deseo rescate desgaste, un ejercicio oulipiano

Natalie Israyy C.


Todo vibra. Si las cosas no vibraran se romperían. Si las cosas no supieran vibrar saldrían disparadas en fragmentos. Es la vibración lo que les permite resistir y durar. En lugar de oponerse a las fuerzas, las cosas se dejan atravesar y vibran.

“Los mayores fraudes espiritistas”, Juan Cárdenas

Un juguete pequeño, un animal terrible que no mira hacia ningún lugar y, con él, la idea de que le he rescatado de la indiferencia o el maltrato: yo, heroína de pequeñeces, ayudante de quienes no han pedido ayuda. Me hice de este alargando la mano con rapidez y escondiendo el botín con sutileza. Lo estrujé en mi palma sudorosa y lo traspasé al bolsillo de mi pantalón, un jean demasiado apretado que me dejaba sentir, a través de la tela del bolsillo, el plástico duro del animal.

Ubicado hoy sobre una superficie lisa, está destinado a compartir su historia de rescate con mis otras figuras. En su matinal propio hablarían ellas de esa primera vez, de mi rostro mirando hacia todos lados con apremio o de la dilatación de mis pupilas y la transpiración de mis manos y el tigre ahí, de la tierra al bolsillo.

Es relativamente nuevo en este hogar, se integró hace poco al espacio donde están dispuestas otras menudencias. Llegó de sorpresa: nadie me lo regaló, nadie lo quitó a un niño o niña para castigarle por jugar en clases, no quedó en el conjunto de objetos que constituyen la requisa pedagógica anual. Más bien, apareció enterrado en el camino de tierra del cerro (donde está un colegio en el que trabajé) y justo pasé por ahí. A alguien se le quedó después del recreo. Estuvo en alguna manito junto (quiero creer) a toda la otra colección de la selva. O puede haber sido la figura favorita de la infancia que ese día decidió llevarlo a clases. Escojo la segunda opción. Quiero llevarme con el juguete la felicidad de alguien.

Recogido de un patio de juegos de preescolares que huelen a vinagre blanco con colonia Amen, hecho de plástico PVC, forma de tigre y colores del pelaje naranjo, negro y un poco de blanco; sus ojos están moldeados, pero no pintados. Acaso no quiere ver su atroz origen o las manos pequeñas a las que se le destinó cuando lo crearon. Su mirada es toda pintura-pelaje-plástico de un naranjo chillón, que le hace poca justicia al felino más popular de las frazadas de plush presentes en los hogares noventeros de Chile, o en las toallas con poco algodón que vendían en los carritos de las zonas comerciales populares en todas las ciudades de un país triste, cubierto de plástico. De tristeza plástica: el tigre como emblema de casa humilde, pero abrigada. El tigre como símbolo de la nutrición con exceso de azúcar en las cajas de cereales. Este tigre como estandarte de mi deseo por aquello que parece abandonado y las ganas de inventarme un nerviosismo adrenalínico al llevarme eso que nadie quería. Porque, nadie lo quería ¿cierto?  Lo olvidaron así sin más.

Lo tomé con rapidez del suelo, para que no se viera que me estaba llevando algo que no era mío. Lo metí al bolsillo y me fui a casa, con risa culposa, sabiendo que esa infancia lo debe haber extrañado, aunque fuera un poco, y eso me gusta. Mal ensamblado, con restos sueltos de plástico que se escaparon del molde y sin una mirada definida, aun así, el tigre tiene esa impronta de majestuosidad felina. Será quizás el paso que le permite sostenerse con facilidad, o la cola en un movimiento que es siempre el mismo, pegado en el espacio-tiempo.

Sentido de urgencia, sentidos desarrollados a falta de uno: tendrá en mi imaginación tacto, gusto, olfato, oído. La figura feroz que no ve, pero que está ahí, en presencia constante, resguardando una sección del librero y acompañándose con el resto. Plástico chino de tratado comercial internacional que llegó desde un container a la mano babeada de una infancia torpe, que anda olvidando sus juguetes tirados en la tierra, niño embrutecido por el juego y la estampida que regresó a clases cuando sonó el timbre que lo obligó a sentarse en una silla en vez de salivar, a la espera del siguiente instante que le invitara a entierrarse y olvidarse de sus figuras de plástico.

Recuerdo algo que vi en Internet: los tigres no son de la familia de los gatos, más bien, son de otro grupo de félidos, los pantherinae y en Chile abundan los gatos, pero no hay tigres, excepto por algunos en cautiverio. Los tigres vienen de lejos, y para verlos en estado natural se debe cruzar cualquiera de los dos océanos que tenemos alrededor para llegar a otros parajes: a la India o a Siberia, por ejemplo.

Recuerdo de nuevo: Cuando era niña en mi casa hubo pocos libros. La mayoría de ellos llegaron con mi papá. Tenía una colección sucinta pero consistente: Hamlet de Shakespeare, la Apología de Sócrates de Platón, Las más grandes obras musicales de todos los tiempos. Beethoven publicado por Ercilla, El túnel de Ernesto Sábato, Antología Clave de Rubén Darío, una enciclopedia de diez tomos coleccionables Salvat Estudiante (con los que hice la mayor parte de mis trabajos escolares) y un libro de cuentos doble donde venían “El patito feo” y “El tigre Tigrín”.

El tigre Tigrín era una pequeña fiera que vivía con mamá tigre en una jaula de circo. Inquieto y curioso, se escapó para descubrir el mundo. Se topó con todo tipo de animales que, a pesar de su evidente condición de cachorro, lo golpearon y rechazaron. Por esto, Tigrín decide desesperadamente volver a la jaula donde estaba su madre, preocupada, triste. Tigrín reflexionó sobre su pequeña aventura y decidió que nunca más saldría de la jaula, donde tenía comida y abrigo seguros.

