
En la pequeña localidad portuaria, conocida con el nombre de Salina Cruz, Mina Loy se instala en unas cabañas con piso de tierra. Durante el día se sienta en la playa y observa el vaivén imparable de las olas. Ese movimiento la mantiene firme, esperanzada. Con su mano blanca traza algunos poemas que serán recopilados tras su muerte. Es difícil imaginar la urgencia de esas horas. Quizá en esos parajes verdes, cerca del sonido iridiscente del mar, Mina recordó su travesía por el desierto mexicano.
Pablo Jara
I
La historia podría partir así, con una imagen más bien trágica, que roza incluso la desesperación. Un hombre, escapando del reclutamiento militar, se refugia en una playa mexicana, en la costa del Pacífico, con la esperanza de alcanzar Sudamérica. Huye del frente de batalla. La guerra está desatada, y las trincheras embarradas acumulan cuerpos. Su mujer, embarazada de varios meses, lo acompaña en la huida. Ambos han pasado casi un año en Ciudad de México antes de recalar en aquella playa perdida. Ambos son poetas. La pobreza los persigue. En la capital mexicana ella lo cuida por varios meses. Su salud es delicada, y apenas se les ha visto en los círculos de norteamericanos que solían frecuentar. Ella se adelanta y parte primero hacia la costa. Mientras, él se dedica a boxear y así ganar algo de dinero. Todavía arrastra en su cuerpo la derrota contra el campeón de pesos pesados, Jack Johnson, «el gigante de Galveston», en la plaza de toros La Monumental de Barcelona, en 1916. El plan de huida es salir lo antes posible de México, donde agentes encubiertos andan tras la pista de los desertores norteamericanos. Porque desertar de la guerra es renegar la patria. De ahí que el patriotismo siempre esté teñido de sangre.

II
En la pequeña localidad portuaria, conocida con el nombre de Salina Cruz, Mina Loy se instala en unas cabañas con piso de tierra. Durante el día se sienta en la playa y observa el vaivén imparable de las olas. Ese movimiento la mantiene firme, esperanzada. Con su mano blanca traza algunos poemas que serán recopilados tras su muerte. Es difícil imaginar la urgencia de esas horas. Quizá en esos parajes verdes, cerca del sonido iridiscente del mar, Mina recordó su travesía por el desierto mexicano. La soledad infinita del desierto como un reverso de la soledad torrencial de la costa. Hay un poema publicado por primera vez en 1921, titulado «Mexican Desert», que habla de una locomotora como un animal con cola de madera, perdiéndose en un atardecer de banda de jazz, y de cadenas montañosas bajo un cielo abrasador.
Desde ese diminuto puerto zarpan barcos rumbo a Perú y Chile. El destino final de la pareja: Argentina. Por la costa atlántica, los aliados revisan los barcos que zarpan desde el golfo de México en busca de traidores. La ruta del Pacífico se convierte en la única ruta posible. Arthur Cravan llega unos días después a Salina Cruz. Ha ganado algunas peleas en Oaxaca, y ha saldado cuentas pendientes. Los espías están al acecho. Tienen que partir lo antes posible y así no ser descubiertos. Cravan adquiere una pequeña embarcación, bastante maltrecha, que se dedica a arreglar. Todas las mañanas baja al muelle de madera, y trabaja en repararla. Mina, embarazada de cuatro meses, cocina y cose telas bajo la sombra de unos árboles, que harán de velas de la precaria embarcación. No están solos. Algunas amistades también se refugian en Salina Cruz. La temporada de lluvias está casi por terminar. La pareja ha desarrollado un sistema de señas para comunicarse a la distancia: Cravan en el muelle, y Mina desde la casa.
Cuando Cravan terminó de arreglar la embarcación, se dispuso a probarla ese mismo día. Mina bajó al muelle. Vio el bote a toda velocidad dirigirse mar adentro hasta que finalmente lo perdió de vista en el horizonte. Mina y otros amigos esperaron nerviosos el regreso de la embarcación, pero la preocupación empezó a crecer en su interior. Varios días después, Mina apenas podía hablar o moverse.
III
Katherine Dreier, artista y mecenas, llegó al puerto de Valparaíso en la primavera de 1918. Se dirigía rumbo a Argentina, donde ya se había instalado su amigo Marcel Duchamp. En su diario de viajes, publicado en 1920 en Nueva York, titulado Five months in the Argentine from a woman’s point of view (publicado en Chile por editorial Cuarto Propio en 2016 y titulado Cinco meses en la argentina), Katherine relata esos primeros momentos en el Cono Sur.
Katherine viaja sola. Llama la atención un apunte en las primeras páginas: «Las mujeres no viajan solas en Sudamérica. […] Sudamérica no cree que las mujeres deban viajar solas, a menos que sea para juntarse con sus maridos». Los otros pasajeros del barco la evaden. No saben cómo tratarla. Se siente sola. Escribe: «tengo la impresión de que soy la primera mujer que ha venido a ver sola cómo es Sudamérica».
La bahía de Valparaíso es profunda. Aunque a principios de siglo xx era uno de los principales puertos del Pacífico, la capacidad de los muelles es bastante escasa. El trabajo de descarga de los barcos, tanto de mercancías como de pasajeros, se realiza mediante «lanchadas». Así fue como Katherine finalmente pisa las calles adoquinadas del plan de la ciudad. Un lanchero italiano se ofreció a llevarle el equipaje hasta el hotel donde se hospedó aquella noche. Al día siguiente parte rumbo a Santiago para finalmente tomar un tren que la llevará hasta Buenos Aires.

