4 Poemas

Rodrigo Arroyo Castro


Jerardo

Mi abuelo murió al interior de una ciudad sin ríos

despertando sin metáforas

imágenes ausentes de la infancia,

recuerdos que no puedo recordar sin volver al círculo de piedras

donde aprendió a narrar frente a las llamas

al interior de una catástrofe perpetua cuya vida hicimos propia

en medio del horror;

un lugar donde los muertos siguen vivos

y lo cercano es al mismo tiempo lo distante:

un mundo empobrecido compuesto por imágenes

que propagan la ceguera y la violencia del afecto

al interior de las vitrinas.

Un tiempo sin pasado,

época de luz donde nos educaron

para armar una familia y convertirnos en trabajadores

de un mundo diseñado por coleccionistas

que celebran el dominio de las formas

y ocultan la violencia de un pasado que no pasa

detrás de las rutinas.

Un río prolonga la sangre del pasado y refleja lo que somos:

un relámpago 

destellos de un amanecer cubierto de ceniza,

una mano entre las llamas.

El movimiento errático del mar desliza los pliegues de su voz

al ritmo enrojecido de las olas

que anuncian la llegada de la noche

sobre el contorno humedecido de la orilla

que extiende un mismo acontecimiento para todos

la tibieza repentina de una luz que permanece fuera de la boca

aquello que intentamos hacer propio y no podemos comprender; 

                        herida que nos mantiene divididos

entre la mano que aprendió a imitar al mundo

y la que escribe una historia donde los signos que desaparecen

al mismo tiempo nos lastiman.

Mi abuelo hizo propio el gesto de quien calla y se aleja río abajo

junto a la silueta de los peces

formas que de algún modo intentamos retener 

sin saber que bastaría con cavar un agujero

hurgar en los desechos de un archivo interminable

o balbucear el nombre de viejos partisanos.

A veces creo oír su voz en esos ruidos

que envuelven la ciudad,

en la mirada de los caballos que presienten la llegada de los trenes

y la fría superficie de los muros,

en las sombras donde subsiste el pensamiento

cuando es apenas un susurro

huellas en la espesura de rosas abiertas al ocaso;

                        florece una época

                        y los caballos se agrupan frente al río

entre púas que relucen sobre la maleza

y se camuflan entre el silencio de las aves

que flotan como dientes de león

sobre un eriazo cubierto de amapolas

mientras el agua desborda toda orilla, desaparece;

                        y se abre la herida de la noche,

se acaba la ciudad

            todo se hace opaco

y la voz refleja aquellos signos

que miden la distancia con aquello que nos hiere:

somos un cuerpo abandonado

pecho herido de una loica atrapada al interior de los espejos;

oscuros rincones donde todo permanece y se consume

como una infancia sin límites

donde fuimos pura huella

                        del otro lado de la muerte.

                        Más allá del erial, espinos

piedras fracturadas por el hielo

laberintos sobre la corteza de árboles caídos

que marcan el sitio exacto

donde se alzó el muro trazado por nuestros enemigos

en los antiguos límites del bosque.

Habitamos un país lleno de muertos

donde lo único posible es el lenguaje,

el estallido del ocaso arrastra los recuerdos

mientras el curso de las aguas atraviesa el otro lado de los vidrios,

todo se derrumba, pero nada cae

y las marcas de la historia se deshacen en la niebla.    

       

            Los cursos de agua se pierden con el viento

en un recorrido incomprensible hacia lo oscuro,

un sinfín de olas golpeando un árbol muerto

pasa lejos de la orilla;

la mirada de mi abuelo cubre la superficie de las olas

iluminadas con el balbuceo entrecortado

de esas estrellas que no dejan de morir.

Su mirada, rincones de pura intimidad,

cuencas vacías que aparecen sobre el agua.

El nombre que asignamos a las cosas

aparece detrás de una pantalla

tan oscura como ese par de concavidades

perdidas bajo la superficie del océano.

El hogar de los padres ya no existe,

pero el fuego de nuestros antepasados

recorre los cimientos de una casa donde dimos los primeros pasos, habitando un mundo sin orillas

anclado a la rabia que nos queda y emerge a nuestro alrededor;

las luces que dispersa una pantalla

iluminan imágenes de nuestra infancia:    

            la profundidad del abandono

            un lenguaje de instrucciones,

o esos círculos concéntricos

donde todo se hace opaco

y no podemos sino ver

una piedra al interior del río,

                        sílabas cubiertas de guijarros.

