
«¿Cuáles son las alternativas existenciales cuando ya no nos acompaña la historia? Se hace necesario articular el momento en que estamos para dar cuenta, por ejemplo, de cómo la técnica subordina a lo humano. Estar conscientes de que probablemente llegamos a un punto de no retorno de la destrucción del medio natural. Pero esto, sin embargo, no necesariamente decanta en una existencia gris. Lo obvio de la existencia también tiene un revés. Hay toda una generación que tal vez vive sin sentir el peso del pasado ni un deber respecto del futuro. Esto que puede ser juzgado, digamos a la antigua, como un acto de ignorancia e irresponsabilidad histórica, creo que constituye una vía existencial al menos interesante (no son vidas históricas), que no es lo mismo que colocarla en un lugar heroico», sostiene en esta entrevista Pablo Aravena.
Claudio Guerrero Valenzuela
Unas pocas paradas desde Estación Miramar. Un enorme crucero con capacidad para seis mil turistas me recibe en Estación Puerto una fría y lloviznosa mañana de verano. Seis mil turistas para pasear por la ciudad-patrimonio. Unos pocos metros allá, en calle Prat, llego hasta la oficina del historiador Pablo Aravena (Valparaíso, 1977), actualmente Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Valparaíso, y autor, entre otros libros, de Pasado sin futuro (2019), La destrucción de Valparaíso (2020) y La inactualidad de Bolívar (2022). El edificio es un exbanco y la oficina de Pablo, enchapada completamente en madera, parece de película norteamericana. Probablemente, la oficina principal del gerente. Entre risas, echamos bromas por las fantásticas puertas falsas: una da a un bar, un cubículo rectangular que es dable imaginar repleto de botellas de whisky; la otra, es para escapar en caso de robo o incendio u otra cosa, dirigida a un pasillo secreto que lleva a una parte incierta. Una mesa, dos tazas de café, grabadora encendida, comenzamos el diálogo previamente convenido.
La nostalgia del futuro
Claudio Guerrero (CG): Parto esta conversación con la misma pregunta que le hice hace ya más de un año al filósofo italiano Franco Berardi en una entrevista publicada en Palabra Pública y que creo se cruza con algunas de las reflexiones que haces en Vivir sin lengua. Cuando el tiempo ya no hace historia (Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2023). El poeta chileno Jorge Teillier, en un ensayo titulado “Sobre el mundo donde verdaderamente habito” (1971) señalaba que la poesía que él denominó “de los lares” consistía no tanto en una que vehiculizaba una nostalgia melancolizada y mitificadora del pasado, sino que lo que hacía más bien era dirigirse hacia el porvenir: una “nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos”. Esto lo relaciono con tus reflexiones sobre el concepto del filósofo italiano Paolo Virno de lo que llamó “el estado de ánimo finalista” propio de nuestra época, esa percepción generalizada de un cercano (si no ya presente) fin de la historia, inmovilizante, petrificante, y que yo vinculo con las ideas de Mark Fisher sobre la famosa frase de Margaret Thatcher, “No hay alternativa”, según la cual en tiempos de cíclicas crisis económicas no habría mejor opción que la implantación de políticas de ajuste neoliberales, quisiera preguntarte cómo se puede pensar el presente desde la óptica de este realismo capitalista, donde pareciera más fácil pensar el fin del mundo antes que el fin del capitalismo, como dijera Friedrich Jameson. La pregunta que nos hacemos es: ¿qué hacer?, ¿cómo seguir viviendo?, ¿cómo salir de esta camisa de fuerza que nos tiene amarrados a la idea de que no hay salida?, ¿cómo apostar por una idea de lo común cuando las fuerzas de la historia parecen remarcar la idea de un final y el triunfo de una sola mirada hegemónica?, ¿debemos acostumbrarnos a vivir sin lengua?
