció a una “opción cultural” de entre muchas otras posibles. Una opción que estuvo en gran medida motivada por las exigencias que imponía a la historia el paradigma galileano: un conocimiento no era admitido como tal si no incluía dentro de sus procedimientos la cuantificación y a la reiterabilidad de los fenómenos. Esto significó para el caso de la historia –que dada la naturaleza de su objeto en estricto rigor no podía cumplir con ninguna de los dos– el descarte de lo cualitativo como medida compensatoria ante la exigencia de cuantificación: en primer lugar se suprimió todo lo que hacía del testimonio del pasado algo particular, esto es, la gestualidad del testigo, como sus énfasis y acentuaciones, para lo que se mostró extremadamente útil el documento escrito, con el que se conseguía eliminar, al menos en un grado considerable, lo cualitativo o subjetivo, vía ésta en la que la imprenta moderna tendría un rol fundamental, por ejemplo en la “edición de fuentes” tan extendida a fines del siglo XIX y primera mitad del XX. Pero la escritura, en su fijeza, también posibilitaba acceder al mismo testimonio cuantas veces fuera necesario, es decir, que, por la escritura y su depósito en el archivo, se lograba, de algún modo, cumplir con el segundo procedimiento del paradigma galileano: la reiterabilidad de los fenómenos (de aquí la analogía entre el archivo y el laboratorio). La opción por la escritura fue lo que permitió que la historia consiguiera su “mayoría de edad”, ascender de mero saber a conocimiento.

Esta fue la condición de posibilidad de la construcción del archivo como organización y conservación de documentos escritos, lo que supuso importantes censuras y exclusiones. No solo la tradición y la oralidad fueron descartadas, sino que, tal como señalara Hayden White, el mismo lenguaje asociado a tales soportes fue objeto de la criba iluminista:

“[…] el mismo criterio se emplea para establecer el valor, como evidencia, de documentos que vienen del pasado vestidos de lenguaje figurativo. La poesía, el mito, la leyenda, la fábula –no se creía que nada de ello tuviera valor real como evidencia histórica. Una vez reconocidos como productos de la fantasía, sólo daban fe de la naturaleza supersticiosa de la imaginación que los había producido o de la estupidez de quienes los habían tomado por verdades”.[2]

Es de este modo que la escritura llega a hacerse condición de posibilidad del conocimiento histórico. El historiador necesitaba documentos escritos, y esos documentos daban origen a archivos. El historiador que deseaba historiar el pasado iba hacia el archivo, trabajaba buscando documentos y en estos huellas. (Pero hoy el documento mismo se nos revela una huella de cómo se producía saber sobre los hombres y mujeres en el pasado).

La experiencia usual de un historiador trabajando en un archivo, durante mucho tiempo, al menos hasta hace treinta años, era la de copiar –conservando todos sus detalles– esos documentos. Los copiaba para luego elaborarlos, pero no debemos engañarnos: la operación historiográfica no comienza, secundariamente, en el escritorio del historiador, sino que la comprensión del pasado se inicia en el mismo archivo. Más aún, como lo indica Arlette Farge, en el acto mismo de la copia “de papel a papel”. Trabajo aparentemente inútil (antieconómico), pero que en realidad se revela como una experiencia fundante para acceder a la diferencia del pasado a juicio de Farge. Experiencia por cuyo destino vale la pena preguntarse en la época de la archivación digital:

“En la época de la informática, ese gesto de copiar, apenas puede confesarse. Como inmediatamente aquejado de imbecilidad. Por otra parte a lo mejor es cierto: seguramente hay cierta imbecilidad en el hecho de copiar siempre, antes que tomar nota o simplemente resumir la idea principal de un documento. Imbecilidad aliada con terca obstinación, es decir, maníaca y orgullosa, a menos que se experimente el dibujo absoluto de las palabras como una necesidad, un medio privilegiado para entrar en connivencia y sentir la diferencia”.[3]

Si realmente es así –que esta relación casi puramente sensible con el documento nos provoca el primer extrañamiento para iniciar la comprensión del pasado, de su diferencia– es pertinente la pregunta acerca de cuanto pasado y cuanta diferencia se nos escapa hoy en la era de lo virtual y de la proliferación de archivos digitales. Bajo la apariencia de una facilidad –o “democratización”– de acceso a las fuentes, se sacrifica una proporción más de la especificidad del pasado que pervivía en ellas.

Notas

[1] Ginzburg, Carlo, “Indicios. Raices de un paradigma de inferencias indiciales”, en Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Barcelona, Gedisa, 2008.

[2] White, Hayden. Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, FCE, México, 1992, p. 60.

[3] Farge, Arlette, La atracción del archivo, Valencia, Edicions Alfons el Magnanim, p. 17. (Las negritas son mías).


© La Antorcha Magacín, 2024.
Pablo Aravena Núñez (Valparaíso, 1977). Escritor, docente, investigador. Licenciado en Historia y Mg. en Filosofía por la Universidad de Valparaíso (UV), Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la UV. Ha publicado como editor o autor: Valparaíso: patrimonio, mercado y gobierno (con Mario Sobarzo, 2009), Me­morialismo, historiografía y política. El consumo del pasado en una época sin historia (2009), Los recursos del relato (entrevistas, 2011), Representación histórica y nueva experiencia del tiempo (editor, 2019), Pasado sin futuro. Teoría de la historia y crítica de la cultura (2019), Un afán conservador. Intervenciones, reseñas y columnas (2019), La inactualidad de Bolívar. Anacronismo, mito y conciencia histórica (2022), Vivir sin lengua. Cuando el tiempo ya no hace historia (2023).

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