De Un lugar en el mundo

*

Cuál es la forma del amor, cuáles los adjetivos que pueden desaparecer como la voz en el susurro, será la forma piramidal del corazón o el espacio que la caja torácica guarda para él. El trazado que describes en la ciudad rumbo al trabajo o tus deseos por cambiarla de raíz, volver a construir pasajes tan angostos como el tú que permanece entre los párrafos, arrastrado por las olas de un río que desaparece antes de llegar al mar. Cuál es la forma de un libro, lecho burgués ensangrentado de los bordes hacia dentro. Cuál es la forma del amor que permanece más allá de lo que vemos en la superficie y su revés. Cuáles son las formas del amor, las que le contienen o las que este deja en su desborde, las que se imponen o aquellas que se inventan. Serán acaso las que conocemos por medio del lenguaje o bajo este, dibujadas en la piel. Las que toda luz deja en tus ojos o las que, donde estés, proyecte tu sombra hacia el infinito. Las que mantienen tibio el fuego a la intemperie, más allá del silencio y la distancia o aquellas cuyo fuego deja huellas en el cuerpo. Las que se forman con tus recuerdos sobre una página en blanco o las que, más allá de todo umbral, proyectaría una luciérnaga volando entre tus manos. Las que tu voz modela en mi cuerpo o las que espero puedas encontrar, cuáles los destellos, cuál el vuelo, la suspensión, cuál el pensamiento imposible alojado en los rincones, donde llega la voz interna y los dedos nada más: latido del otro que sentimos dentro. Tal vez aquellas que imaginamos ante la ausencia o las que, cuidadosamente, se desatan y se entregan, pero secreta y calladamente recordamos. Cuáles son las formas del amor sino las que nos entrelazan más allá del tiempo y los caminos. Coinciden acaso las formas del amor con las de nuestro deseo, pensarán en ello quienes busquen lo cercano, el camino compartido. Cuál es la forma de ese camino, qué será lo que se busca en el abrazo y permanece, sin decirse, en el brillo de los ojos, cuáles son las formas correctas de acariciar cuando no hay cuerpo y los dedos rasgan el viento y se entumecen. Cuál la razón por la que podemos recordar nuestros silencios en la música del otro, que guardamos en la profundidad del paisaje que llevamos. Cuáles son las huellas que tu nombre despliega sobre los sentidos, cómo se abraza el yo en el íntimo espacio de la pluralidad. Cómo es siempre nueva la sonrisa que se refleja en tu mirada, cuáles los precipicios entre una boca y otra. Cuál es el corte que deja un beso en las palabras cuál el ritmo que ahora late en el silencio de los labios, cómo una lengua empuja las palabras que permanecen al borde del abismo. Cuáles las formas que ensaya un deseo imposible, por donde entrar al río y buscar el jardín de la otra orilla, cuántas soledades podríamos atravesar, cuán profundo cala el pensamiento del amor, cuál el misterio impronunciable de tu cuerpo.

            ¿Qué parte de ti se adhiere a las palabras?

De Amapolas

*

inviertes la mirada señalando las raíces que pueblan

la copa de los árboles

el lugar donde encontrarías

figuras que nadie extraña

y señalamos su desaparición,

agonía de las imágenes

que murmurando vuelven, para decir

para estar y ser ajenas a un lugar

a esta palabra que señala con el dedo

el camino de la historia

el desamparo

todas y cada una de esas lágrimas

De El contorno de las nubes

La agonía de las imágenes

I

Observas el curso de las aguas

todo aquello que nace de la historia

guarda el viento y acaba en la ciudad

donde las cosas empiezan a caer

y lo hallado entre las ruinas permanece como ausencia

en medio de lo oscuro,

residuos

imágenes

recuerdos en suspenso ante el vacío

donde te abandonas y simplemente callas

entrecerrando los ojos brevemente

hablando con los dedos en el aire

midiendo el sentido de la distancia

creando contornos,

una escritura de contornos

dirías,

mapas

constelaciones que reconocemos a ojos cerrados

mientras se despliega la maravillosa intermitencia de las luces

la mirada de la noche:

luciérnagas,

púas abiertas al vacío,

ondeándose sobre la transparencia oscura de las olas,

aquello que nos queda del pasado y que jamás podrá volver.

Del otro lado de los muros

bajo el claroscuro de las ruinas,

líneas inmóviles que conservamos en el rostro

gaviotas en medio del océano

o quizá en la desembocadura,

donde se pierden las huellas del adentro y el afuera,

un mundo sin imágenes

o imágenes sin mundo

la violencia y el encantamiento

en un puñado de buganvilias dentro de la boca,

donde tanteamos la inmensidad

la inexistencia de sonidos

o esos balbuceos entrecortados

que modelan los límites del amor

al ritmo interrumpido del silencio

de esta época sin rabia

sin humo.

Ves las olas

la escritura

y el grafito sobre el papel,

susurros que se alejan y deshacen en la bruma

espectáculo de forma y contenido de las nubes,

dolor en medio del océano

signos que se alejan y dibujas para recordar

que no hay lenguaje

y a veces las manos recorren lo profundo

en el borde de los ríos,

la amargura es visible

en aquellos gestos que recordamos

al cerrar los ojos y acariciar la corteza de árboles talados.

En lo recóndito de las ruinas es posible

encontrar un puñado de amapolas

ocultas y sin lengua

esperando el momento para despertar.

Contemplamos su vigilia, signo de una voz despierta

enfrentando lo real

aquello que no aparece en las palabras

sino en los pliegues que retienen la melancolía,

que se va con la corriente

y el viento arroja más allá de lo salvaje.

El sonido de la lluvia recorre la corteza de los árboles

y se acumula al interior de los recuerdos

como una leve voz entre la brisa;

mar adentro o frente a las montañas

el cielo se hunde bajo el agua,

pareciera que las olas se devuelven y

definen el final de las heridas

¿qué escritura se aleja de la muerte?

El sonido de las piedras permanece

detrás de los contornos humedecidos de la orilla

y del relampagueo que habita en nuestra voz

ritmo que permanece

y se refleja en la huella de las olas.

A veces imagino el mar cubierto de ceniza

frente al horizonte

mientras los días se abren a la noche

y la distancia de una época sin fin

acaba en el lenguaje

que conserva lo que somos.

De IV

Rodrigo Arroyo Castro (Curicó, 1981). Licenciado en Artes por la Universidad de Playa Ancha. Editor en Ediciones Inubicalistas. Trabaja como profesor de Artes Visuales y colabora en Pecado Ediciones y Voces OpuestasEdiciones. Ha publicado Chilean poetry (Fuga Ediciones, 2008), Vuelo (Ediciones Inubicalistas, 2009), Mausoleo (Cuadro de tiza Ediciones, 2012), Incomunicaciones (Ediciones Inubicalistas, 2013) y La agonía de las imágenes (Komorebi Ediciones, 2024). A este último libro pertenecen los poemas seleccionados por el autor para nuestra revista y que damos como adelanto.

Deja un comentario