Pablo Aravena (PA): Desde hace un tiempo que vengo pensando sobre el concepto de consciencia histórica: la manera en que la subjetividad moderna se constituía a partir de una idea que surge no antes del siglo XVIII, que es el concepto de Historia. Este, tal cual creo que nuestra generación lo alcanzó a concebir, se entendía más bien como un gran proceso encarnado por la humanidad, a la cual uno pertenecía, y nuestras pequeñas historias tenían que plegarse a esa gran historia. Solo se podía extraer sentido a partir de lo que uno aportaba a ese gran proceso. Y así era medido todo. Así adquirían sentido no solamente la existencia de comunidades locales, sino que también las vidas individuales. Entonces, la consciencia histórica fue la forma en que la subjetividad se conformó a partir de esta idea. Lo que quiero decir es que había, con ese concepto de historia, un sujeto moderno que se constituye y se piensa de una particular manera: una que entiende que el pasado no puede aprenderse más como magistra vitae y que lo suyo es el cambio. ¿Por qué? Porque a partir de las dos revoluciones, la política y la industrial, se hizo evidente que ya nadie podía aprender mucho más de la historia en el sentido de su ejemplaridad. Porque para poder aprender algo de ella, del estudio del pasado, este tenía que parecerse en algo al presente, y la experiencia de la revolución es justamente lo contrario, el desarraigo entre esas dos categorías temporales: ya no se va a poder aprender más, o muy poco, de la humanidad, el pasado ya no va a poder servir más para guiarnos. La consciencia histórica es lo estrictamente moderno: asumir el cambio y producirlo humanamente, conociendo y actuando. La consciencia histórica tiene que ver entonces con el estudio del pasado ahora en un sentido distinto, aunque también práctico, como levantamiento de algún tipo de datos de la historia para levantar proyectos políticos, así como los ingenieros lo hacen respecto de los de la naturaleza para luego construir puentes. Estar en la historia (vivir históricamente), tener consciencia histórica, suponía que uno podía iluminar las estructuras subyacentes a esta sociedad para de ahí extraer información que te permitiría saber con qué cuentas, y con qué no cuentas, para poder construir algo en términos sociales o político-históricos. Y eso también necesitaba de un supuesto, muy moderno, por cierto, del humanismo entendido al menos como confianza en la eficacia de la acción humana. Todo esto, en algún momento del siglo XX que de seguro está de 1950 hacia acá, ya no fue posible. Aquello que Heidegger había tematizado filosóficamente era una ahora una realidad concreta: la subordinación por la técnica de lo que entendíamos por humanidad. Lo que partió siendo un acto de lucidez filosófica, de adelantamiento, empezó a ser cada vez más evidente en nuestras vidas y no pocas veces puesto ante nuestros ojos por el cine. Es algo que también uno puede encontrar en las reflexiones de Walter Benjamin sobre la crisis de la experiencia. En efecto, el concepto de acabo de mundo en Benjamin está ya a partir de la experiencia de los soldados que vuelven mudos de la primera guerra, algo que adquiere rotundidad a partir de los efectos de la segunda guerra en adelante. No es solamente el horror de Auschwitz o la “banalidad del mal”, sino que las categorías que hasta ahí operaban ya dejan de tener valor. En eso, Benjamin fue certero: ya no se puede narrar. La técnica tiene una velocidad que tampoco alcanzamos a registrar del todo. Entonces, el principio humanista que requería este concepto de consciencia histórica se va a pique por las evidencias aplastantes de los hechos en nuestras vidas. Ahora bien, esta experiencia de la aceleración vuelve sobre nosotros de manera exponencial, yo diría que justo cuando se comienza a hablar de posmodernismo, a mediados y fines de los ‘70, lo que coincide a su vez con una fase nueva del capitalismo: el postindustrial, entendido como la reinvención del propio capitalismo a partir de la crisis del petróleo. Es allí cuando entramos también de lleno a la imposibilidad de la consciencia histórica. Es en ausencia de la conciencia histórica que estamos colocados frente a los problemas que tú me planteas. Lo que yo te he dicho hasta ahora no contesta otra cosa más que la primera parte de tu planteamiento, mi explicación de cómo llegamos a este punto.

CG: ¿Es aquí cuando entra el estado de ánimo finalista?
PA: Este tiene que ver con algo que no sabemos, que no podemos saber aún, si es un momento o un estado definitivo. No sabemos si nos va a acompañar por un buen tiempo o es solamente por defecto. Podemos querer creer, de modo tranquilizante, que este es pasajero, que siempre la humanidad ha encontrado la manera de llegar a algún lugar y que este sentimiento obedece “típicamente” al de los momentos de transición histórica, que todas las generaciones siempre han pensado que están en el peor momento de la historia. Pero creo que ahora hemos llegado a un punto en que no podemos confiar en esa costumbre, en esa muletilla pseudohistoricista, pues la aceleración de los cambios en los últimos doscientos años nos ha puesto frente a lo inédito. Asimismo, no veo necesario que alguien haga todo este encadenamiento que yo estoy haciendo por la vía intelectual, de manera ex post, porque es un estado ya expandido, existe por doquier y mucha gente lo ha adelantado como intuición, que es otra forma válida de conocer, sin necesariamente tenerlo tan claro. Si no se explica, ya se vive.
CG: ¿Y cómo pensar esto respecto de una idea de lo común?
