Rodrigo Arroyo Castro

Jerardo
Mi abuelo murió al interior de una ciudad sin ríos
despertando sin metáforas
imágenes ausentes de la infancia,
recuerdos que no puedo recordar sin volver al círculo de piedras
donde aprendió a narrar frente a las llamas
al interior de una catástrofe perpetua cuya vida hicimos propia
en medio del horror;
un lugar donde los muertos siguen vivos
y lo cercano es al mismo tiempo lo distante:
un mundo empobrecido compuesto por imágenes
que propagan la ceguera y la violencia del afecto
al interior de las vitrinas.
Un tiempo sin pasado,
época de luz donde nos educaron
para armar una familia y convertirnos en trabajadores
de un mundo diseñado por coleccionistas
que celebran el dominio de las formas
y ocultan la violencia de un pasado que no pasa
detrás de las rutinas.
Un río prolonga la sangre del pasado y refleja lo que somos:
un relámpago
destellos de un amanecer cubierto de ceniza,
una mano entre las llamas.
El movimiento errático del mar desliza los pliegues de su voz
al ritmo enrojecido de las olas
que anuncian la llegada de la noche
sobre el contorno humedecido de la orilla
que extiende un mismo acontecimiento para todos
la tibieza repentina de una luz que permanece fuera de la boca
aquello que intentamos hacer propio y no podemos comprender;
herida que nos mantiene divididos
entre la mano que aprendió a imitar al mundo
y la que escribe una historia donde los signos que desaparecen
al mismo tiempo nos lastiman.
Mi abuelo hizo propio el gesto de quien calla y se aleja río abajo
junto a la silueta de los peces
formas que de algún modo intentamos retener
sin saber que bastaría con cavar un agujero
hurgar en los desechos de un archivo interminable
o balbucear el nombre de viejos partisanos.
A veces creo oír su voz en esos ruidos
que envuelven la ciudad,
en la mirada de los caballos que presienten la llegada de los trenes
y la fría superficie de los muros,
en las sombras donde subsiste el pensamiento
cuando es apenas un susurro
huellas en la espesura de rosas abiertas al ocaso;
florece una época
y los caballos se agrupan frente al río
entre púas que relucen sobre la maleza
y se camuflan entre el silencio de las aves
que flotan como dientes de león
sobre un eriazo cubierto de amapolas
mientras el agua desborda toda orilla, desaparece;
y se abre la herida de la noche,
se acaba la ciudad
todo se hace opaco
y la voz refleja aquellos signos
que miden la distancia con aquello que nos hiere:
somos un cuerpo abandonado
pecho herido de una loica atrapada al interior de los espejos;
oscuros rincones donde todo permanece y se consume
como una infancia sin límites
donde fuimos pura huella
del otro lado de la muerte.
Más allá del erial, espinos
piedras fracturadas por el hielo
laberintos sobre la corteza de árboles caídos
que marcan el sitio exacto
donde se alzó el muro trazado por nuestros enemigos
en los antiguos límites del bosque.
Habitamos un país lleno de muertos
donde lo único posible es el lenguaje,
el estallido del ocaso arrastra los recuerdos
mientras el curso de las aguas atraviesa el otro lado de los vidrios,
todo se derrumba, pero nada cae
y las marcas de la historia se deshacen en la niebla.
Los cursos de agua se pierden con el viento
en un recorrido incomprensible hacia lo oscuro,
un sinfín de olas golpeando un árbol muerto
pasa lejos de la orilla;
la mirada de mi abuelo cubre la superficie de las olas
iluminadas con el balbuceo entrecortado
de esas estrellas que no dejan de morir.
Su mirada, rincones de pura intimidad,
cuencas vacías que aparecen sobre el agua.
El nombre que asignamos a las cosas
aparece detrás de una pantalla
tan oscura como ese par de concavidades
perdidas bajo la superficie del océano.
El hogar de los padres ya no existe,
pero el fuego de nuestros antepasados
recorre los cimientos de una casa donde dimos los primeros pasos, habitando un mundo sin orillas
anclado a la rabia que nos queda y emerge a nuestro alrededor;
las luces que dispersa una pantalla
iluminan imágenes de nuestra infancia:
la profundidad del abandono
un lenguaje de instrucciones,
o esos círculos concéntricos
donde todo se hace opaco
y no podemos sino ver
una piedra al interior del río,
sílabas cubiertas de guijarros.
