
Chano Libos
Extracto del texto introductorio para «Vida y muerte de Satán el Fuego, antología ilustrada de Antonin Artaud», a publicarse este año por Ediciones del Caxicöndor y Ediciones Inubicalistas.
Antonin Artaud habría dicho antes de su muerte: “Yo seré el último de los poetas malditos. Ustedes, son la otra ladera.”[1] Él fue la culminación de una tradición que viene de Poe y Baudelaire, un linaje de escritores que vivieron y crearon desde la pobreza, el alcoholismo y la drogadicción, en franca rebelión contra el materialismo mercantilista del mundo occidental.
El poeta de Las flores del mal, influido por sus lecturas de Swedenborg, era consciente de la dimensión sagrada del mundo natural y sus misteriosas interconexiones: “La naturaleza es un templo, donde pilares vivientes dejan salir a veces confusas palabras”, escribió en el famoso poema “Correspondencias”. Pienso que esas palabras pueden parecer confusas quizás para los oídos de un escritor parisino que prefería lo artificial a lo natural —y llamó “paraísos artificiales” a los estados de conciencia alterada que conoció con el opio y el haschisch. Entre los pueblos originarios, insertos en su territorio y que forman parte integrante de él, el lenguaje sutil de la naturaleza —las enseñanzas de los espíritus vegetales y animales— ha sido claramente interpretado por generaciones de chamanes, brujos y curanderos.
Gérard de Nerval vivió una vida de buscador de visión que lo llevó desde París hasta Egipto: desde los salones del doctor Moreau de Tours donde fumó haschisch junto a Théophile Gautier, Baudelaire y Delacroix, hasta los fumaderos del Oriente musulmán. Su alucinado peregrinaje culminó en el manicomio y el suicidio. Las páginas de Aurelia son el testimonio de su tránsito visionario por espeluznantes mundos oníricos y espirituales.
Rimbaud, al igual que un elegido de los espíritus en las sociedades chamánicas, sintió desde muy joven el llamado de la naturaleza y de las visiones. Se escapaba de la casa materna para perderse en bosques y campos como un místico pagano. “Hijo del sol” que buscó “hacerse vidente” con el desarreglo de los sentidos a través de la absenta y el haschisch, comprendió que la vida que buscaba no podía hallarse en la sociedad europea, contra la cual se rebeló ferozmente en una reivindicación de lo salvaje que lo llevaría finalmente a morir al África. Aunque saludó a Baudelaire como “el primer vidente”, le reprochó el ser demasiado civilizado, y despreció los ambientes artísticos parisinos. La iluminación sólo podía encontrarse en el seno de la vida natural, en “la luz naturaleza”. Pero su aventura visionaria naufragó en la bohemia marginal y alcoholizada que compartió con Verlaine, y que terminó con éste en la cárcel y Rimbaud herido de bala.
La escritura de Una temporada en el infierno y las Iluminaciones nos dejó el testimonio del sufrimiento y el éxtasis de tal aventura. Porque el niño mago, perdido en el callejón sin salida de la civilización occidental, abandonó la poesía luego de jugarse el alma en su desesperada búsqueda espiritual. “Llega a lo desconocido, y cuando, enloquecido —escribió en la Carta del vidente—, termina por perder la inteligencia de sus visiones, ¡las ha visto!” La vocación extática de Rimbaud, solitaria y desesperada en la vieja Europa, no pudo desarrollarse armónicamente, como sucede en sociedades donde las experiencias visionarias son validadas y atesoradas en un contexto ritual y comunitario.
La sinestesia que describió en el célebre soneto “Vocales”, es una de las sensaciones provocadas por la ayahuasca y otras plantas de poder que permiten ver los sonidos u oler un color. Y no es entonces un desarreglo de los sentidos, sino un aguzamiento, una ampliación de la percepción hacia otros planos de realidad. “A cualquier precio y con todos los aires, incluso en los viajes metafísicos”, escribió en el poema “Dévoción”, de las Illuminaciones. Quizás se habría sentido en casa en la selva amazónica, donde los viajes metafísicos son parte de las habilidades de los chamanes, que pueden abandonar su cuerpo material para visitar lugares lejanos u otros mundos.