PA: Justamente, respecto a la parte final de tu primera pregunta, y que tiene que ver con el cómo poder pensar algo así como una vida colectiva, cómo pensar, digamos, al margen de la pauta de un realismo capitalista, como lo llamaba Fischer. Y es que aquí hoy uno podría decir cualquier cosa. Esto es vivir sin lenguas. ¿Qué manifiesta la impotencia de ese pensar? El vivir sin lengua no tiene que ver con el acto discursivo en sí (quedar mudo), sino quizás con el exceso de actos discursivos que evidencian la impotencia. Vivir sin lengua es tomar consciencia de la impotencia del tiempo actual. En el caso de Mark Fisher, por ejemplo, uno encuentra al final de sus textos un optimismo muy forzado que a mí me sorprendió mucho cuando lo leí. Terminar poniendo un optimismo exacerbado en la juventud es algo extrañísimo. De todo lo que él decía y todo lo que él pensaba se deducía que, si de algo no había que tener confianza para un futuro, era justamente de la juventud, pero él se impone eso de manera sorprendente. Después toma una decisión mucho más radical, pasó la línea y, bueno, eso es ya otra historia.
CG: En tu libro planteas de que ya es hora de que asumamos la posibilidad cierta de no disponibilidad del tiempo futuro, de que los acontecimientos que nos “estallan” se deben a procesos sociohistóricos en marcha hace mucho tiempo, por lo tanto, no nos deben sorprender ni frustrar, y, que debemos estar permanentemente alertas para no caer en lo que Walter Benjamin llamó en sus Tesis sobre filosofía de la historia, “el sentimiento melancólico de la omnipotencia de la fatalidad”. Estamos mudos y todo nos excede, señalas. ¿Cómo vivir el presente, entonces, que al mismo tiempo -por efecto de la aceleración de la vida- pareciera que siempre se nos escapa y nunca logramos asimilar del todo?
PA: El asunto es: ¿cuáles son las alternativas existenciales cuando ya no nos acompaña la historia? Se hace necesario articular el momento en que estamos para dar cuenta, por ejemplo, de cómo la técnica subordina a lo humano. Estar conscientes de que probablemente llegamos a un punto de no retorno de la destrucción del medio natural. Pero esto, sin embargo, no necesariamente decanta en una existencia gris. Lo obvio de la existencia también tiene un revés. Hay toda una generación que tal vez vive sin sentir el peso del pasado ni un deber respecto del futuro. Esto que puede ser juzgado, digamos a la antigua, como un acto de ignorancia e irresponsabilidad histórica, creo que constituye una vía existencial al menos interesante (no son vidas históricas), que no es lo mismo que colocarla en un lugar heroico. ¿Se puede juzgar mal tan fácil? Es complicado. Cabría antes indagar bien en la pregunta sobre la escala de este reparto de la responsabilidad. Hay sujetos a los que se les puede cobrar esa responsabilidad y otros a los cuales no se les puede cobrar de la misma manera. El nivel de responsabilidad respecto de la destrucción del medio no es del mismo nivel para un ciudadano común que para la Castrol Oil, por ejemplo. (Y, por otra parte, es bien poco probable que la oferta ecologista, neohippie, cuyo origen uno encuentra en Jung, de que cambiando las existencias individuales sumatoriamente vamos a poder cambiar el mundo, tenga algún efecto. Eso es bien poco probable, ni siquiera es algo verosímil. Uno le puede decir a un ecologista de que es valorable su manera de vivir y educar a sus hijos como una ética, eso sin duda es valioso, pero que no le diga a su hijo, justamente por cuestiones éticas, que esa conducta va a salvar el planeta, porque eso es una mentira). Volviendo al punto, el descalabro total que uno podría describir de nuestra época también tiene un revés. Hay existencias que no son lúgubres. Recuerdo cuando conocí a Hayden White, un gran pensador y teórico de la historia, en Buenos Aires. En sus conferencias, en sus entrevistas, declaraba: no tengo cómo pensar que el capitalismo cambie de dirección, esto se acaba. Pero el contraste que significó para mí verlo en otras instancias, escucharlo reírse a carcajadas en una conversación, comprometerse en causas, es decir, observar también cómo él existía, ese contraste me empezó a dar que pensar, porque no era él un cínico. Mi pregunta era justamente esa: ¿por qué no es un depresivo, por qué este tipo no está entregado? Que es como uno se imaginaba, al final, a Mark Fisher, ¿no? Y empecé a entender de que, claro, uno está en este preciso minuto, nadie de nosotros pidió estar aquí ni tampoco en este momento, y estamos aquí entonces para vivir. Uno puede también tomar la decisión de no vivir, como Fisher, pero si uno está aquí lo que tiene que hacer es vivir (es un tema recurrente con Constanza Michelson cuando tratamos de pensar el cruce entre la gran historia y las pequeñas historias). Una vez puesto aquí a vivir, no hay otra manera de hacerlo que no sea buscando espacios liberadores: pensando, amando, cuidando. Aunque están también esas existencias muertas, vidas orgánicas sin espíritu y que dañan otras vidas.
