
Son muchas las preguntas que surgen al conocer la historia de Marta. Preguntas que creo nos atravesaron a mí y a Mariana en la escritura: ¿Qué puede llevar a una persona a perpetrar tanto dolor a otra, a justificar estas acciones, y luego negarlas? ¿Cómo se puede hablar de todo este horror? ¿Cómo poner en palabras aquellos “datos” o hechos históricos, que nos dejan mudas?
Begoña Ugalde
Mariana Zegers Izquierdo. Marta. Santiago-Valparaíso, TEGE/ Schwob Ediciones, 2023, pp. 80.
Para comenzar a hablar de Marta este segundo poemario de Mariana Zegers Izquierdo, que tengo la alegría de presentar esta tarde de sábado en la librería Manuel Rojas de Valparaíso, creo importante primero enfatizar el contexto espacio temporal en que surge esta publicación. Estamos en el año 2023. Se cumplieron 50 años desde el Golpe de Estado. La mitad de un siglo. Un montón de tiempo que se siente pesado y a la vez, tan reciente. Porque, si bien este ha sido un año más conmemorativo que otros, es decir, se ha hablado en los medios de derechos humanos, de defender la “democracia”, y ha habido infinidad de actos públicos que aluden al Golpe insistiendo que nunca más podemos permitir un quiebre así en nuestra Historia, creo que tanto a mí como mucha gente cercana, nos han resultado insuficientes esas conmemoraciones. Sabemos, se siente, que aún no hay reparación. No han aparecido los cuerpos de los y las desaparecidas. Los asesinos y torturadores, si están “privados de libertad” es en recintos especiales. Y sobre todo: no se ha roto el pacto de silencio.
Pero la vida es elocuente, performática si ponemos atención. La noche anterior al 11 de septiembre de 2023, se desató en Valparaíso una lluvia furiosa. Al volver junto a mi hijo de un acto “ritual” en plaza Aníbal Pinto, movilizado por un grupo de mujeres que invocaron la presencia y la memoria de las desaparecidas, y que terminó con el grito, ESTAMOS AQUÍ, PRESENTES, AHORA, se desató un temporal que me hizo bajar a la calle para ver la lluvia. A contraluz de los alumbrados eléctricos, el agua caía con tanta fuerza que parecía un manto, una cortina transparente que brillaba y que parecía bramar una pena acumulada por años. Muchos años. Como si se hubiera soltado un nudo antiguo, y se desataban las emociones estancadas. Sentí que, a través de esa lluvia, la voz del inconsciente colectivo y de los espíritus forzados a dejar este plano terrenal se estaba manifestando, tratando de comunicar, de romper otro manto, o pacto, de silencio, que nos tenía con la vista nublada y un nudo en la garganta. Porque después de tanto tiempo todavía faltan, no se han dado, las respuestas fundamentales, ¿dónde están los cuerpos de quienes torturaron y asesinaron en dictadura?, ¿qué se hace con esa impunidad, esa crueldad, ese vacío?, ¿cómo miramos a los demás al salir a la calle, sabiendo que compartimos ese dolor, ese miedo?, ¿cómo seguimos viviendo, imaginando un futuro, desde un territorio que es todo duelo?
Las respuestas no eran claras, pero el agua chocaba con fuerza el cemento. La calle devino río. La noche se sentía rota por el golpe insistente de la lluvia sobre las cosas. Mi mirada estaba perdida a través de su caída no del todo vertical. Subía a mi casa un momento, arropé a mi hijo menor y volví a bajar para seguir contemplando hipnotizada la lluvia. Escuchar su recado. Puse un par de baldes para recoger esa agua que venía del cielo y su misterio. Un agua que me pareció importante retener como si en ella se estuviera manifestando una memoria urgente.
Al día siguiente, debía ir a trabajar, a buscar a mis hijos al colegio, hacer como que la vida sigue. Porque eso es lo que se nos impone desde este sistema neoliberal que no hemos logrado cambiar. La rutina no para, la vida va siempre hacia delante, no hay tiempo para sentir lo que nos pasa. Para rendirnos. Para que las emociones tomen forma fuera del cuerpo.