Alfred Jarry fue otro viajero metafísico que gustaba de utilizar los distintos “vehículos del alma” —como llamaba al opio, el haschisch, el éter y la absenta––, disponibles en el París de 1900. La percepción ordinaria de la realidad le parecía una convención arbitraria de la humanidad burguesa, y se interesaba más en lo excepcional, —como su “Patafísica”, la ciencia de las soluciones imaginarias— en los estados alterados de consciencia. Su relato “El opio” nos narra un viaje a un mundo onírico no por fantástico menos real que este que habitamos cotidianamente.
En su novela Los días y las noches relata una experiencia que tuvo sin drogas, y que podemos relacionar, al igual que el caso de Rimbaud, con una disposición innata hacia los viajes astrales y otros fenómenos espirituales: “…un paseo que hizo con su hermano por un bosque, en un estado mental como si hubiera tomado haschisch. Su cuerpo caminaba bajo los árboles, material y perfectamente articulado; y no sabía qué fluido volaba allí arriba, como si fuese una nube de hielo, aquello debía ser el astral; y otra cosa más tenue se desplazaba más hacia el cielo, a trescientos metros, el alma tal vez, y un hilo perceptible ligaba las dos cometas.” Jarry también terminó su aventura visionaria en la pobreza y la enfermedad, cabal conclusión de su vida excéntrica de rebelde solitario. Su actitud fue la de un individualismo acérrimo que buscaba una singularidad absoluta, la diferenciación total con el resto de sus conciudadanos.
Los chamanes americanos también son buscadores de visión, más esta búsqueda no es solitaria ni autodestructiva, y está enraizada en la comunión amorosa con la naturaleza y sus semejantes. Las visiones de los poetas malditos son flores del mal cultivadas en los márgenes de una sociedad repudiada. Aquellas provocadas por las plantas maestras —suscitadas en un contexto ritual e interpretadas según una tradición transmitida de generación en generación— están en el centro de la vida de sus comunidades y en el origen de sus cosmovisiones.
Artaud fue el último de los poetas malditos, pero también el primero que vislumbró una salida al atolladero espiritual de occidente: ésta sólo podía hallarse en la cultura originaria de nuestro continente. En las antípodas del decadentismo antisocial de la poesía negra está el comunitarismo tribal animista, como su resolución dialéctica: materialismo mercantil > búsqueda de visión autodestructiva > botánica extática aborigen.

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“Buscaré pues, en México, la supervivencia de una antigua medicina de las plantas…”[2] Buscando terapias que aliviaran sus sufrimientos, Artaud se había interesado por la homeopatía y la medicina china. El saber botánico de los indígenas lo atraía profundamente, porque intuía en éste sanación y visión: “¿Hay aún bosques que hablan, y en los cuales el hechicero, con las fibras incendiadas de Peyotl y de Marihuana, halla otra vez al terrible viejo que le ilumina los secretos de la adivinación?”[3] También ve en la medicina indígena una aproximación holística: la salud comprendida como un todo en equilibrio energético, físico y espiritual: una medicina no invasiva; no de cirujano sino de vidente. Una ciencia de la vida, integrada a la vida: un saber empírico sobre las fuerzas de la naturaleza, un conocimiento que no se separa de lo investigado. La medicina occidental “deriva sus conclusiones de los datos que le proporcionan el microscopio, la disección de la materia muerta, etc.”[4]
Al contrario de este dualismo cognitivo, el saber indígena se origina en la identificación mágica con la naturaleza: “El totemismo, por otra parte, no era una magia grosera, una superstición venida de las bajas edades de la humanidad. Era la aplicación evidente de una ciencia. ¿Pues de qué estamos hechos entonces? ¿El hombre cree estar solo, privado de correspondencias con la vida de las especies —flores, plantas, frutos— y con la vida de una ciudad, un río, un paisaje, una selva? (…) Un poco de lo que hemos sido y sobre todo de lo que hemos de ser, yace expresamente en las piedras, las plantas, los animales, los paisajes, los bosques.”[5]
Artaud se declaraba discípulo de la cultura indígena mexicana, en una actitud de respetuosa disposición a aprender. Esta disposición se adelanta en décadas a antropólogos como Pierre Clastres, que a finales de los ’60 criticaron y superaron el eurocentrismo de la antropología tradicional. Más recientemente se ha desarrollado en universidades norteamericanas una visión crítica de lo que ha sido llamado el “antropoceno”, la era en que la humanidad es una fuerza geológica preponderante y que amenaza la vida en el planeta. Donna Haraway prefiere hablar de “capitaloceno”, pues el componente económico es determinante en la era que comenzó con la revolución industrial. La visión de mundo que subyace al capitaloceno se basa en la distinción entre cultura y naturaleza, distinción inexistente entre los indígenas. Para estos “conocer enfatiza más una experiencia en lugar o que ocurre entre un ser y otro, o un ser y un lugar, que no es simplemente observado científicamente sino experimentado más corporal y activamente.”[6]
Una concepción común a muchas tribus amazónicas afirma que los animales son o fueron “gente”, y sus formas de vida se basan en esta unidad espiritual y cultural con la naturaleza. Por eso su ciencia es un conocimiento a partir de esta identidad común, un saber “desde adentro”, sin dualidades antagónicas como cultura/naturaleza o subjetividad/objetividad.
