Víctor, un canto inconcluso es la historia de una voz a la que se le impone la imperiosidad de alivianar una carga. Una voz que asume el deber del testigo: la misión de testimoniar. Su preocupación es la de configurar un relato coherente que permita articular una trayectoria vital inserta en una historia colectiva, de modo de impedir que muriese el testigo en su mudez.
Claudio Guerrero Valenzuela

que el canto tiene sentido
Víctor Jara
cuando palpita en las venas,
del que morirá cantando
las verdades verdaderas,
no las lisonjas fugaces
ni las famas extranjeras
“Es un alivio narrar por fin esta historia serenamente”. Así comienza a contar Joan Jara una vida. La propia vida, la de la niña que se llamaba Joan Turner, quien había nacido en Inglaterra y había padecido los bombardeos de Londres durante la Segunda Guerra Mundial. La de una joven mujer que arriba a Chile en 1954, comenzando una nueva vida, una que adopta en el país sudamericano, cuando los misteriosos destinos del arte la llevan a conocer y ligar su vida junto a la de Víctor Jara. Y, finalmente, la de una viuda con dos pequeñas niñas que luego del golpe de estado de 1973 y el asesinato de Víctor vuelve a su país, ahora en condición de extranjera, “sin identidad”, destruida emocionalmente, con la misión de reconstruir la existencia y dar a conocer al mundo tanto los horrores de la dictadura militar, la violación a los derechos humanos, como el legado artístico, cultural y político de su marido, y de la Unidad Popular como proyecto transformador.
Víctor, un canto inconcluso, publicada originalmente en inglés en 1983 con el título Victor, an unfinished song, y luego en español con otro nombre, un canto truncado, hasta que en ediciones sucesivas, desde el 2007 en adelante, adopta su nombre definitivo, es la historia de una voz a la que se le impone la imperiosidad de alivianar una carga. Una voz que asume el deber del testigo: la misión de testimoniar. Su preocupación es la de configurar un relato coherente que permita articular una trayectoria vital inserta en una historia colectiva, de modo de impedir que muriese el testigo en su mudez. La urgencia de la escritura y la necesidad de urdir un relato es, por tanto, un deber ético que se asume tanto para quedar en paz por haber testimoniado, sacarse el peso de la trágica historia vivida, como por el compromiso político por dar a conocer al mundo los acontecimientos históricos que llevaron a la destrucción de la democracia. Doble misión del relato autobiográfico, personal y colectiva, en cuanto vida ejemplar inserta en la historia.
Víctor, un canto inconcluso es un testamento político-artístico que puede leerse en diversos planos. Uno de los que me parece más relevantes es la posibilidad de entenderlo como un relato de formación. De cómo, poco a poco, asistimos a un proceso de transformación que se inicia con la adquisición de una conciencia política, para dar paso al desarrollo de un compromiso con las exigencias de la historia. Todo, a partir de una forma de vida en pareja que se acopla con plena consonancia con las necesidades políticas y culturales del país. En ese sentido, el relato es el de dos artistas comprometidos con el cambio social, abrazando con fervor la urgencia de la transformación radical de las condiciones materiales de existencia de la población. En este sentido, como pocas veces, los lectores asistimos a un trascendente vínculo entre arte y política, con un idealismo y apasionamiento que hoy, insertos en la maraña abúlica del Chile neoliberal, parece algo lejanamente heroico.
Resulta fascinante cómo Joan Jara describe la intensidad con la que se vivieron los años anteriores al ascenso de Salvador Allende al poder y, sobre todo, los mil días de su mandato a cargo del proyecto transformador de la Unidad Popular. Y cómo todo el genio creativo de ambos se vuelca completamente a la realización de ese proyecto. La mejor obra de Víctor Jara corresponde a la de esos años, la más comprometida, la más radical, la más vanguardista, la más profunda. Sin dejar de lado, por supuesto, la multiplicidad de roles que se asume en esta tarea colectiva, no solo la del imperativo creativo como actor, profesor o director artístico de grupos como Quilapayún, sino que también la del trabajo social y político en las poblaciones, participar de las asambleas, ir a las marchas, hacer trabajo voluntario, ser pareja y padre. Es una vorágine vital admirable y emocionante la que se expone aquí, desde el punto de vista de quienes fueron algunas y algunos de los principales actores de este periodo del Chile de los años sesenta y principios de los años setenta. Un Chile que ya no existe. Un Chile que, penosamente, fue mutilado, partiendo por el emblemático crimen del propio Víctor Jara como símbolo de una violencia fundadora de un nuevo orden, el cual seguimos padeciendo hoy.