CG: Volviendo a Teillier: “nostalgia sí, pero del futuro”. ¿Qué lugar le podemos dar a la nostalgia en este escenario fatalista que nos acontece? Creo entender que Teillier postulaba un deber ser: vivir una vida mitificadora o, en otras palabras, habitar poéticamente el mundo. Pero en el mundo pragmático y tecnificado de hoy una premisa de este orden pareciera abordar más bien una dimensión utópica a la que a una mayoría de personas pareciera no decirles nada. Y, sin embargo (no por nada Teillier fue profesor de Historia), creo que es una manera crítica de entender la historia que no parece muy extendida y que personalmente me resulta muy valiosa, porque toma distancia de los valores convencionales, hegemónicos, para postular otro tiempo, otra historia, otra lengua, para decirlo en la misma clave de tu libro… ¿Cómo piensas el concepto de “nostalgia del futuro” desde tu espacio de reflexión? ¿Tiene alguna relación con aquello que Michel de Certeau denominó “la inactualidad del pasado”: su poder de incisión en el presente que abre una grieta para el futuro? Así lo planteas en tu ensayo: “a la luz del pasado, el presente es el lugar de lo que falta, de lo que ya no tenemos o de lo que se nos prometió, o nos prometimos tener pero ‘aún no’ tenemos.”
PA: Es muy importante esto que traes a colación, porque es lo que hace la historiografía o la reflexión historicista, es lo que hace precisamente cuando adquiere consciencia de que ya no es posible la consciencia histórica. Porque, pese a esto, podemos decir que la historia todavía tiene alguna función, todavía cabe algo que esperar del ejercicio historiador, en la medida en que este ya no va a estar en manos del monopolio de un gremio. Digamos que hoy la historia está más ligada a un ejercicio estético, lo que te dispone existencialmente de otra manera, te dispone a la novedad diría yo, pero a una novedad que ya no dependerá, en rigor, tanto de lo que seamos humanamente capaces de producir. Pienso cuando Carlo Ginzburg inventó (por los ’60) la microhistoria. Esta no trata solamente de poner un microscopio sobre una época, sino que su sentido último es iluminar desviaciones, así lo define Giovanni Levi, otro microhistoriador, en una retrospectiva: allí donde las cosas tenían que pasar de una manera, bueno, no pasaron. La historia del molinero Menocchio es justamente una historia atípica, no es un estudio representativo de la época, sino que es la excepcionalidad de una época. Es en este sentido que la historia ya no está para aprender nada de ella en términos ejemplares, no está como magistra vitae, ni tampoco como un arsenal de datos para poder construir un proyecto social, sino que ahora la historia está sencillamente para “hacer presente” la posibilidad de la desviación, para poder mantener la imaginación, no sé ya si la imaginación política o en general. Puede parecer un mínimo de mínimos, pero es un antídoto contra todo fatalismo: contra el pesimista y el optimista.
CG: En ese sentido, la apuesta que hace Teillier –a priori, algo que parece anacrónico- es la de erigirse como el guardián de un mito, vivir una vida mitificada o, en otras palabras, sostener la posibilidad de vivir en la imaginación ante la ruina del presente…
PA: Eso se parece mucho al pensamiento de Nietzsche en Las segundas consideraciones intempestivas cuando se pregunta: ¿qué sentido tiene que yo me dedique a la filología clásica, al estudio de la lengua griega clásica? ¿Y lo actual? ¿Dónde cabe? Y se contesta que su saber va en contra de su época y es de esperar, por lo tanto, que, en favor de una época venidera, ¿te fijas? Su saber es inactual, es lo otro de su presente, es traer al presente una manera de vivir distinta que le quita hegemonía y rotundidad a la seguridad que tiene el presente de ser la mejor manera resultante, la mejor y última posible. Es como el concepto de anacronismo en Didi Huberman o las mismas reflexiones sobre la historia en Walter Benjamin. Significa que, al hacer comparecer un pasado con este presente, antes que aprender algo de él, antes que sacar una lección, lo que podemos hacer es extraer evidencia de lo otro que fue posible, como un efecto estético de las ruinas. Abrirse paso a partir de la extrañeza, no para igualar el pasado con el presente digamos de manera “didáctica”, sino que para generar una abertura, justamente lo contrario. Un poco como lo decía Pasolini: “para hacer tambalear el presente basta confrontarlo con el pasado”.



