Sostener la deriva. Notas sobre el movimiento del poema

Matías Ávalos

uno.

Como un mirlo cuando sorbe del pasto una gota levanté la cabeza de Punctum para preguntarme sobre el movimiento del poema. La pregunta me apareció tan ridícula como incisiva en la panza, donde suelen aparecer las emociones que merecen la pena. Hago un seppuku antes que me interrumpa la crianza y dejo caer la pregunta sobre el escritorio. Sangra y está caliente. Algo en su forma me permite entender, apenas, que el movimiento al que apunta es aquel que nace con su escritura al mismo tiempo que nace el poema, y que luego hace posible divisarlo en su lectura.

Me acerco y la toco, embadurnada en una especie de grasa que recubre finamente su rosado exterior. Mis dedos le producen una inflexión y me llega por tacto una precisión de su fin. La pregunta vino al mundo para hacerme errar hasta entender qué sucede dentro del poema que puedo adivinar una serie de acciones aunque lo que vea en frente mío sean palabras dispuestas de una forma. También que esos movimientos no son los de mi cabeza cuando sigo el enlace de las palabras, ni lo que sucede al interior de mi cabeza cuando acepto sus sonidos y su relación y lo enlazo al de la siguiente, y la otra, y la que sigue, sino la lógica motriz según la cuál cada cosa que compone a los poemas se mueve con independencia de quién los lea.

Movimiento se le dice al cambio de posición de un cuerpo en el espacio. Para lograrlo algunos necesitan alas, otros piernas, patas, raíces, ventosas y a otros con ser más o menos esféricos y estar en una pendiente les alcanza. Sabemos que desde afuera no se puede definir con exactitud el lugar hacia donde se dirigen estos cuerpos aunque podemos, siempre, determinar su sentido.

Para esto hay que aceptar que esta determinación es relativa al determinador. El cuerpo va hacia la derecha o izquierda, hacia arriba o abajo de donde yo mismo estoy. La relatividad en la teoría con ese nombre viene, más o menos, de esta noción que surgió con Galileo, según la cuál la percepción cambia cuando cambiamos el sistema de referencia: si yo soy el sistema de referencia y subo, entonces aquello baja. O si yo lo soy quieto en un muelle y aquello baja lo hace vertical, pero si lo soy en un buque que se desplaza, aquello lo hace de una manera distinta. Einstein radicaliza el asunto al demostrar que incluso los fenómenos físicos, ya no solo de percepción, cambian cuando ese sentido sucede a velocidades muy altas.

Lo primero que me queda claro ante la pregunta que me saqué de adentro y ahora reposa en mi escritorio bajo mi absoluta responsabilidad, es que mi vaga noción de la relatividad no me sirve para alimentarla con una respuesta.

No sirve de nada homologar, sin mediaciones que ensanchen lo pensado, un tipo de cuerpo con otro porque, como enseña Gaston Bachelard, en alguna parte de la Poética del espacio, hay que perseguir eso que sea mínimo —para que su magnitud no nos haga perder— pero cuya reducción tampoco haga perder las propiedades de lo que se piensa o estudia —por favor, sacarle todo el olor a salón de clases a la palabra estudio antes de continuar, mis estudios se limitan a una cancha de fútbol, una fábrica maderera, libros usados y mi cuerpo vinculándose con esas situaciones—.

Bachelard usa de ejemplo el agua. Si la trato de entender asegurándome una cantidad inmensa de agua, un océano, esa dimensión implicaría otras cosas. Pero a la vez, si uno separa los componentes del agua para estudiarla, encontraría que el hidrógeno es inflamable y que el oxígeno no moja. Entonces uno está obligado a encontrar la gota mínima de agua que permita pensarla sin que pierda sus propiedades.

La palabra mínima hablando de poemas es exacta, a diferencia de la narrativa en general (izando), el poema es un artefacto que concentra un máximo de energía expresiva en un mínimo de espacio, como el agua si no se la modifica.

Pensé, parado frente a la pregunta, que ya estabilizó sus contracciones y retracciones, homogeneizó su color y tensó de forma pareja la materia que la recubre; pensé: como los animales, para moverse la escritura necesita algunos puntos en los cuales apoyarse. Ni patas en el suelo ni alas en el aire, la escritura avanza apoyada en palabras. Y volví al libro que no sé si presenció o produjo este problema:

del sueño pero aparece, difusa,

la maceta: una pava abollada con plantas

en el centro de la mesa: dos caballetes

sosteniendo una tabla de madera

—entonces está despierto.

Frené. Puntos de apoyo están bien para mesas o sillas, pero eso no las hace moverse. Como con las patas, su mera disposición en el espacio no es suficiente, lo que produce movimiento es la relación entre ellas combinadas con la fuerza que las impulsa. El movimiento producido por la relación entre las palabras se llama sintaxis, el movimiento de la escritura es entonces sintáctico y se da a nivel de frase, no de palabras. Nada nuevo por aquí.

Es el campo de estudio de la lingüística quien analiza estas operaciones. Esa ciencia podría decirme qué hace cada poema para tocar y hacer que como lector toque la muerte, el amor, y sobre todo qué movimientos realiza para lograrlo. Pero siguiendo a Bachelard —y para salirme de esa calle sin salida que sólo terminaría con la breve vida de mi pequeña pregunta— no sería capaz de darme aquella gota de agua mínima con la que pudiera generalizar sin perder sustancia en el camino (como lo hace el poema).