De Un lugar en el mundo
*
Cuál es la forma del amor, cuáles los adjetivos que pueden desaparecer como la voz en el susurro, será la forma piramidal del corazón o el espacio que la caja torácica guarda para él. El trazado que describes en la ciudad rumbo al trabajo o tus deseos por cambiarla de raíz, volver a construir pasajes tan angostos como el tú que permanece entre los párrafos, arrastrado por las olas de un río que desaparece antes de llegar al mar. Cuál es la forma de un libro, lecho burgués ensangrentado de los bordes hacia dentro. Cuál es la forma del amor que permanece más allá de lo que vemos en la superficie y su revés. Cuáles son las formas del amor, las que le contienen o las que este deja en su desborde, las que se imponen o aquellas que se inventan. Serán acaso las que conocemos por medio del lenguaje o bajo este, dibujadas en la piel. Las que toda luz deja en tus ojos o las que, donde estés, proyecte tu sombra hacia el infinito. Las que mantienen tibio el fuego a la intemperie, más allá del silencio y la distancia o aquellas cuyo fuego deja huellas en el cuerpo. Las que se forman con tus recuerdos sobre una página en blanco o las que, más allá de todo umbral, proyectaría una luciérnaga volando entre tus manos. Las que tu voz modela en mi cuerpo o las que espero puedas encontrar, cuáles los destellos, cuál el vuelo, la suspensión, cuál el pensamiento imposible alojado en los rincones, donde llega la voz interna y los dedos nada más: latido del otro que sentimos dentro. Tal vez aquellas que imaginamos ante la ausencia o las que, cuidadosamente, se desatan y se entregan, pero secreta y calladamente recordamos. Cuáles son las formas del amor sino las que nos entrelazan más allá del tiempo y los caminos. Coinciden acaso las formas del amor con las de nuestro deseo, pensarán en ello quienes busquen lo cercano, el camino compartido. Cuál es la forma de ese camino, qué será lo que se busca en el abrazo y permanece, sin decirse, en el brillo de los ojos, cuáles son las formas correctas de acariciar cuando no hay cuerpo y los dedos rasgan el viento y se entumecen. Cuál la razón por la que podemos recordar nuestros silencios en la música del otro, que guardamos en la profundidad del paisaje que llevamos. Cuáles son las huellas que tu nombre despliega sobre los sentidos, cómo se abraza el yo en el íntimo espacio de la pluralidad. Cómo es siempre nueva la sonrisa que se refleja en tu mirada, cuáles los precipicios entre una boca y otra. Cuál es el corte que deja un beso en las palabras cuál el ritmo que ahora late en el silencio de los labios, cómo una lengua empuja las palabras que permanecen al borde del abismo. Cuáles las formas que ensaya un deseo imposible, por donde entrar al río y buscar el jardín de la otra orilla, cuántas soledades podríamos atravesar, cuán profundo cala el pensamiento del amor, cuál el misterio impronunciable de tu cuerpo.
¿Qué parte de ti se adhiere a las palabras?
De Amapolas
*
inviertes la mirada señalando las raíces que pueblan
la copa de los árboles
el lugar donde encontrarías
figuras que nadie extraña
y señalamos su desaparición,
agonía de las imágenes
que murmurando vuelven, para decir
para estar y ser ajenas a un lugar
a esta palabra que señala con el dedo
el camino de la historia
el desamparo
todas y cada una de esas lágrimas
De El contorno de las nubes
La agonía de las imágenes
I
Observas el curso de las aguas
todo aquello que nace de la historia
guarda el viento y acaba en la ciudad
donde las cosas empiezan a caer
y lo hallado entre las ruinas permanece como ausencia
en medio de lo oscuro,
residuos
imágenes
recuerdos en suspenso ante el vacío
donde te abandonas y simplemente callas
entrecerrando los ojos brevemente
hablando con los dedos en el aire
midiendo el sentido de la distancia
creando contornos,
una escritura de contornos
dirías,
mapas
constelaciones que reconocemos a ojos cerrados
mientras se despliega la maravillosa intermitencia de las luces
la mirada de la noche:
luciérnagas,
púas abiertas al vacío,
ondeándose sobre la transparencia oscura de las olas,
aquello que nos queda del pasado y que jamás podrá volver.
Del otro lado de los muros
bajo el claroscuro de las ruinas,
líneas inmóviles que conservamos en el rostro
gaviotas en medio del océano
o quizá en la desembocadura,
donde se pierden las huellas del adentro y el afuera,
un mundo sin imágenes
o imágenes sin mundo
la violencia y el encantamiento
en un puñado de buganvilias dentro de la boca,
donde tanteamos la inmensidad
la inexistencia de sonidos
o esos balbuceos entrecortados
que modelan los límites del amor
al ritmo interrumpido del silencio
de esta época sin rabia
sin humo.
Ves las olas
la escritura
y el grafito sobre el papel,
susurros que se alejan y deshacen en la bruma
espectáculo de forma y contenido de las nubes,
dolor en medio del océano
signos que se alejan y dibujas para recordar
que no hay lenguaje
y a veces las manos recorren lo profundo
en el borde de los ríos,
la amargura es visible
en aquellos gestos que recordamos
al cerrar los ojos y acariciar la corteza de árboles talados.
En lo recóndito de las ruinas es posible
encontrar un puñado de amapolas
ocultas y sin lengua
esperando el momento para despertar.
Contemplamos su vigilia, signo de una voz despierta
enfrentando lo real
aquello que no aparece en las palabras
sino en los pliegues que retienen la melancolía,
que se va con la corriente
y el viento arroja más allá de lo salvaje.
El sonido de la lluvia recorre la corteza de los árboles
y se acumula al interior de los recuerdos
como una leve voz entre la brisa;
mar adentro o frente a las montañas
el cielo se hunde bajo el agua,
pareciera que las olas se devuelven y
definen el final de las heridas
¿qué escritura se aleja de la muerte?
El sonido de las piedras permanece
detrás de los contornos humedecidos de la orilla
y del relampagueo que habita en nuestra voz
ritmo que permanece
y se refleja en la huella de las olas.
A veces imagino el mar cubierto de ceniza
frente al horizonte
mientras los días se abren a la noche
y la distancia de una época sin fin
acaba en el lenguaje
que conserva lo que somos.
De IV
Rodrigo Arroyo Castro (Curicó, 1981). Licenciado en Artes por la Universidad de Playa Ancha. Editor en Ediciones Inubicalistas. Trabaja como profesor de Artes Visuales y colabora en Pecado Ediciones y Voces OpuestasEdiciones. Ha publicado Chilean poetry (Fuga Ediciones, 2008), Vuelo (Ediciones Inubicalistas, 2009), Mausoleo (Cuadro de tiza Ediciones, 2012), Incomunicaciones (Ediciones Inubicalistas, 2013) y La agonía de las imágenes (Komorebi Ediciones, 2024). A este último libro pertenecen los poemas seleccionados por el autor para nuestra revista y que damos como adelanto.

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