IV
Mina zarpó sola rumbo a Chile en un barco japonés en octubre de 1918. Los Browns, amigos de la pareja, lograron convencerla de que se embarcara. Ellos la estarían esperando en Valparaíso y luego cruzarían juntos la frontera hasta Buenos Aires. Su estado mental rozaba la depresión. La travesía duró casi un mes. La cordillera de los Andes la acompañó gran parte del viaje, con sus escarpadas laderas, y sus cumbres que a veces desaparecían bajo una niebla fina y blanquecina. Solo podemos imaginar la soledad de aquel viaje, rodeada por una masa de agua informe. La misma agua que se había tragado a Cravan en el norte del continente. Por aquella época Valparaíso, al menos en su sector céntrico, era un reducto inglés, con comercios y firmas y residentes de apellidos ingleses. La realidad de los cerros era completamente diferente, pero Mina no llegó a conocer esa realidad, al menos eso suponemos. Debido a su delicado estado de salud, se quedó más de lo presupuestado. Se hospedaba en un hotel que ha desaparecido. De su antigua estructura apenas queda el frontis. Una carcasa vacía que aloja un edificio remodelado.
Encerrada en su pieza, con una fiebre delirante, Mina da vueltas en una cama encharcada de sudor. Desde la ventana se ve la bahía abriéndose como una concha hacia el atardecer. En su vientre siente el pataleo de su hija. Golpes secos que la despiertan por minutos, pero vuelve a caer rendida. Las visiones se comienzan a agolpar en la retina. O quizá en algún rincón escondido de su cabeza.

V
Mina finalmente logra cruzar la cordillera en tren vía San Felipe. Ni Katherine Dreier ni Mina Loy pensaron quedarse en el puerto. Era solo una escala rumbo a su parada final. Solo Katherine dejó esbozadas algunas impresiones de la ciudad en aquella época. A través de sus ojos yanquis, Valparaíso es uno de los mayores puertos del Pacífico, pero al mismo tiempo los barcos no atracan en los muelles y sus pasajeros tienen que descender a tierra en embarcaciones precarias que mandan desde la costa.
VI
En un libro editado en 1996 que abarca varias publicaciones de Mina Loy (fallecida en los sesenta), titulado The lost lunar baedeker aparece un poema llamado «La muerte». En el índice se indica que está agrupado junto a otros poemas escritos entre 1919 y 1930, bajo el título «Cadáveres y genios». Es un poema compuesto de 11 estrofas, llama la atención la número 9. El verso en particular dice: «the far-shore of an instant», ¿el instante lejano de la costa? ¿la costa lejana de un instante? Parece que la costa está lejos, más allá de un instante. Y se mira a la muerte desde un barco. O quizá desde una lancha, o de la embarcación desaparecida de Cravan. Podríamos pensar incluso que la distancia de la costa refiere a que nunca bajó del barco japonés del 18´. Siguió la ruta por el cabo de Hornos, dio la vuelta hacia el Atlántico, y terminó el recorrido en Inglaterra o la India. O simplemente el barco continuó navegando, nunca más atracó en un puerto, y la costa lejana, la visión siempre presente de la tierra firme a la distancia, es el recordatorio constante de la muerte. O también puede ser al revés, la costa lejana, ya no vista desde el mar, sino desde la tierra, desde el desierto o el valle. Y allá a lo lejos, está el mar y la muerte.

Pablo Jara (1992). Escritor. Forma parte de Revista Kontranatura. Corrector en Ediciones Universitarias de Valparaíso y Editorial Puntángeles. Publicó crónicas para el medio virtual Plataforma Crítica. El año 2019 recibe la Beca de Creación del Fondo del Libro (CNCA).

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