El ritmo de la historia
CG: En tu libro escribes: “En la pura aceleración no puede haber historia, pues esta requiere de una cierta cadencia, e incluso cierta regularidad o métrica, para poder experimentarla humanamente”. Pareciera un imperativo dar cabida a las formas reflexivas, a un ritmo cadencioso, que posibilite ralentizar el tiempo frenético del capital. ¿Cómo sostener un ritmo de este tipo cuando todo empuja hacia lo contrario? ¿Cómo hacer historia en la era de la expropiación de la experiencia? ¿Debemos aprender a vivir sin esperanza esperando el acontecimiento milagroso que desvíe el curso fatalista? La aparición de lo inesperado, señalas, se debe esperar con cierta disposición, “con el pensamiento y la poesía”, algo con lo que concuerdo. ¿Se trataría de un espacio de resistencia?
PA: Un filósofo argentino que ya ha muerto, José Sazbón, me decía en una conversación: El heroísmo, ¿es algo que uno puede esperar en general de la humanidad? Pensando políticamente, uno no puede esperar heroísmo en general de la humanidad. Me acuerdo de esto, porque pienso que cuando tú me hablas de unas ciertas formas de resistencia, pienso que también el aceleracionismo puede que nos conduzca a un lugar totalmente distinto, de modo tal que lo que haya que hacer es apretar más el acelerador… También uno podría acabar pensando eso, ya te decía antes que -frente al panorama actual- uno puede decir cualquier cosa. Pienso, por ejemplo, en la dirección contraria en los libros de Byung-Chul Han, que ¿ya son más de cuarenta?, y que por cierto me parecen interesantes, pero todos los libros de Han terminan de la misma manera. Todos los libros tienen una misma estructura -sacada de la reflexión sobre la técnica de Heidegger- sobre el cual él monta lo que le pidas: la cultura, la información, la dominación, la explotación, etc., para finalmente recetarte una vida zen, detenerse. Yo no creo que esté en nuestras manos ni el imprimir más aceleración ni tampoco detenernos a voluntad. Basta con tomar distancia de cómo uno vive y cuántas cosas uno puede hoy en día decidir realmente, sobre qué cosas uno tiene real dominio o seguridad. Por ejemplo, en mi experiencia, tener calidad de funcionario de planta en una universidad pública, antes te daba cierta seguridad, ahora no te da tranquilidad de nada, y el que la siente no sabe en qué mundo vive: llega en dos años más la derecha dura (porque hoy gobierna una blanda), declara esto en “reestructuración” y desaparecemos de un plumazo. Las cosas están pasando a una velocidad tan grande… Cosas que esperábamos iban a pasar muy a futuro como la destrucción del medio o el colapso del planeta, cosas que pensábamos hace diez años atrás que le tocarían recién vivir a los nietos de nuestros nietos, ya empezamos a sentirlas. ¡Y no alcanzó a pasar una generación!, que es la nuestra, ¿te fijas?
CG: Eso que dices del espacio universitario me parece de una incertidumbre terrible…
PA: Ya lo vimos en Brasil, por ejemplo, respecto de una estructura universitaria mucho más grande que la nuestra, mucho más anclada y sólida que la chilena, la estructura estatal universitaria brasileña, cómo llegó a ser asfixiada por el gobierno de Bolsonaro. ¿Cómo eso no podría pasarle a una estructura universitaria estatal tan demacrada como la chilena? ¿Qué esperar en términos de estabilidad si sale electa una derecha formal al estilo Milei? De aquí a dos o tres años, ¿es tan improbable que estas instituciones desaparezcan… si ya el servicio lo cubre el sistema privado, y con mejor hotelería? En un horizonte de imaginación nacional en donde ha desaparecido el concepto de educación pública o de universidad estatal y pública, ¿alguien se animará a defender una universidad estatal y de región? ¿Movilizaría de verdad a alguien? Mi respuesta es que no. Tal vez a una sola como la Universidad de Chile, pero el resto está a la deriva permanentemente en las condiciones actuales de existencia. Entonces yo te diría que estamos en un momento de real peligro, no hay motivo alguno para sentirse a salvo. Ahora, volviendo al punto, no estamos en condiciones ni de detener todo esto ni de acelerarlo. Y si tú quieres, sí, es una manera de asumir finalmente la derrota del principio humanista. Es un título sensacionalista (pero antigua ya): “la derrota del humanismo…” [risas]. Pero yo te diría que vivimos un tiempo tan extraño y quizás estamos condenados a buscarle el envés. ¿No habrá sido el exceso de humanismo el que nos llevó también a lugares que no querríamos haber llegado? ¿La excesiva confianza en la eficacia de la acción humana organizada? Esa confianza exacerbada en la humanidad parece que está en la base de ciertas catástrofes, las que anunciaron todo, quizás…