Son estremecedores, también, los capítulos dedicados a los momentos previos al golpe, al mismo 11 de septiembre de 1973 y a los días posteriores, con Víctor Jara detenido en el Estadio Chile. Es de suma importancia histórica cómo Joan Jara puede reconstruir los últimos días de vida de su esposo a partir de todo un sistema de comunicación de recados, a veces completamente azaroso, y, sobre todo, a partir de personas valientes, anónimas, como el señor de la Universidad Técnica del Estado que había guardado el carnet de Víctor, las personas que lograron sacar al mundo el que podríamos considerar el primer poema escrito en dictadura, en cautiverio, el “Somos cinco mil”, o, el joven que acompaña a Joan al Servicio Médico Legal para reconocer el cuerpo de Víctor. Todos esos gestos, en horas de miedo y dolor, quedarán consignados en la historia como gestos cargados de humanidad, solidaridad y compromiso político que resultan particularmente valiosos para reconstruir los aciagos acontecimientos que permitan configurar una memoria histórica individual inserta en lo colectivo, lo que podríamos apuntar como las verdades verdaderas.
Finalmente, entre muchas otras formas posibles de aproximación a este relato único, imposible de agotar en una sola lectura, me gustaría referirme a las transformaciones de la lengua y cómo los usos lingüísticos cotidianos forman parte, también, de una configuración histórica. Escribe Joan Jara: “Aproximadamente en esa época conocí una nueva palabra que añadí a mi glosario cada vez más amplio de términos chilenos: pituco, roto, gringo, etcétera. Se trataba de la palabra MOMIO.” La palabra, hoy en desuso y reemplazada por otra -facho-, recalca, más allá de sus mutaciones, que la historia de un país es también la historia de su lengua y que toda época posee su propio alfabeto a partir del cual se puede comprender la historia, más allá de los hechos y documentos oficiales, más allá de los procesos de museificación y de construcción de una verdad oficial, más allá de los procesos de patrimonialización de lo subjetivo. La historia es posible también de ser entendida desde un relato individual, con su propia lengua, desde sus costumbres y usos, desde los afectos que se recuerdan y desde los giros lingüísticos, palabras y conceptos que se enmarcan en un tiempo y espacio determinados. Es posible también de ser comprendida desde aquello que conforma una identidad y una historia común, y que adquiere grosor experiencial en relación con los momentos de enunciación: la discursividad configurativa de una época. El alfabeto que aprende Joan Turner, inglesa radicada en Chile, enamorada de Chile, cuando pasa a ser Joan Jara, es el sensorium afectivo que marca su experiencia vital en el país. Un vocabulario que es expresión de las tensiones y luchas de uno de los momentos más terribles de nuestra historia y al que Joan asiste en primera persona, como protagonista, testigo y víctima de una historia que sigue siendo nuestra propia historia colectiva, inscrita en las ruinas de un pasado-presente que no podrá apagar jamás el canto que palpita en las venas.
Agua Santa, julio 2024

Claudio Guerrero Valenzuela (Santiago de Chile, 1975). Poeta, docente, investigador. Ha publicado diversos ensayos, entrevistas, reseñas y artículos sobre poesía chilena y literatura latinoamericana. Es autor de los poemarios Esperanza de vida (Casa de Barro, 2024), Las corrientes luminosas (Casa de Barro, Valparaíso, 2020), Código menor (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017), Pequeños migratorios (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2014), El libro de las cosas que se ignoran (Ediciones del Temple, Santiago, 2002) y El silencio de esta casa (Ediciones Casa de Barro, Santiago, 2000). Es coeditor de los libros Felices escrituras. Poetas chilenos y chilenas pensando una provincia (Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2022 junto a Cristian Cruz), El ABC del Neoliberalismo 3 (Communes, Viña del Mar, 2021 junto a Hiam Ayllach y Hugo Herrera) y de Figuras de lo común. Formas y disensos en los estudios literarios (Dársena, Valparaíso, 2021 junto a Mónica González, Hugo Herrera y Raúl Rodríguez); y autor del libro de ensayos Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017). También puedes revisar de Claudio Guerrero Valenzuela en La Antorcha Magacín n° 3, 15 17 y 18.

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