Es una historia espantosa de obediencia ¿preferir el encierro y la exposición en un circo a una vida libre? ¿Elegir la jaula? ¿Jamás destetar a la madre? Los problemas en este cuento infantil, como en tantos otros así de moralistas, son múltiples. Eso no quita que aún tenga en mi memoria retenidas las ilustraciones setenteras de Tigrín corriendo feliz por el campo, pinchándose con las púas de un erizo o siendo embestido por un carnero. Nunca había visto un tigre, pero sabía de ellos por las historias infantiles y por la televisión.

Vuelvo a mi tigre. El PVC con forma de felidae que tengo tardará milenios en desaparecer, por más que el color de sus orejas se vaya corriendo y dejando expuesto el blanco artificial de su hechura. De cualquier manera, la cuestión de la desaparición no podría asegurarla ¿en qué momento algo desaparece? ¿Cuándo dejamos de percibirlo en nuestros días? ¿Qué me asegura, entonces, que el tigre no se perderá por ahí? ¿Lo extrañaré cuando se pierda y decida abandonar esta jaula en la que lo tengo retenido?

Los pequeños juguetes acompañan mis días y tránsitos por el hogar en que vivo, el habitar inquieto de mi ansiedad y dispersión que acumula polvo semana tras semana y rehúye mis exigencias higiénicas, tan drásticas e incumplibles. Viven en la distancia justa que me permite echarles ojeadas cortas, chequear si su esencia sigue resquebrajándose en el uso, máximo o mínimo, de cada uno. Esencialmente inútiles alguien diría, meramente decorativos. Compañeros de la vista mía por urgencia, presencias constantes que no cuestiono hasta que me fijo en ellas, perennes o caducas; me gusta que sean cosas ambiguas, múltiples, que parecen que pueden ser de todo un poco. No es que tenga yo delirios de La porota o de Toy Story, más bien, creo en un cierto agenciamiento de los objetos, en la capacidad de estos de ser y de estar ensamblados a mi cotidianidad, vibrando.

Quiero pensar que no suelen trasladarse a menos que yo así lo decida, tirana del decorado. Y si acaso el deseo muestra nuestras partes rotas, me gustaría saber qué fisuras delata el tigre[i].

Santiago, enero de 2023

Epílogo

Hace un par de veranos atrás tomé un taller de escritura basado en los principios del Oulipo. Allí tuve que escribir un par de textos siguiendo los principios experimentales de este movimiento francés de los sesenta, en el que los límites son parte del ejercicio creativo. Lo que me pareció más interesante de la propuesta fue la idea de que con esto se reducían las posibilidades de sufrir frente a la página en blanco, ese monstruo pálido de necesidades inciertas.  

Lo segundo fue la cuestión referida a depositar interés en aquello cotidiano, el objeto que está ahí por donde pasamos apenas la mirada. El ejercicio oulipiano me obligó a observar, a detener la vista, a darle un espacio a eso que existe – y coexiste – conmigo en esta dimensión, a practicar la écfrasis y poner el foco en mi sensibilidad para con el arte.

Lo material como algo observable y límite de escritura me lleva a pensar en lo fácil que es convertirse en Diógenes de los objetos y de las palabras. Y aquí estoy, juntando cosas que por urgencia tendrán que irse a una caja hasta que vuelva a tener un hogar propio. Hay tantas cosas que no tienen la culpa de ser mis cosas y, sin embargo, ahí están, ellos, los adornos, fetiches, recuerdos, papelería, postales. Juguetes, lápices, figuritas[ii]. Voy y vuelvo y en cada parada intento armar un cobijo, algo a lo que pueda llamar hogar, donde mis cosas encuentren un sitio.

San Felipe, otoño de 2024

Referencias generales

https://es.wikipedia.org/wiki/Felidae

Bénabou, M. Cincuenta siglos de Oulipo.

Bennet, J. Materia vibrante. Una ecología política de las cosas.

Cárdenas, J. Volver a comer del árbol de la ciencia.

Davenport, G. Objetos sobre una mesa.

Perec, G. Lo infraordinario.

Petrignani, S. Catálogo de juguetes.

Notas

[i] El escrito original sufrió pequeñas modificaciones, cambios que, por un lado, abultaron el texto y, por otro, significaron mejoras en la redacción y estilo.

[ii] Escogí al tigre por temas prácticos: para el taller, se nos pidió llevar una imagen y un objeto, idealmente transportable, para que pudiéramos presentarlo en vivo y en directo. No recuerdo bien por qué lo elegí a él entre tantos otros cachivaches. Ahora que lo pienso –y a fin de darle un peso místico– en ese período estaba terminando el año del tigre de agua. Escojo la idea líquida de que me quedé con el tigre porque él también significaba el término de un año especial, diferente a los anteriores, al que sobreviví quedando igualmente diluida.

Natalie Israyy C. (Viña del Mar, 1991) es docente e investigadora. Actualmente cursa estudios doctorales, los que centra mayormente en la figura del parásito en la Literatura Latinoamericana contemporánea (@repositorio.parasitario). Es autora del poemario Toma de Muestras (Bathory, 2020) el cuento “Nela“  presente en Carnívoras. Relatos zombies escritos por mujeres (Astartea, 2021) y el conjunto de cuentos Apócrifa (Queltehue, 2022). En su obra explora las dimensiones heridas del cuerpo femenino y su relación con el contexto nacional desde los noventas hasta la actualidad, insertando guiños de elementos biográficos que se entremezclan con la ficción.

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