Esa noche la lluvia no se detuvo hasta el amanecer. Desperté agotada, con una pesadumbre densa, como si se hubiera inundado mi casa, como si mi corazón fuera una charca. Pero me propuse no traspasarles a los niños mi amargura, la rabia que me daba que aún después de 50 años debamos pase lo que pase “funcionar”, llevando estas heridas colectivas. Igual que la señora que se maquilla el ojo morado que le dejó el marido borracho ‒desmemoriado‒ para ir a trabajar. Los chilenos y chilenas debemos aprender a ocultar las marcas que nos deja la violencia. Las magulladuras del alma.
Decidí por ese día no prender la tele. No mirar más los medios. Su extraña y antojadiza forma de abordar una fecha así. Pero no se puede tapar el sol con un dedo; en el almacén del barrio, donde entramos para comprar un juguito, la señora tenía puesta las noticias, donde se mostraba impúdicamente como políticos de derecha y de “centro” ponían en duda, es decir, negaban las violaciones, la tortura, la muerte, la brutalidad de los hechos que marcaron a fuego nuestra memoria trans generacionalmente no sabemos hasta cuándo. Esto me llenó de rabia. Drenó mi energía, me hizo andar enojada y triste todo el resto del día. Conectada con el sinsentido que implica intentar “crear cosas” en un medio donde se banaliza hasta lo más sagrado: la vida de personas asesinadas por intentar un sistema injusto por donde se le mire.

Por suerte, en medio de todo este panorama desolador, aparecen trabajos como estos, como el de Mariana, y sitúan los temas importantes, las imágenes que necesitamos, las cosas en su lugar. Al día siguiente del 11 de septiembre, como un regalo preciso, tan necesario, llegó a mis manos este libro hermoso, directamente desde quienes fueron cómplices de su surgimiento, como es el caso de Eduardo Cobos, coeditor.
Entonces se retoman los diálogos importantes, se puede conversar de nuevo, mirándonos a los ojos, de todo eso que nos inquieta. Eso que parece funcionar con una lógica que nunca llegaremos a entender, que está afuera de nosotros pero también adentro. Hablamos de Marta, del trabajo sensible de Mariana, y las palabras vuelven a tener sentido. A comunicar lo que parece ser incomunicable, pero que, tras un esfuerzo importante, hecho desde las entrañas, surge como un precioso manifiesto que honra la memoria de personas que deben ser conocidas por todos quienes habitan este territorio herido. Y ojalá también más allá del territorio.
Debo decir que antes de leer este libro yo conocía perfectamente la historia de Marta Ugarte. Profesora y modista. Encargada Nacional de Educación del Partido Comunista durante el gobierno de Salvador Allende. Es más, en esas sincronías misteriosas que se dan en los caminos de la escritura, justamente hablo de ella en el último cuento de un libro que acabo de publicar. Pongo el foco en cómo los medios encubrieron este asesinato realizado por agentes del Estado, y lo disfrazaron de crimen pasional. Una táctica comunicacional doblemente espeluznante, en tanto no sólo niega y oculta la crueldad desmedida de los agentes de la DINA sino que alimenta el imaginario misógino y feminicida, propio de la “cultura de la violación” patriarcal, que parece alcanzar su punto máximo en dictadura, pero que aún se sostiene con fuerza en estas épocas, donde para la revuelta social volvieron a matarse, torturarse, asesinarse personas por exigir una vida digna, donde parece extenderse una terrible continuidad de toda esta violencia.
Son muchas las preguntas que surgen al conocer la historia de Marta. Preguntas que creo nos atravesaron a mí y a Mariana en la escritura: ¿Qué puede llevar a una persona a perpetrar tanto dolor a otra, a justificar estas acciones, y luego negarlas? ¿Cómo se puede hablar de todo este horror? ¿Cómo poner en palabras aquellos “datos” o hechos históricos, que nos dejan mudas? Porque es difícil de digerir la imagen de un cerro de cuerpos torturados, rotos, metidos en bolsas, apilados dentro de un helicóptero, atados a rieles para luego ser lanzados al mar. Porque parece imposible procesar en la psiquis esa información que en el fondo es una amenaza, un castigo absurdo y cruel que trasciende a las víctimas y se perpetúa en nosotras como herencia maldita.