Primero porque no me alcanzaría la vida para analizar todos los poemas que existen. Estaría pensando el agua frente al océano. Es el problema del amor: hay para todos, pero como nosotros tenemos límites espacio-temporales, debemos discernir y entregar nuestra atención a una cantidad reducida de sujetos, objetos, organismos, experiencias. También es el problema del progresismo, aunque un progresista no lo ve como problema sino como virtud: no poder pensar grandes estructuras por una especie de culpa a la exclusión que no padecen y les indigna.

Segundo porque intuyo que no es la sintaxis por un lado o las palabra por el otro el origen del movimiento que me llevó a parir la pregunta por él. Pero ambas mostrándose como la respuesta a mi pregunta son una calle a la que estoy dispuesto a entrar: algo me llama en lo oscuro, desde el fondo, como un dealer. Y entro.

Homologar palabras con patas, caminata o vuelo me permite pensar: igual que con las patas, no toda relación entre las palabras dispuestas en el poema producen movimiento. Hay poemas que demostrarían con algo que podemos llamar suspensiones —no interrupciones, que sería lo que se da cuando esa suspensión sucede en un momento posterior al inicio— que el movimiento de mi pregunta no es producido por la disposición de palabras en la página.

La pregunta estira su informe cuerpo hacia el libro manchado de la grasa que la recubrió al nacer y me hace pensar algunos tipos de suspensiones del movimiento en el poema según lo voy percibiendo.

Vuelvo a abrir el libro en la misma página, fijo la vista en el fragmento que transcribí recién y descompongo los versos sustrayéndole vocales. Leo:

dl sñ pr prc, dfs, 

l mct: n pv blld cn plnts

n l cntr d l ms: ds cbllts

sstnnd un tbl d mdr

—ntncs st dspirt.

Es como si pretendiera caminar moviendo mis pies hacia el interior al mismo tiempo, en lugar de hacia adelante uno y luego el otro. En este caso, al menos en lo tocante a lo que sólo puede decir el texto y no su interpretación, existe un movimiento no fructífero a causa de un límite: la pronunciabilidad.

Me viene a la mente otro ejemplo de poema impronunciable que podría usarse de objeción justamente porque existe un movimiento en él. «Los 4 sonetos del apocalipsis», de Parra, en representación de otros poemas con procedimiento similar:

1

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Pero el sentido en este caso está muy ligado al significado, a algo que a la crítica actual le encanta: lo extra-literario. Digamos que se dirige hacia afuera del poema, a la iconología de la cruz. Y cuando regresa se vuelve a encontrar la imagen que lo proyectó, y esa imagen no significa (como sí lo hacen las palabras).

Como con ciertas obras visuales, lo que diferencia a este movimiento del movimiento que yo persigo es que el sentido se encuentra con un espejo en el cual lo que se termina viendo es el espectador. Aunque el espejo, en este caso, esté compuesto en clave literaria, no deja de ser un espejo que produce la ilusión (o la idea) de un movimiento. Pero no un movimiento material.

En cambio cuando el sentido es movimiento y regresa al poema como lo entiendo, se hunde en las raíces de las palabras y sus relaciones, que es oscuro, vasto y rizomático, como el paisaje subterráneo de un bosque o una familia. Hace cosas. Deja rastros de su actividad.

Pregunta se vuelve a estirar, esta vez produciendo con humildad unas alas en lo que adivino como su lomo, pero que rápidamente me da la sensación de ser su abdomen, como si no tuviera atrás ni adelante. Cierro Punctum. La figura me hace mirar hacia los estantes que muy patudamente llamo biblioteca y agarrar un Altazor que compré en Buenos Aires antes de venir. Busco el canto VII, otro límite, esta vez gramático, del movimiento en un poema que en tanto poema y límite podría servir de objeción:

Al aia aia

ia ia ia aia iu

Tralalí

Lali lalá

Aruaru

urulario

Lalilá

Rimbibolam lam lam

Uiaya zollonario

lalilá.

Es cierto que en estos diez versos uno puede avanzar en la lectura, puede producir sonidos. Pero al no hacer sentido es como si finalmente comprendiera cómo es la acción de caminar, pero me acostara a hacerlo en el suelo, con las piernas hacia arriba.

Como en el caso anterior, el sentido también va hacia afuera del poema, va hacia las ideas que se puedan extraer de un poema que no dice nada. Pero al regresar vuelve a truncarse, esta vez no por encontrar una superficie reflectante, como las imágenes, sino pantanosa, como la sonoridad pura.

Pero es Huidobro y el poema pertenece a uno de los más importantes libros de poesía del siglo veinte en lengua castellana. El poema intenta, como en Parra, subrayar algo sobre él mismo y su relación con el lenguaje. Es ese algo que intuyo como el centro de Pregunta, al que aún no puedo acceder, pero late cada vez más fuerte ante mis ojos, entre mis dedos.

Matías Ávalos (Quilmes, 1989). Escribió y montó el drama Niñitos furiosos (Buenos Aires, 2015). Obtuvo la beca de creación por el libro de cuentos Todo lo que queda (2016). Publicó los libros de poemas Todos juntos estamos solos (Hojas Rudas, Santiago, 2018), El fin del maltrato teórico (Lumpérica, Lima, 2019) y La estrategia de las medusas (Trizadura, Santiago, 2020) los tres seleccionados mediante convocatoria abierta. Desde 2016 vive y trabaja en Valparaíso. 

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