CG: Hayden White, uno de los historiadores que más citas, señalaba que el capitalismo es suicida porque presume de una expansión infinita habiendo recursos limitados. Pero ese suicidio pareciera conllevar el colapso del planeta. La no disponibilidad del futuro, la idea de un planeta sin nosotros, nos vuelca inevitablemente a un súperpresente, a una especie de estado de alerta, a una vida de estrés ante la amenaza inminente. Podríamos decir que nuestro presente es el de estar plenamente conscientes de que estamos viviendo un cambio de época. ¿Cómo convivir con el pensamiento apocalíptico? ¿Las nuevas generaciones, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, serán aún más pesimistas (o lo contrario, más hedonistas) que nosotros o es probable que alguna vez pasemos definitivamente a una acción verdaderamente anticapitalista? ¿Ha sido suficiente la toma de conciencia que han hecho los pensadores críticos del Antropoceno? ¿Cuáles crees tú que han sido los principales aportes de esta corriente de pensamiento? Hace unos meses asistí a un Congreso donde la broma que circulaba entre los expositores era pensar no ya otro mundo posible, sino que otro fin de mundo posible…
PA: En el último tiempo he leído con mucho interés a Dipesh Chakrabarty, uno de los pensadores del Antropoceno que me parecen más interesantes. Él decía que si hay un futuro que es posible, ese futuro será sin nosotros. Hoy, toda una generación vive consciente de que no hay un futuro. Me parece que eso se exacerbó con la pandemia. Recuerda de que hubo gente que, quizás de manera demasiado razonable, sacó todos los ahorros de sus fondos de jubilación porque entendió que no va a tener futuro. No te digo de que piensan no estar en el futuro, sino que quizás es algo más inquietante: entendieron de que, si existen en ese futuro, van a existir de tan mala forma, van a tener una vida tan invivible, que va a dar lo mismo, porque con el fondo de jubilación que tengan no se va a poder vivir de manera muy distinta que al conservar una jubilación miserable. O sea, me parece que esas personas en lo que están pensando es que aunque lleguen a estar orgánicamente vivos, de aquí a 20 o 30 años, no van a tener una vida. A eso me refiero también con no tener futuro. Eso es otra vuelta a lo planteado por Chakrabarty: el hecho de que “con nosotros” también puede que no haya futuro próximo. Ahora, en relación con el hedonismo, este sin duda es un exceso del presente, pero que para mí no es tan inédito, pienso en los ’70 y mediados de los ’80. Recuerda que lo que acompañó nuestros primeros años de existencia era el hecho de que había un botón rojo y una cantidad de misiles apuntando en direcciones opuestas y que bastaba con que una persona se quedara dormida arriba del botón para que se desencadenara la catástrofe. Es un poco exagerado, ¿no?, pero esas sensaciones acompañaron la manera de vivir de un par de generaciones completas…
CG: Así como a nuestra generación nos acompañó el miedo al SIDA…
PA: Sí, claro. Yo te diría que he visto reeditarse mucho de eso. Quizás sea la forma propia de la juventud, de vivir este estado de ánimo. Pero una vida tiene, también, varios momentos, varios estados. No hay vidas completamente hedonistas ni vidas completamente mortificadas.
CG: ¿Y respecto de los aportes de las reflexiones de lo que podríamos llamar el giro antropocénico?
PA: Yo diría que, quizás, ya a nivel de pensamiento, se ha convertido en un tópico. Yo creo que una de las tragedias de la sobreproducción y la sobretematización académica y de la industria editorial es eso, ¿no? De que las cosas devienen rápidamente en un tópico antes de ser agotadas en su reflexión. Y a mí me parece que eso es lo que ha pasado con el Antropoceno. Ahora bien, creo que una de las líneas de reflexión más fértiles que deriva de esta línea de pensamiento es lo que podríamos denominar la vuelta materialista. Aquí me estoy refiriendo a volver a repensar los principios de funcionamiento orgánico, a considerar nuestro carácter biológico. Por eso también se ha venido dando desde hace un tiempo mucha reflexión acerca del cuerpo…
CG: Así como también la vuelta a una historia de los sentidos…
PA: Lo relevante de todo esto es que creo que antes de convertirse en un tópico, permitió abrirnos otra vez a una reflexión de orden materialista en el sentido duro del término, justo cuando todo hace ya rato estaba siendo “cultural”.



Materialismo y producción intelectual
CG: En relación con la dimensión material del pensamiento intelectual, en la citada entrevista a Berardi, este señalaba: “Debemos seguir pensando las condiciones técnicas de producción para sostener la emancipación. Crear las condiciones técnicas para la producción es algo importantísimo.” Esto lo decía en relación a sus experiencias con radio y televisión autogestionadas. Traigo esto a colección para pensar sobre las formas de circulación de la creación intelectual. Tú y yo trabajamos en instituciones universitarias, y sin embargo, parecieran que fueran lugares muy enclaustrados, que no alcanzan a generar verdaderos lazos o vínculos con un allá afuera. El ensayo ha sido una forma de escritura que ha permitido salir de ese enclaustramiento, al contraponerse al paper como forma y al circular en medios con un grado algo mayor de impacto: revistas digitales, editoriales independientes, etc. ¿Qué rol le asignas al ensayo? ¿Es una de las formas de producción que permite pensar la posibilidad de la emancipación?