Celebro entonces, hoy, a Mariana, una artista que, desde un trabajo sostenido con la memoria, propia y colectiva, ha logrado salir de este shock y logrado nombrar poéticamente aquello que parece tan difícil articular, trabajando con el poder alquímico de la palabra. Es así como Mariana, desde la confección de este libro, que en sí mismo es una pieza de arte, logra sublimar el horror, volcando, igual que en su anterior poemario, la mirada en la naturaleza, en sus reinos, en especial en el universo vegetal.
En un ejercicio intuitivo, asertivo, Mariana desplaza la mirada de las personas, que carecemos de respuestas, que nos perdemos en nuestras elucubraciones mentales, y se detiene a dialogar con la mar, las montañas, el desierto. Interroga estas formas y sus espíritus, que funcionan al margen del tiempo antropocéntrico, encontrando allí interlocutores más válidos, más honestos, más amorosos que los humanos. Mariana, comprendiendo que la memoria reside en aquello que llamamos naturaleza, pone sabiamente su atención en esta. Rescata de nuestra expresiva geografía esas historias que algunos han querido borrar, como se lleva la marea la basura de la orilla, o como el viento desdibuja las huellas en la arena, pero que persisten, ya que están registradas en una conciencia más grande que todo lo que entendemos desde nuestra limitada visión humana.





© Mariana Zegers Izquierdo, cianotipias de su libro Marta.
Es así como, abarcando la magnitud de nuestro paisaje, Mariana interroga el paisaje y transforma el dolor en belleza. Acaso un dolor inconmensurable como el océano. Y no solo nombra, como es debido, con nombre y apellido a los torturadores, a los asesinos, a la periodista que se prestó para ocultar terriblemente la verdad. Sino que vuelve una y otra vez sobre la figura de Marta. Su testimonio de vida. La belleza de su legado. Su potencia simbólica. Y traduce en cianotipia la sencillez y ternura de su gesto. Siendo esta creación suya un libro que funciona también como una lápida y un homenaje. Que pone en relieve la historia de una mujer que merece ser recordada, reconocida, expandida. Porque, aunque es una historia con un final imposible más triste, encierra una vida luminosa, marcada por el deseo de que todos puedan acceder a una mejor educación. Una mujer que fue activa afectivamente, tanto en el espacio público como en el privado. Que investigó las formas y trabajó, igual que Mariana, con sus manos y con la palabra. Una mujer amada por sus hermanas, por sus estudiantes. Una mujer que desafió a la muerte e hizo testimonio del horror en un momento que todo lo cubría un silencio tan frío como los mares donde su cadáver salió a flote.
Mariana, con su libro, cubre de flores este cuerpo herido. Reconoce cada especie que fue testigo de estos crímenes y dialoga con ellas de manera fluida, haciendo conjuros que permiten de alguna manera abrir posibilidades de futuro donde podamos sanar e imaginar un mundo abierto, tranquilo, donde nuestras vidas no se vean amenazadas. Donde el cielo no deba caerse a pedazos para que escuchemos la voz de nuestras muertas. De nuestras maestras.

Begoña Ugalde (Santiago de Chile, 1984) es licenciada en literatura Hispánica en la Universidad de Chile y máster en Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra. Ha obtenido varios reconocimientos literarios, entre los que destacan la Beca Fundación Pablo Neruda (2004), el primer lugar en el concurso “Santiago en 100 palabras” (2011), la beca del Royal Court Theater (2013-2014), la beca de creación literaria del Fondo del libro (2009-2016) y el primer lugar en el Premio Francesc Candell (2017). Es autora de diversas obras teatrales. Ha publicado los poemarios El cielo de los animales (2010), La virgen de las Antenas (2012), Lunares (2016), Poemas sobre mi normalidad (2018), La fiesta vacía (2019); y el libro de relatos Es lo que hay(2021).

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