Pablo Jara
El presente es engañoso porque eterniza. Lo que vemos con nuestros ojos, las creencias, las leyes, incluso el estado, parecen (o quieren parecer) que han estado siempre ahí, como una ley natural, desde tiempos inmemoriales. «Siempre ha sido así» dicen los conservadores cuando se intentan cambiar las cosas. Porque olvidamos su origen. Muchas veces, por lo demás, el origen busca ser olvidado, justamente para eternizarse.
Por las calles de Valparaíso, hay incrustadas en varias fachadas a lo largo del plan, unas placas de losa ocres puestas por el diario El Mercurio de Valparaíso recordando la vieja toponimia de la ciudad. Si no fuera por ese discreto ejercicio conmemorativo, nunca habría caído en la cuenta de que los nombres, que a diario ocupamos los habitantes de esta ciudad, para ubicarnos cuando nos desorientamos, para juntarnos en tal o cual plaza, para situarnos, en definitiva, en el entramado de calles, fueron precedidos por otros.
La calle Prat, en el corazón financiero de la ciudad puerto, antiguamente se llamaba calle Aduana (el nombre hacía referencia a la presencia de dicha oficina pública). En la baldosa desteñida y rayada del edificio que lo indica solo se recuerda el antiguo nombre, omitiendo cuándo ocurrió el cambio. La calle Comercio actualmente se llama Esmeralda. Y así se podrían seguir pesquisando esos viejos nombres, desparecidos ya. Esa omisión parece no ser caprichosa. Esbozo una intencionalidad: difuminar el pasado. Hacerlo más brumoso.
Porque a cincuenta años del golpe Valparaíso es un museo militar: En sus calles y esquinas asoma el uniforme y el fusil. Almirante Montt, General Cruz, Teniente Pinto, Almirante Martínez, Almirante Goñi, 12 de febrero, Eleuterio Ramírez, Capitán Muñoz Gamero, Almirante Riveros, Condell, Freire, Yungay, Almirante Pérez Gacitúa, Chacabuco, Almirante Señoret, General Belgrano, Urriola, Almirante Simpson, y así. Las huellas de esa catástrofe no solo perviven en los desaparecidos, en los muertos, en los torturados, en los exiliados. El golpe también se impuso en lo simbólico. Como esa moneda de diez pesos con el «ángel de la libertad» que conmemora la fecha (11-IX-1973) y que todavía circula entre los vueltos de la fiambrería o de la farmacia. O las bandas de guerra de los colegios y liceos, que inundan el plan de la ciudad todos los 21 de mayo. Los tambores militares, pífanos y cornetas, se escuchan de fondo cada año, con su melodía desgastada y marcial. Desde niños nos fueron cargando de símbolos bélicos, hurgando la herida de un país fracturado.
Hay algo sutil en el nombramiento de las calles. Vemos sus nombres en mapas y direcciones, pero al ser solo signos (sin rostro, sin efigie) no parece tan obsceno como una estatua en la plaza o un cuadro con la cara del líder en un edificio público. Hasta hace menos de un año, por ejemplo, la estatua del almirante Merino todavía daba la bienvenida al Museo Marítimo Nacional en el cerro Artillería, y gracias a diferentes colectivos y organizaciones de derechos humanos fue finalmente removida después de veinte años en el frontis del edificio.
Cuando Cristóbal Colón llegó a nuestro continente, lo primero que hizo (junto con realizar una misa), fue bautizar el territorio recién «descubierto». Ponerle un nombre extraído de su imaginario. Hay en ese gesto del nombramiento un acto fundacional y de poderío sobre lo otro. Todorov comenta: «Colón, entonces, sabe perfectamente que esas islas ya tienen nombres, naturales en cierta forma (…); sin embargo, las palabras de los demás le interesan poco y quiere volver a nombrar los lugares en función del sitio que ocupan en su descubrimiento, darles nombres justos; además, el dar nombres equivale a una toma de posesión». Esa toma de posesión actúa desde el plano legal como también en lo representativo. Es una reescritura de la historia y la memoria en su nombre.
El año 2019, en plena revuelta social, un lienzo colgado en la minúscula plazuela de la intersección de las calles Yerbas Buenas, General Mackenna, y Ecuador rezaba: «Las calles no llevarán nuestros nombres pero siguen siendo nuestras». Allí estuvo varios días seguidos, hasta que finalmente desapareció. Las palabras negras pintadas sobre la sábana quedaron resonando. En el centro del lienzo: un cuestionamiento a la legitimidad de las representaciones. Durante esas jornadas la desconexión entre lo simbólico-institucional y el cotidiano se hizo evidente e insalvable. Desbordó en la conciencia de que existe más de un Chile. Por eso ni siquiera nos reconocemos en los nombres de las calles por las que caminamos diariamente para ir al trabajo, o al doctor o a juntarnos con amigos y amigas a tomar cerveza. Hijas e hijos de lo ajeno.
Durante esos días también, algunas calles cambiaron de nombre momentáneamente. Recuerdo un esténcil rayado sobre el de un presidente sanguinario de principios de siglo xx. En su lugar pusieron el del escritor Pedro Lemebel. Lo mismo ocurrió con otra calle rebautizada Violeta Parra. No es solamente un acto de apropiación de lo público (las calles son nuestras). Es usurpar el espacio sagrado del poder y devolverlo al sentido común, buscar nuevos símbolos y representaciones que no carguen dolor.
Porque la reminiscencia de la ruptura pervive. El filólogo judío alemán Victor Kemplerer observó y anotó, cómo en los años del nazismo se dio forma a un nuevo lenguaje, que llamó Lengua del Tercer Reich. No eran solo palabras nuevas que comenzaron a circular, «era el lenguaje de los escaparates, de los carteles, de los uniformes pardos, de las banderas, de los brazos estirados para el saludo hitleriano, de los bigotitos recortados al estilo de Hitler». Una mancha que se va expandiendo, colándose en todos los rincones. Las dictaduras latinoamericanas de los años setenta no escapan de ese fascismo (aunque sea en otros tonos, con un ropaje diferente). El intento por extirpar al «enemigo» y refundar la nación bajo los signos del nuevo orden están presentes acá. «Nací como tantos otros / bajo el signo del desastre / Desde niño vi las imágenes / escuché las palabras del mal / El lenguaje de la violencia / me fue enseñado la letra / con sangre hicieron entrar / en mi cuerpo en mi corazón / como se inocula un virus» escribe el poeta Jaime Pinos.
No fue solo el mutismo que se impuso a fuego y sangre sobre una parte de la sociedad, es también la lengua de cuartel que lo quiso inundar todo. Elvira Hernández escribió: «La Bandera de Chile es usada de mordaza / y por eso seguramente por eso / nadie dice nada».
Son los nombres que todavía perduran y no han sido borrados, o su reverso, los nombres borrados que todavía no aparecen. Aunque también existe el peligro (siempre presente en este país) del olvido. Vuelvo una vez más sobre Pinos: «No olvidar / Un pueblo solo desaparece del todo / cuando sus enemigos también tienen otro nombre».

Pablo Jara Vásquez (1992). Escritor. Forma parte de Revista Kontranatura. Corrector en Ediciones Universitarias de Valparaíso y Editorial Puntángeles. Publicó crónicas para el medio virtual Plataforma Crítica. El año 2019 recibe la Beca de Creación del Fondo del Libro (CNCA).

Deja un comentario