PA: Tu pregunta tiene algunos supuestos.Uno es, si no corrígeme, ¿que todavía es posible algo así como el intelectual?
CG: Algo así.
PA: ¿Y que habría de esperar algo de él o de ella? ¿Algo así como reflexión y lucidez?
CG: En cierto modo, sí.
PA: Yo no creo que podamos suponerlo de manera tan evidente. Me parece que estamos bastante sobrepasados. Entre otras cosas, por tanta forma de producción de sentido en la que coexistimos. Y entonces, ¿por qué uno hace lo que hace? Yo muchas veces me respondí de la misma manera: quizás porque uno ya no sabe hacer otra cosa. Quizás porque uno no podría ya vivir de otra manera. Yo estoy casi seguro de que si tuviese que dejar de trabajar en la universidad, seguiría haciendo lo mismo. Si yo tuviera que dedicarme al comercio, si tuviera que sobrevivir y también sostener a mi hija, yo seguiría escribiendo y pensando acerca de estas cosas, porque no creo que tenga ya posibilidad de renunciar a esto. No te estoy hablando de términos éticos, de “compromiso”. No. Se trata de una vida que ya está estructurada de una manera, que se fraguó en otra época. Y no se trata de que yo me levante con un ánimo justiciero, de que -digamos- “hoy voy a introducirle una cuota más de ilustración a la sociedad”, porque me parece que esa posibilidad ya no está dada. No creo que el mundo esté demasiado atento a lo que uno hace. No creo que tenga demasiado impacto en las existencias de los estudiantes. Todo lo que uno puede desmitificar dentro de una sala de clase, lo hace dentro de la sala de clase. Puede que dé a pensar, sin duda, y creo que ya con eso uno hace bastante. Y ¿la transformación de la sociedad? Perdón, yo diría que con dar que pensar uno hace bastante hoy. Entonces, mi expectativa respecto de que exista la figura del intelectual, con el alcance que modernamente se le había dado a esa figura, va acompañada hoy de cierto escepticismo.
CG: ¿Y qué hay de la contraposición ensayo vs paper?
PA: Para mí, esa contraposición tampoco tendría mucho sentido. No tanto por la forma en sí misma, sino por el alcance restringido que estoy aceptando que uno tiene. Hay un entorno lector que es mucho menor al que uno siempre se imagina. En privado, para mí mismo, escribo textos largos (que son para entender algo, ordenarlo), pero a la hora de publicar: columnas o libros cortos. Ahora, es cierto que el paper no tiene alcance alguno, que no sea en una carrera académica. Los códigos a los que te obliga el paper impone una escritura sumamente restringida. Hace mucho tiempo que no estoy pudiendo escribir un paper, porque como soy antiguo, necesito que las cosas tengan algún sentido mínimo siquiera. No puedo vivir de otra manera.
CG: ¿Estaríamos viviendo algo así como las ruinas de la crítica en su sentido tradicional?
PA: Sí.
CG: ¿Y ahí cabría pensar, entonces, en otra forma de ejercicio intelectual? En el entendido de que tenga o permita tener algún grado de incidencia en el espacio social…
PA: Mira, yo creo que todavía existe, sólo en algún grado, esa figura del intelectual que llevaba tu pregunta como supuesto. Y tiene un corto alcance, pero igual lo tiene. Pienso, independientemente de la opinión que uno tenga de su trabajo y de sus opiniones, en lo que moviliza una columna de un Carlos Peña, por ejemplo. Es probable que influya en ciertas discusiones parlamentarias (y las leyes siguen imponiendo formas de vida), pero yo estoy seguro de que mi vecino no tiene pero absoluta idea acerca de quién es Carlos Peña, ¿me entiendes?, mi vecino se guía por memes. Hay un alcance, sí, pero muy limitado. En algo subsiste esa figura, sí, una que construye una opinión públicamente y tiene resonancia, instala temas, produce debates, aunque volátiles. Yo diría que eso existe, pero ya no hay lugar para mucho más que eso. Ahora, esos lugares hoy se construyen, se preparan, y no es de la universidad de donde están saliendo, necesariamente. Hay una industria de la opinión.