Las sociedades chamánicas se basan precisamente en la no división. Los distintos planos de la existencia se interrelacionan, interpenetrándose. La tierra es comunitaria, los seres humanos no se separan de la naturaleza ni tampoco entre sí, en amos y esclavos. La tierra, las piedras, las plantas, los animales participan de lo divino; el cuerpo humano también. La sexualidad no es considerada impura ni negativa. En cambio, a pesar de su aparente rebelión anti cristiana, la tradición de los poetas malditos es deudora de la cosmovisión dualista de la cultura occidental antes mencionada: detrás de las amadas muertas y las heroínas asexuadas de Poe, pasando por los descensos al infierno baudeleriano de prostitutas y drogas con su posterior purgatorio de culpa y penitencia, hasta el ideal mallarmeano de azul y etérea espiritualidad, lo que subyace es el idealismo grecorromano y judeocristiano: el desprecio del mundo terrenal y la aspiración hacia uno más puro e ideal.
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La antigua medicina de las plantas que buscaba Artaud se mantiene activa en varios puntos de nuestro continente, como la amazonía peruana. Allí los chamanes afirman que el conocimiento que tienen de las plantas les viene directamente de estas, que les enseñaron cómo prepararlas, combinarlas y administrarlas para distintos fines: sanación, adivinación, comunicación con espíritus o exploración de otras realidades. Su saber ancestral, varias veces milenario, es pues una ciencia, es decir, un conocimiento riguroso y probado por la experiencia, que permite actuar certera y efectivamente, por ejemplo, sobre las enfermedades.
La tradición extática de nuestro continente ancestral tiene la llave para transitar esos otros mundos sin naufragar en el mal viaje del pobre Artaud o del “desdichado”[7] Nerval. El viaje maravilloso debe ser compartido con los seres queridos, pidiendo permiso a los espíritus vegetales y agradeciendo a la madre tierra. La comunidad visionaria en vez del loco solitario, acrecentando el manejo de las energías sutiles; aprendiendo de las plantas, las visiones y los sueños para vivir una vida buena con todos los seres vivos.
[1] Charles Estienne, en Léo Ferré. Poètes d’aujourd’hui, Editions Pierre Seghers, Paris, 1962.
[2] A. Artaud, “La cultura eterna de México”, en Mensajes revolucionarios, Fundamentos, Madrid, 1981.
[3] “Carta al ministro de educación nacional”, en Mensajes revolucionarios.
[4] La cultura eterna de México, en Mensajes revolucionarios.
[5] “Secretos eternos de la cultura”, en Mensajes revolucionarios.
[6] Conocer con, saber de y percibir desde el Perú amazónico: El perspectivismo amerindio en César Calvo y Miguel Vilca. Tara Daly. MLN 134 (2019) 414-441, Johns Hopkins University Press.
[7] Referencia a su célebre poema, “El desdichado” (en castellano en el original).

Chano Libos (seudónimo de Cristian Olivos Bravo), es músico, grabador e ilustrador de Valparaíso. Dirige las Ediciones del Caxicóndor. El primer libro publicado por esta editorial fue El pequeño tarado y lustrado escrito y litografiado bajo el seudónimo Tristán Olibos. Luego siguieron ediciones de Alfred Jarry, R.W. Fassbinder, Otto Gross, César Vallejo, Zsigmond Remenyik, Julio Walton y Teófilo Cid, y en 2023 la novela gráfica La rosa aktivista de Valparaíso, escrita y dibujada por Libos a partir de su investigación sobre el movimiento literario y artístico de vanguardia que tuvo lugar en el puerto en la década de 1920. Como músico ha participado en las bandas Lujo&Miseria y Rabel Ríctus, y el año pasado lanzó como solista el EP Madre árbol.

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