CG: ¿Y cómo hacer frente a la hegemonía del pensamiento que promueven los medios masivos de comunicación, la mayoría de los cuales están ligados a un mismo sector político y económico, así como frente a las grandes corporaciones globales de la comunicación? Porque esa forma de circulación del pensamiento fue abandonada por cierta izquierda, ¿no? Pienso en La Época, Rocinante, Punto Final, el diario Siete, por nombrar algunos medios señeros que en su minuto marcaron determinadas pautas políticas y culturales. Creo que esto también tiene que ver con la pregunta por las formas materiales de producción…
PA: A mí me parece que hubo, en algún minuto, una renuncia (y no me refiero a la llamada “renovación”). La que acompaña toda llegada al poder. Toda llegada al poder demanda una cierta traición. Algo que, para variar, está muy bien descrito en los textos más políticos de Walter Benjamin, cuando habla de la Social Democracia alemana, el progreso y las leyes de la historia. Cuando se llega al poder no se puede seguir siendo revolucionario, a menos que declares la revolución permanente, que es un artilugio retórico. Cuando Marx dice que la clase más revolucionaria de la historia es la burguesía, en ese elogio demuestra que una clase puede construir un mundo a su imagen y semejanza. Cuando Marx, en 1848, está revelando el carácter revolucionario de la burguesía, ésta ya había generado hace mucho tiempo, por lo menos cien años antes, un pensamiento para encubrir o esconder su propio carácter revolucionario, explicándose la economía como un universo regido por leyes naturales, externas a la voluntad humana y la política. La llegada al poder es el momento de la naturalización, porque cuando llegas al poder, usualmente lo quieres conservar, ¿no? Eso genera un pensamiento de estructura conservadora que creo puede funcionar como símil para ilustrar la renuncia de lo que habíamos identificado como izquierda. Una vez instalados en el poder “las instituciones funcionan” y no cabe esperar lo que uno esperaba antes, no se les puede pedir simplemente. Y también hay quienes se sirven de ese pedir, de ese reclamo de inconsecuencia para hacer su propio negocio crítico-moral. La izquierda ganó renunciando a sus tradicionales objetos de lucha. ¿Alguien ha escuchado este último tiempo algo en contra de la explotación, de la miseria? Fueron reemplazados por causas con perspectivas de éxito, de otro modo se acaba el partido, nadie se quiere enrolar en el partido del fracaso.
CG: Pero en algún minuto hay que asumir el poder para generar desde ahí determinados cambios, ¿no?
PA: Y asumir de que necesariamente si uno quiere cambiar algo, será siempre como reformismo, lo otro es suicida (y arrastrar a un suicidio colectivo). Por otra parte, tendríamos que suponer unas bases políticas activas que estén permanentemente fiscalizando, interpelando, a esa gente, a su propia vanguardia, ¿te fijas? El que entendió eso a la perfección fue Mariátegui, y por eso que su concepto de militancia entendía como necesaria la heterodoxia. Su concepto de militancia política es interesante, porque es muy pragmático políticamente.
CG: También era muy consciente de la manera de generar conocimiento, haciéndose de los medios de producción, adquiriendo una imprenta, a la que llamó Minerva, y fundando una revista como Amauta…
PA: En un momento donde cabía esperar grandes cosas de los medios letrados.
CG: Bajo este panorama, ¿cómo seguir haciendo crítica de la cultura?
PA: A mí me parece que, sin renunciar -ni menos sacrificar el valor estructurante del pensamiento-, ya no podemos esperar grandes efectos sociales de los medios letrados. No, me parece que la forma de producción de sentido va por otro lado hoy día. Esto quiere decir, en primer lugar, que no debemos seguir confiando, ni sintiéndonos buenos, porque estamos cumpliendo el deber del intelectual de estar escribiendo en unos formatos de producción de sentido que son de cien años atrás. Se nos impone buscar formas distintas.
Valparaíso-Agua Santa, enero 2024

Claudio Guerrero Valenzuela (Santiago de Chile, 1975). Poeta, docente, investigador. Ha publicado diversos ensayos, entrevistas, reseñas y artículos sobre poesía chilena y literatura latinoamericana. Es autor de los poemarios Las corrientes luminosas (Casa de Barro, Valparaíso, 2020), Código menor (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017), Pequeños migratorios (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2014), El libro de las cosas que se ignoran (Ediciones del Temple, Santiago, 2002) y El silencio de esta casa (Ediciones Casa de Barro, Santiago, 2000). Es coeditor de los libros Felices escrituras. Poetas chilenos y chilenas pensando una provincia (Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2022 junto a Cristian Cruz), El ABC del Neoliberalismo 3 (Communes, Viña del Mar, 2021 junto a Hiam Ayllach y Hugo Herrera) y de Figuras de lo común. Formas y disensos en los estudios literarios (Dársena, Valparaíso, 2021 junto a Mónica González, Hugo Herrera y Raúl Rodríguez); y autor del libro de ensayos Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017). También puedes revisar de Claudio Guerrero Valenzuela en La Antorcha Magacín n° 3, 15 y 17.


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